Hasta llegar aquí, más de cuatro horas; y al comisario le costará unos treinta minutos el camino.
Si bien, al regresar de su entrevista con el obispo sufragáneo, Bernal se sentía un poco mejor informado acerca de la Casa de la Palma y de las extrañas actividades que allí se desarrollaban, su interlocutor no había podido aclararle nada acerca del pozo escondido en la Santa Cueva ni de las curiosas propiedades del agua que manaba de él periódicamente. El prelado le facilitó, por si le interesara consultar sobre el particular, las señas de un arqueólogo de la localidad.
En la sala de operaciones se encontró a la inspectora Elena Fernández, recién llegada. Vestía, como de costumbre con un gusto exquisito, un modelo de Courrèges de lana de tono pastel.
– Mi padre me ha traído en coche desde Sotogrande, jefe -explicó al saludarle-. Resulta agradable volver al trabajo. Allí el tiempo estaba frío y desapacible, y mi madre se pasa el día y la noche jugando al bingo con sus amigas ricas en el hotel de lujo que hay en la carretera, al pie de nuestro chalet. Demasiado aburrido para mí.
– Navarro te hará una síntesis de este caso, Elena, pero yo tengo un trabajillo para ti. ¿Te gustaría meterte en un convento por unos pocos días, la Semana Santa nada más, y averiguar qué ocurre allí?
Pese a su expresión de asombro, Elena dijo que le atraía esa nueva experiencia.
– ¿Te conoce mi mujer?
– Personalmente, no, jefe; pero hablamos una vez por teléfono, hace meses. Como conversación, no fue gran cosa -estaba claro que aquella pregunta le intrigaba.
– Te pondré al tanto de lo que hay: mi esposa está haciendo ejercidos espirituales en un convento raro que se llama la Casa de la Palma, en la calle de la Concepción, que queda en la parte vieja, y han ocurrido allí cosas extrañas. Creo que podríamos arriesgarnos a que te presentases con tu nombre, junto con una carta de recomendación del padre Anselmo, de Madrid. La carta la espero con el primer correo de mañana. Aunque no debes revelar tu ocupación a nadie en el convento, no hay inconveniente en que hables de tus padres y de tu ambiente familiar. En caso de emergencia, podrías recurrir a mi esposa, si bien confío en conseguirte un contacto entre las mujeres que visitan a diario el convento para la vigilia.
– De acuerdo, jefe, lo haré. ¿Voy a necesitar otra ropa?
– No: así das perfectamente el tipo. Esperarán que vistas bien. Te daré nuevas instrucciones mañana, antes de que te persones allí.
En ese momento llegó del hospital Mora el doctor Peláez, que traía su informe sobre la autopsia del submarinista y las fotografías de infrarrojos del tatuaje descubierto en el brazo derecho del cadáver.
– Se trata, sin duda alguna, de un bereber, Luis; y el tatuaje está en árabe, y no sé qué significa. Lo más singular son las causas de la muerte -Bernal aguzó el oído-. El paro cardíaco fue ocasionado por un haz luminoso de alta frecuencia, probablemente láser. He leído un artículo sobre lesiones producidas en laboratorios por irradiación de láser; se consideraba que el principal efecto era de sobrecalentamiento, pero ahora se ha comprobado que pueden darse cambios biológicos de otros tres tipos: fotoquímico, termoacústico y eléctrico. La lesión que nos ocupa recuerda las de tipo termoacústico, causadas por ondas de choque procedentes de un concentradísimo punto luminoso capaz de romper el tejido. Os dejo a ti y a Varga la tarea de averiguar quién dispone de armas de esa naturaleza.
– Supongo que los americanos de Rota -dijo Bernal-. Me di perfecta cuenta de que el comandante de la base callaba algo durante la entrevista que celebramos.
Navarro entró corriendo, procedente del despacho exterior.
– Un mensaje de Lista, jefe. Han encontrado al guardia civil retirado. Estaba bajo el embarcadero de Sancti Petri. Ahorcado.
– Salimos inmediatamente hacia allí -repuso Bernal-. Recoge el maletín de tus trastos, Peláez.
