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– Esperemos otros diez minutos, Varga. Si el juez no ha llegado entretanto, autorizaré el levantamiento.

Plantado en el umbral de la caseta, Bernal, estremecido por la fuerte brisa vespertina que soplaba del este, celebró haber llevado consigo su abrigo de pelo de camello. Formando una copa con las manos, encendió un Káiser y se puso a meditar en los dos casos que le ocupaban. Tenía la certeza de que estaban relacionados entre sí. El submarinista norteafricano no podía haber emprendido sin respaldo su desastrosa incursión en el puerto de Rota. Si en la noche del veintiuno de marzo, o en otra inmediata, penetró en la base naval por mar, como parecía lo más verosímil, forzosamente tuvo que hacerlo apoyado por un equipo. Con las defensas que hubiese llegado a nado, fuese de uno de los baños públicos de la playa de la Vieja, al oeste del puerto, fuese de la propia dársena de pescadores, pues ambas se encontraban demasiado distantes.

Ahora bien, según el contraalmirante Soto, el sonar pasivo instalado en la entrada del puerto de Rota habría detectado el paso de cualquier embarcación de casco metálico, fuese de superficie o submarina. Sólo una de madera o de fibra de vidrio tenía posibilidades de burlar aquella defensa electrónica. Aunque quizá el razonamiento de Soto fuese errado: si el submarinista formaba parte de un equipo especial de hombres rana de la Marina de un país norteafricano, sin duda habría llegado a bordo de alguna unidad naval -lo óptimo sería un pequeño submarino, pensó Bernal- que depositándole lo más cerca posible de la costa, esperase su regreso o tuviera previsto recogerle a una hora determinada. Pero el submarinista no había vuelto, lo cual podía significar que, detectada por los americanos la operación clandestina, éstos habían tomado las oportunas medidas defensivas.

¿Cuál de los tres países del Magreb podía tener interés en montar una operación semejante, y medios para realizarla? Recordó Bernal haber leído en la prensa que Marruecos, Argelia y Túnez habían celebrado en fechas recientes una cumbre con miras a una futura federación del Magreb, reunión destinada -consideraban los comentaristas- a molestar a sus vecinos, en particular a Libia, situada al este, y a Mauritania, que se encontraba al sur. En noviembre de 1975, estando Franco en su lecho de muerte, el Consejo de Regencia, enfrentado a la amenaza de la «Marcha Verde», se había apresurado a cederle el Sahara español a Marruecos, y desde entonces las relaciones existentes entre ambos países habían sido bastante cordiales a pesar de las periódicas reivindicaciones marroquíes sobre los enclaves de Ceuta y Melilla. Era notable la sincronización de esas demandas con momentos de inquietud interna de aquel país; de igual forma se había servido el Caudillo del tema de Gibraltar para distraer la atención pública cuando la situación política así lo requería.

Y bien, se preguntó Bernal, ¿qué interés podían tener los marroquíes en la base de Rota? La Unión Soviética y los países del Pacto de Varsovia sí lo tenían, y muy vivo, y el comandante norteamericano había hecho alusión a las frecuentes actividades de espionaje de aquellas potencias. Marruecos, en cambio, había firmado recientemente con los Estados Unidos un ventajoso pacto de defensa mutua: ¿qué razón, pues, podía moverle a espiar en la base conjunta que su nuevo aliado tenía al otro lado del Estrecho? Sería cuestión de tratar a fondo el asunto con Soto y con los asesores políticos de la base naval de San Fernando. Pese a todo, estaba convencido de que la muerte del submarinista significaba que las defensas de Rota habían sido vulneradas, aunque sin éxito, puesto que, por medios aún por aclarar, se había neutralizado la incursión. ¿Querría el Ministerio de Defensa español que descubriese él cuáles fueron esos medios?

