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Cuando cinco minutos más tarde apareció el jeep color caqui en que viajaban dos guardias civiles de la Vigilancia de Costas, seguido poco más tarde por un Seat, 131 que, conducido por un chófer, traía al comandante, los que habían llegado en busca de comida gratis desaparecieron como por arte de magia entre las sombras del rápido crepúsculo, llevándose su mal adquirida carga, camino de las míseras callejas que se abrían detrás del Campo del Sur, mientras que los dos marineros, los tripulantes de las barcas y cierto número de curiosos asistían a la inspección oficial del cadáver.

– Llame a la Comandancia por la radio del jeep -dijo el superior a uno de los guardias civiles- y que envíen al forense y al juez de instrucción. Y que manden también el furgón del depósito. A ver si podemos trasladar el cadáver antes de que cierre la noche.

Luis Bernal permanecía nerviosamente en pie junto a su pequeña maleta bajo la alta bóveda de hierro forjado de la estación de Atocha, no lejos del letrero anunciador del tren nocturno de Sevilla, Huelva y Cádiz, que salía a las 22.30 de la vía 5.

Echó una ansiosa ojeada a su reloj: Consuelo estaba apurando mucho el tiempo; pero como se había empeñado en que la esperase en la estación, con los billetes, en lugar de recogerla en su piso de Quevedo…

– Mi madre no te conoce, Luchi, ni sabe nada de lo nuestro. Y a su edad, no quiero darle un disgusto. Bastante preocupada está ya con lo de mi traslado por seis meses a la sucursal del banco en Gran Canaria. Y que no ha sido fácil conseguir que se fuese a vivir con mi hermano. Ya sabes lo mal que se lleva con su nuera.

De modo que él había accedido a retirar de las oficinas de la Renfe los billetes y las reservas del coche cama y reunirse con ella en Atocha.

Luis Bernal se preguntó por enésima vez si estaba procediendo acertadamente. Eugenia, su mujer, se había mostrado tan espantada como poco comprensiva cuando, tres semanas atrás, él abordó el tema de la separación.

– Pero tú has perdido el juicio, Luis. Llevamos treinta y siete años de casados y tenemos hijos mayores. ¿Cómo vamos a separarnos ahora? Por de pronto -concluyó tajante-, va en contra de Dios y de los mandamientos de la Iglesia.

Y cuando, insistiendo unos días más tarde, dejó caer él la palabra «divorcio», ella contraatacó con virulencia:

– Lo tuyo es una chaladura de viejo, Luis. No hay bobo más grande que un viejo bobo. Si todo eso va en serio, lo que tienes que hacer es venirte conmigo y hablarlo con el padre Anselmo, nuestro confesor. ¡Esas ideas locas te las ha metido a ti en la cabeza lo de la nueva democracia y todo el politiqueo de ahora!

Y de pronto, súbitamente intuitiva, agregó:

– ¿No irás a decirme, verdad, que a tu edad quieres liarte con una niña pindonga que te deje a pan pedir?

No se había atrevido a contarle a su esposa lo de sus relaciones con Consuelo Lozano, que duraban ya casi cinco años, ni lo del pisito que compartían a ratos robados en la calle Barceló. Pero estando ya Consuelo en el quinto mes de embarazo del hijo que esperaba de él, había llegado la hora de la verdad.

– ¿Y los chicos, Luis? ¿Qué van a pensar de nosotros? -fue la andanada con que le despidió Eugenia.

A Bernal le importaba poco lo que pudiera pensar su hijo mayor, Santiago, un mojigato que había vivido siempre esclavizado por la beatería de su madre; sin contar con que estaba casado, era padre a su vez y tenía otro hijo en camino. Y en cuanto a Diego, el menor, se había convertido, a sus treinta años y con las reliquias de dos carreras dispersas a su espalda -Medicina y Biológicas-, en el eterno estudiante. El pasado enero Bernal le había expedido hacia Santiago de Compostela, donde le esperaban unos estudios menos exigentes y una ciudad con menos locales nocturnos que Madrid. Con su historial, no encontraría tantos motivos de crítica en los asuntos conyugales de sus padres.

