– No, de eso se trata precisamente. Quiero que sigas con esa ropa y des la imagen de un turista con poco dinero. Te vas a Rota, al otro lado de la bahía, en el coche de línea, y te hospedas en una pensión barata. Luego, tratas de buscar conversación con los pescadores de allí y con la gente que está de servicio en la base, y te mantienes alerta. A ver qué descubres acerca de operaciones navales sospechosas, o barcos extraños o señales luminosas que se hayan podido ver, particularmente de noche. Y no te me líes con ninguna roteña, por más seductoras que puedan ser.
Bernal sabía bien que todo el éxito de Ángel Gallardo en la Brigada Criminal procedía de su habilidad para introducirse en los ambientes sociales de clase media y baja y obtener información sin suscitar sospechas.
– Vale, jefe; cuente con ello. ¿Cómo me comunico con ustedes?
– Telefonea a Navarro a este número una vez por día, digamos a las doce, o inmediatamente si descubres algo de interés. Y no te pases de las dietas normales. En un puerto pesquero como Rota, basta y sobra.
Mientras Navarro informaba a Gallardo de lo referente al hombre rana y al sargento desaparecido de Sancti Petri, Bernal echó mano de la guía telefónica de Madrid y abrió el tomo correspondiente a las calles. Habiendo dado con el número que le interesaba, en la de Lagasca, un momento más tarde estaba al habla con el padre Anselmo, el confesor de su mujer, el cual le prometió enviarle aquella misma tarde, por correo urgente, lo que le pedía.
Miranda y Lista, los dos restantes inspectores del equipo de Bernal, estaban con el inspector Fragela y con el capitán Barba de la Guardia Civil comiendo en la parte trasera del furgón bocadillos de calamares y de tortilla de gambas, regados con generosos tragos de vino del país, procedente de una bota. Con sus torbellinos de polvo, el levante había eliminado toda posibilidad de encontrar huella alguna en las calles del abandonado campamento, llenas de rodadas, y no había ni el menor rastro del desaparecido sargento. La marea baja no se produciría hasta las 19.34, hora en que tenían prevista una búsqueda bajo la tablazón del muelle; con ese fin, el capitán Barba había mandado a Chiclana por cinco pares de botas de goma.
Varga, entretanto, estaba terminando su examen técnico de la caseta del sargento retirado, y su ayudante había fotografiado las huellas descubiertas en los escasos muebles, que en ese momento aparecían cubiertos del polvillo gris que previamente les habían aplicado con un pequeño fuelle.
Con la mirada puesta en las ruinas del castillo de la isla de Sancti Petri, Miranda interrogó a Fragela sobre la torre visible en el extremo sur.
– Es un faro, inspector; uno de los muchos que jalonan la costa desde el cabo de San Vicente hasta Tarifa. Emite, a intervalos de dieciséis segundos, una luz blanca con un alcance de hasta doce millas marítimas. Lo revisa periódicamente un equipo que los guardafaros envían en lancha.
– ¿Sabe usted si vive alguien en la isla? -preguntó Miranda.
– No; actualmente, nadie. El castillo lo construyeron, al parecer, en el siglo dieciocho, para proteger la entrada del canal. Según dicen por aquí, se edificó sobre las ruinas del templo de Hércules Tirio, donde se levantaba una de las grandes columnas. La antigua historia oficial de Cádiz asegura que la otra estaba al oeste de la ciudad, cerca de La Caleta, donde hoy se encuentra el fuerte de Santa Catalina. Según los historiadores romanos y árabes, la columna de aquí estaba coronada por una enorme estatua de oro que representaba a Hércules con una maza en una mano y un manojo de llaves en la otra y, a sus pies, la inscripción Non plus ultra. La isla se llamaba, por aquel entonces, Heracleum.
– ¿Y cómo acabó con el nombre de Sancti Petri? -quiso saber Miranda.
– Dicen que por las llaves que la estatua de Hércules tenía en la mano. Una orden religiosa que se estableció en las ruinas del templo pagano le identificó con San Pedro.
– ¿Y cuándo derruyeron las columnas? -preguntó Lista.
– Aseguran que en el tiempo de las incursiones vikingas por estas costas. Habían servido de hitos por los que se orientaban sus naves.