Estaba luego la cuestión del guardia civil ahorcado que en esos momentos se balanceaba macabramente a corta distancia de allí. Habiendo visto ciertas enigmáticas señales luminosas cerca de la isla de Sancti Petri y reconocido parte de las letras del alfabeto Morse utilizadas, aquel hombre había transmitido el hecho a su puesto de mando. A la mañana siguiente desaparecía, y aquella tarde le encontraban ahorcado. Cuando Peláez terminase la autopsia y Varga hubiera examinado las pruebas forenses, conocería las causas de la muerte y aproximadamente a qué hora se había producido. El último contacto con Ramos se fijaba a la una y doce minutos de la madrugada anterior, hora de su comunicado. Algo le decía a Bernal que no era aquél un caso de suicidio: la hora de su observación de las misteriosas señales y la de su muerte estaban demasiado sincronizadas. ¿Habrían interceptado su mensaje de radio y tomado medidas inmediatas para silenciarle?

Consternado, Bernal se preguntaba qué habría ocurrido en aquel destartalado muelle de madera en medio de la desolada oscuridad y del fuerte viento de la noche. Miranda y sus acompañantes no habían encontrado indicio alguno de lucha ni en la caseta ni en sus alrededores. ¿Qué más habría visto Ramos que no tuviese tiempo de comunicar y que exigiera, quizá, su eliminación? Los intrusos no pensarían, claro está, que el puesto iba a quedar sin vigilancia una vez descubierta la desaparición o el aparente suicidio del guardia civil… ¿O sí lo creían posible? En tal caso, sus actividades tenían que estar relacionadas con Sancti Petri, que era, por así decirlo, la puerta trasera del arsenal de La Carraca. Sin embargo, el contraalmirante había dicho que el canal no era navegable para embarcaciones de más calado que una pequeña lancha. Y aun ese tipo de nave correría el riesgo de ser avistada canal adentro, en los puentes viarios, o por los marineros de guardia en los astilleros Bazán y en el propio arsenal de La Carraca. Por otra parte, ¿qué motivo podían tener los norteafricanos intrusos para penetrar clandestinamente en las bases españolas? ¿Comprobar sus defensas? Costaba imaginar que alguno de los países del Magreb buscase atacar las bases peninsulares españolas o dispusiera de recursos para ello.

Las meditaciones del comisario se vieron interrumpidas en ese punto por la llegada del coche oficial que traía al juez de instrucción del partido de Chiclana y del furgón del depósito de cadáveres. El capitán Barba presentó a Bernal el magistrado local, hombre de mirada viva, que habiendo escuchado un rápido resumen de lo ocurrido, leyó con gesto de solemne gravedad las credenciales libradas por el ministerio al comisario, hecho lo cual autorizó la retirada del cadáver y su traslado al depósito del hospital de Cádiz, a fin de que se procediese a la autopsia oficial.

Los guardias civiles ayudaron al equipo de Bernal a tender el cadáver en una camilla, todavía con el lazo ceñido al cuello y los tobillos amarrados, que seguidamente fue introducido en un cilindro de fibra de vidrio, que Peláez cerró.

Antes de salir hacia Cádiz, Bernal le dijo al capitán Barba:

– ¿Podría situar unos cuantos hombres que vigilen noche y día la caseta? Conviene que lleven suficiente armamento.

– Descuide, comisario. Organizaré turnos de cuatro horas. El primero pueden atenderlo los hombres que están aquí, y mandaré relevos a las once.

– Pídales que vigilen el canal y los accesos a la isla, por si apareciesen embarcaciones de cualquier tipo, y si disponen ustedes de ellos, procúreles prismáticos de infrarrojos. Que estén atentos a posibles señales desde el mar y a cualquier respuesta desde tierra. ¿Habría manera de establecer una línea de comunicación telefónica con Chiclana? Es preferible que no confíen los mensajes a la radio, por si los interceptan.

– Veré qué se puede hacer, comisario. Quizá puedan echarnos una mano los de Marina.

6 DE ABRIL, MARTES

A primera hora del Martes Santo, Bernal y Navarro se encontraban en la improvisada sala de operaciones, examinando las fotografías del tatuaje hallado en el brazo del hombre rana, a la espera de que llegase el arabista de la universidad.

– ¿A qué hora dijo que estaría aquí, Fragela? -preguntó Bernal al jefe de policía gaditano.