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– ¿Un militar? -aventuró el médico veterano.

– Muy bien podría ser -repuso Peláez-. ¿Repararon en el aplanamiento de los pies? Probablemente debido a las marchas o a las guardias. Y también lleva muy corto el pelo, cosa que respalda la hipótesis.

– ¿Y ese tatuaje en la parte de arriba del brazo izquierdo? -preguntó el patólogo joven-. A causa del contacto con el agua y de la putrefacción, que lo desdibujaban, no pudimos sacar nada en claro.

– Bien, pues lo probaremos de nuevo -dijo Peláez-. ¿Pueden llamar otra vez al fotógrafo? Supongo que dominará la fotografía de infrarrojos y ultravioleta. Inyectando glicerina bajo la piel, haré que resalte el dibujo.

A las doce menos cuarto de aquella mañana, Peláez y los dos patólogos gaditanos se dedicaban a examinar perplejos las fotografías de infrarrojos recién reveladas.

– Un dibujo que no dice nada, ¿verdad? -comentó el médico joven, con la mirada fija en la foto del tatuaje que el cadáver exhibía en el brazo izquierdo.

– No -reconoció su paisano-. Y no se trata ni de una frase ni de una palabra…, sólo hay unos cuantos palotes.

Peláez le dio la vuelta a la instantánea.

– Creo que lo estamos mirando boca abajo. Comparemos la posición con el original -y, tirando del cajón del refrigerador, levantó, a la altura del torso, la sábana que cubría el cadáver-. ¿Ven la mancha hipostática que tiene debajo del codo? Pues la foto hay que mirarla por este lado.

– Yo sigo sin verle significado alguno -declaró el patólogo joven.

– Me parece que está en árabe -exclamó Peláez-. Se diría que hay cinco caracteres. Aunque no he estudiado esa lengua, la he visto escrita a menudo. Vamos a necesitar los servicios de un arabista. ¿Hay alguno en la ciudad?

– En la universidad, sin duda -dijo el gaditano de más edad-. Por lo menos, esto confirma su opinión de que el muerto es bereber.

– Le pasaré estas fotos a Bernal tan pronto como la mecanógrafa haya terminado el informe -manifestó Peláez-, y que él estudie con el arabista el significado del tatuaje. Nosotros hemos hecho cuanto podíamos.

A mediodía el levante soplaba con renovada fuerza, barriendo el embarcadero de tablas de Sancti Petri y levantando desagradables remolinos de polvo en las callejas del pueblo, envueltas en una neblina trémula y caliginosa.

Interrumpiendo su registro un tanto desordenado de la zona del embarcadero, Bernal fue a reunirse con el contraalmirante Soto, que esperaba, abatido, en el asiento trasero del coche oficial.

– En cuanto llegue Miranda, le pondré al frente de las pesquisas y, camino de Cádiz, le dejaré a usted en San Fernando, contraalmirante. Tengo que averiguar a qué hora llega Varga, porque necesitamos un profesional experimentado y un técnico en huellas que examine la caseta.

– Si es preciso, comisario, puedo mandarle unos cuantos hombres de la Segunda Bis de San Carlos.

– Muy amable por su parte, pero confío que no nos hagan falta. Lo que no entiendo es por qué se retrasa nuestro equipo técnico. Salieron de Madrid ayer, en coche.

En tanto decía eso, vieron un furgón color castaño que se acercaba, precedido por un Seat 131 negro, por el polvoriento camino que venía de El Molino de Almaza.

– Vaya, si parece que ahí llegan -exclamó Bernal animadamente-. Y les acompaña Miranda. Al recibir el mensaje radiofónico que enviamos, habrá comprendido que necesitamos inmediatamente el equipo técnico.

Varga saltó del furgón en el momento en que éste se detenía junto al fondeadero y se acercó a Bernal.

– El vehículo se nos averió en las afueras de Jaén, jefe, pero con ayuda de un mecánico de la zona, conseguimos arreglarlo para salir del paso. ¿Qué ocurre por aquí?