– Veo que es usted un erudito en historia local, Fragela -comentó Miranda.
– Mi esposa -sonrió él-, que este invierno me llevó a rastras a una serie de conferencias que daban en la universidad.
Varga, que acababa de llegar, rechazó cortésmente el bocadillo que quedaba, consistente en una gran cuña de tortilla apresada en un cuarto de barra de las llamadas «pistolas».
– Creo que la marea ha bajado ya lo bastante para ponernos en marcha -le dijo a Miranda-. El barro de la orilla ya no tiene agua.
Después de calzarse las altas botas de goma, que les llegaban a los muslos, inspectores de policía y guardias civiles se encaminaron a la playita de arena gris que se extendía al este del embarcadero, dispuestos a alcanzar la tablazón inferior. El sol parecía ponerse tras las veloces nubes de un blanco sucio, y Varga marchó en cabeza empuñando una potente linterna cuyo haz enfocó hacia la primera fila de pilares, los más próximos al agua barrosa del canal.
– En éstos no hay nada -gritó a los otros según avanzaba hacia la segunda hilera, donde la luz natural penetraba en proporción mucho menor.
La concienzuda búsqueda se revelaba, una vez más, infructuosa, hasta que al internarse en la tercera y última fila de podridos postes de madera, festoneados de algas y cubiertos de lapas y de bígaros, el pequeño equipo tropezó con un macabro espectáculo. De uno de los altos travesaños pendía un cadáver cuyos pies, enfundados en recias botas, aparecían recogidos hacia atrás a más de un metro del arenoso fondo, y con la ropa rezumando agua en un lento chorreo. Como la soga ascendía desde el cuello hasta una elevada viga, donde invertía su trayectoria hasta los tobillos del muerto, que amarraba fuertemente, el cuerpo se balanceaba hacia delante en un agudo ángulo. Torcida grotescamente a la izquierda, la cabeza tapaba en parte el nudo del grueso lazo ceñido al cuello, y los ojos, desorbitados, contribuían a formar una mueca espantosa en el rostro del cadáver.
Mientras el pequeño grupo de policías contemplaba aterrado el cuadro, Varga tendió un brazo para palpar la muñeca derecha del ahorcado.
– Lleva muchas horas muerto -dijo-. Inspector, ¿quiere pedirle a mi ayudante que traiga la cámara de trípode? Propongo seguir el procedimiento habitual y dejarlo como está, a la espera de que lleguen el jefe y el doctor Peláez.
– ¿Le reconoce usted? -preguntó Miranda al capitán Barba, a todas luces muy impresionado por lo que estaba viendo.
– Sí: es Ramos, seguro. Era un excelente sargento, inspector. Mi padre sirvió a sus órdenes en Conil, allá por los años treinta. Espero que consigamos echarles el guante a los mal nacidos que le han hecho esto.
– Entonces, ¿no cree que pueda tratarse de un suicidio? -le preguntó Lista.
– ¿Suicidio? ¿Ramos? ¡De ningún modo! Era un tipo demasiado duro y bregado para ceder a esas cosas.
– Aun así, debía sentirse muy solo aquí, en Sancti Petri -apuntó Lista.
– Pero si era eso lo que le gustaba -dijo Barba-. Al morir su mujer, pidió este destino. Se dedicaba a estudiar los movimientos de las aves migratorias que se detienen en estas salinas camino de África y al regreso.
– Vi unos cuantos libros de ornitología en el estante de la caseta -confirmó Miranda.
– Decía que este lugar es ideal para observar a las aves marinas -continuó el capitán-. Era la persona menos indicada para deprimirse por el hecho de pasar en soledad la mayor parte del tiempo. Era independiente a más no poder, pero iba a Chiclana tres veces semanalmente, para jugar al tute con sus amiguetes en la parte trasera del bar Alameda. ¿No tendríamos que descolgarlo antes de que vuelva a subir la marea?
– Lo haremos a su tiempo -dijo Miranda-. Lista ha ido a cursar un mensaje al comisario Bernal por la radio del coche, y él querrá verlo todo exactamente como lo encontramos. ¿Cuánto tardará la marea alta? -le preguntó a Fragela.