Los focos que habían instalado Varga y los guardias civiles sirviéndose del pequeño generador existente en el furgón de los técnicos hicieron que a su llegada, avanzado ya el crepúsculo, Bernal y Peláez encontraran el fondeadero de Sancti Petri y su tablazón inferior iluminados por una cruda luz blanca. Después de una concienzuda inspección, el comisario convocó a los demás en la caseta del sargento muerto, de modo que el patólogo y el técnico dispusieran de amplio espacio para realizar su trabajo.
– Si necesitan ayuda, nos avisarán -dijo Bernal a Miranda-. Habrá que retirar pronto el cadáver, antes de que empiece a subir la marea.
Bernal interrogó detalladamente al capitán Barba acerca de las costumbres del difunto y de su posible estado de ánimo.
– A tenor de lo que usted dice, Barba, parece muy poco probable que se quitase la vida, aunque la mayor parte de estos casos terminan resultando de suicidio. ¿Ha notado que existe un travesaño más bajo donde pudo encaramarse para lanzar la soga sobre la viga superior antes de atársela a los tobillos?
– Pero ésa parece una forma muy rara y complicada de colgarse, comisario -objetó el capitán-. Admito que son pocos los casos de ahorcamiento que he visto aquí, pero ninguno se le parecía.
– Quizá tenga razón. Sin embargo, la viga superior, la que sirvió de soporte a la soga, está demasiado alta para que pudiese alcanzarla sin ayuda de una escalera, y no he visto ninguna por aquí. No hubiera tenido más remedio para subir al travesaño, lanzar la cuerda por encima de la viga y recuperarla por el otro extremo. Hecho eso, ¿dónde podía sujetar el cabo contrario, como no fuera en sus propios tobillos?
– Quizá en el travesaño, donde se había encaramado -apuntó Lista-. Aunque puede que con eso corriera el riesgo de que la cuerda quedara floja.
– Ahí está la cosa precisamente -intervino Miranda-. O bien la caída sería demasiado poca, con lo cual no conseguía el fin deseado, o bien sería demasiada, y los pies le tocarían el suelo.
– El caso está muy en función de si la muerte se produjo por estrangulamiento, con lo cual pudo durar horas -dijo Bernal, que advirtió al momento la desazonada expresión del capitán ante sus palabras-, o fue por una rápida fractura de las vértebras cervicales y de la espina dorsal.
Volviéndose hacia Barba, le propuso que fuera a llamar a Chiclana, para saber si el juez de instrucción estaba ya en camino.
– Tendremos que darnos prisa en descolgarle, jefe -dijo Miranda.
– Será interesante ver qué descubre Varga en cuanto a las fibras de la soga -comentó Bernal-. Al menos podrá decimos en qué longitud se deslizó sobre la viga al caer el cuerpo. ¿Qué peso le darías tú?
– Era muy robusto y con una gran panza… -reflexionó Lista-. Alrededor de noventa kilos.
– ¿Y en cuánto calcularías la caída?
– Algo más de dos metros, jefe.
Bernal sacó un pequeño bolígrafo chapado en oro e hizo unos cálculos en su cuaderno. Al cabo de un momento alzó una mirada perpleja.
– Si aciertas en cuanto al peso de Ramos y la distancia de la caída -dijo-, tendría que haberse arrancado la cabeza. Me da una fuerza de golpe formidable: casi mil ochocientos kilos. Varga y Peláez comprobarán más tarde peso y distancia, claro, y buscarán la equivalencia en la tabla de caídas. Peláez nos podrá decir también si hubo fractura de vértebras por dislocación, como me parece inevitable en este caso.
Varga, que en ese momento regresaba del lugar de los hechos, preguntó a Bernal si, en vista de la inminente marea, podían descolgar el cadáver.
– He puesto señales en distintos puntos de la soga, jefe, y hemos fotografiado los nudos, que dejaremos como están. La cuerda es de cáñamo y nailon, y muy gruesa, de modo que voy a necesitar la cizalla que tengo en la furgoneta.