Ni siquiera a un observador imparcial le parecería demasiado chocante el que un «superpolicía» (como le llamaban los periódicos) de sesenta y un años quisiera divorciarse de su esposa santurrona con la cual no había tenido relaciones maritales en los últimos veinte años, sin que tampoco le cupiese decir que las habidas en los diecisiete anteriores le hubieran procurado placer alguno. Mejor aún comprendería el caso el observador en cuestión si tuviese noticia de la total avenencia -tanto mental como física- a que había llegado Bernal con aquella empleada de banca que, casi treinta años menor que él, rebosaba de contento ante la idea de darle nueva descendencia.

Bernal encendió nerviosamente otro Káiser y de nuevo consultó su reloj. Ya no tenían tiempo de facturar el equipaje. Consuelo iba a perder el tren: eso era un hecho. Con lo cual perdería también su pasaje del día siguiente en el barco Cádiz-Las Palmas de la Transatlántica. ¿Por qué no podía, como todo el mundo, tomar un vuelo regular de Iberia?

– No quiero correr riesgos con nuestro hijo, Luchi -le había explicado-. Además, ya sabes que no aguanto los aviones.

Aunque personalmente consideraba que diez horas de tren, más una travesía de treinta y seis, podían resultar mucho más nocivos para el niño, se guardó de exteriorizar esa inquietud. Había aprendido a no discutir con Consuelo por pequeñeces.

El caso tenía un lado bueno, pensó; le permitiría, al menos así lo esperaba, matar dos pájaros de un tiro: despedir a Consuelo en el barco y visitar a Eugenia -con miras a un último intento de conseguir que se aviniera a una separación pactada- en Cádiz, en el instituto religioso, recomendado por el archiconservador padre Anselmo, donde había ella emprendido, con su misteriosa y acostumbrada presciencia, un retiro espiritual, sin duda para rogar por el retorno de su esposo al sano juicio y a la vereda de la vida conyugal.

El desasosiego de Bernal ante la perspectiva de perder el expreso nocturno de Cádiz iba en aumento, pues la Renfe se estaba esforzando por que sus servicios salieran puntualmente, aun cuando mostrase menos empeño en lo referente a la exactitud de las llegadas. En ese momento avistó a Consuelo, radiante, que se abría paso entre el público, ya menos numeroso, bajo el reloj de la estación, de cuádruple esfera, que indicaba las 10.26. Tras ella, un maletero tiraba sudoroso de un carrito de dos ruedas cargado con cinco voluminosas maletas de piel de cerdo.

– Menos mal, Luchi, que se me ocurrió anticiparme y mandar el baúl al barco- le dijo, al tiempo que le abrazaba.

Bernal reparó por primera vez en que la inclinación de los hombros y su paso torpe empezaban a delatar su embarazo clandestino.

– Ya no alcanzamos a llevar el equipaje al furgón, Chelo. Tendré que dejártelo en el compartimento.

Le había conseguido una cama en el coche número 051, en primera clase, que iba a tener que compartir -y eso le divirtió a él- con tres monjas. Bernal, por su parte, habría de probar suerte en una litera de un compartimento de seis. Amontonado ya en lugar seguro el equipaje -causa de asombro para las religiosas que desde luego viajaban con muy poca impedimenta-, Bernal se llevó a Consuelo al vagón restaurante, a fin de tomar una cena ligera. En ese preciso momento la máquina emitió tres agudos silbidos, y el tren nocturno de Cádiz salió de la estación de Atocha.

– En mi caso va a ser repetición, Luchi: mi hermano y su mujer no me dejaron salir de su casa sin haber comido. Mi madre, aunque parece que se encuentre mal con ellos, ya había empezado a refunfuñar. No comprende, dice, que me haya avenido a ese traslado de seis meses a la sucursal de Las Palmas.

Mientras despachaban sendos cocteles de gambas, regados con una botella de Marqués de Murrieta, Bernal se refirió a los viejos tiempos anteriores a la democracia, cuando no hubiesen podido permitirse que les vieran viajar juntos.

– Luchi, ¿tú crees que Eugenia llegará a consentir en lo del divorcio? Ya sabes que si se niega, a mí no me importa.