– Estamos buscando a un guardia civil retirado, un sargento de Vigilancia de Costas que se llama Pedro Ramos y ha desaparecido. Vive en esa caseta. Fragela, que está al frente de la jefatura de Cádiz, el capitán Barba, Lista y yo hemos hecho un primer registro de esos barracones vacíos. Lo que ve ahí es el velomotor del desaparecido; lo hemos sacado del canal, por el lado este del muelle. Pero de él, ni rastro. Y este condenado viento está levantando una polvareda del demonio y es imposible dar con ninguna huella.

– ¿Han mirado debajo del embarcadero, jefe?

– Todavía no, Varga. La marea está muy alta aún, y el contraalmirante dice que tardará cuatro horas y media en bajar. La moto estaba hundida en el cieno de la orilla.

– ¿Quiere que le saque huellas en la caseta, jefe?

– Sí, por favor. Y regístrala a fondo. Seguramente la Guardia Civil tendrá las huellas de Ramos en sus archivos de Chiclana.

A continuación fue Miranda quien se acercó, procedente del Seat oficial, a cuyo chófer había estado dando instrucciones.

– Ya que ahora tenemos un coche más, jefe, usted puede volverse en él a Cádiz y dejarnos a nosotros este furgón. Navarro me manda decirle que espera en breve la llegada de Elena y de Ángel.

– Estupendo, Miranda. Tengo interesantes planes para los dos. ¿Quieres quedarte a dirigir las pesquisas en colaboración con Fragela y el capitán Barba? Yo entretanto regresaré para organizar las cosas con Navarro. Nos cuidaremos de que os envíen provisiones y bebida. No anochece hasta las siete y media.

– Por las provisiones no se preocupe, jefe. En Cádiz, en jefatura, nos han cargado de comida, más que nada pescado frito, y han añadido dos cajas de cerveza Cruzcampo.

– Pues aprovéchala tú, Miranda. Yo sigo un poco indispuesto por las ostras gigantes de ayer. Y además, conviene que llegue a tiempo de hablar con el obispo sufragáneo.

– ¿El obispo? -preguntó Miranda con cierto estupor-. ¿Anda la Iglesia metida en esto?

– Espero que no, pero nunca se sabe.

Al llegar a los modernos locales que tenía la Policía Judicial a la salida de la Puerta de Tierra, Bernal comprobó que Navarro había organizado espléndidamente la oficina y montado una mesa de trabajo y un sistema de archivo para lo referente al submarinista muerto.

– A lo mejor tendrás que abrir otro archivo para el guardia civil retirado, Paco. Temo que le haya ocurrido algo malo. Encontramos su velomotor hundido en el canal de Sancti Petri.

– Ya he pedido una copia de su ficha al puesto de Chiclana, jefe. ¿Han empezado Miranda y Varga la búsqueda?

– Sí, pero con la polvareda que está organizando allí el levante, lo tienen muy difícil. ¿Ha traído ya Peláez su informe de la autopsia?

– No, jefe, pero la ha prometido para la tarde.

En ese momento entró briosamente Ángel Gallardo, vestido muy a su aire -safari, camiseta y tejanos- y portando una bolsa de viaje. El más joven de los colaboradores masculinos de Bernal tenía todo el desenfado del típico madrileño.

– No me importa nada que me haya llamado para trabajar, jefe. Las dos niñas que me llevé de vacaciones a Benidorm se me enzarzaron en una pelea en el autocar antes de que llegásemos a Albacete, y luego resultó que el hotel estaba a medio construir, en un solar lleno de barro y en la otra punta de la bahía, a tres kilómetros largos de los locales nocturnos. Un plan fatal, se lo aseguro.

– ¿Pero cómo se te ocurrió llevarte a dos chicas, Ángel? -preguntó estupefacto Paco Navarro, a quien, tímido por naturaleza, le había costado dos años de noviazgo pedirle a Remedios que se casara con él, y que, claro, no dejaba de admirarse de la audacia de la joven generación.

– Otras veces me había salido la mar de bien -respondió Ángel animadamente-. Si hay un poco de competencia, se andan con más cuidado.

– Hablando de cuidado, Ángel -intervino Bernal en tono severo-, tengo para ti una misión encubierta que lo requiere, y quiero que salgas zumbando en cuanto Navarro te haya puesto al corriente de este caso del submarinista no identificado.

– ¿Tomo habitación en un hotel de aquí?