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– Pero la pesca no ha vuelto a ser lo que era -objetó Eusebio, el de más edad-. La mejor época fue en los años cuarenta y cincuenta, cuando escaseaba la comida y sacábamos buenos precios por las capturas. Ahora, con todos esos aparatos de sonar y todas esas redes antisubmarino, los peces se asustan, y a nosotros nos complican el entrar y salir del puerto, por no decir nada, cuando por fin hemos salido, de los condenados marroquíes.

Ese comentario les hizo volver a sus preocupaciones cotidianas. No obstante, Ángel consideró que se había hecho con una información muy interesante para Bernal.

Escudada por una talluda datilera, al lado norte del claustro principal de la Casa de la Palma, Elena Fernández se había sentado en un banco de mármol y, con un rosario entre los dedos, fingía leer un misalito de tapas de pergamino blanco. Iba acostumbrándose ya a la aspereza del hábito, e incluso apreciaba la protección que le ofrecía frente al helado asiento, donde quedaba oculta por una serie de grandes macetas de azucenas y amarilis carmesí cuyo intenso perfume la tenía algo mareada.

Rompía únicamente el silencio el argentino murmullo de una fuente en la que la estatua de un ángel sostenía ante la boca una trompeta de la cual brotaba el fino chorrillo intermitente. El suave eco del agua apenas permitía a Elena captar la atenuada voz del padre Sanandrés y de los dos oficiales, que mantenían una conversación ambulante, de modo que confió en que orientasen sus pasos hacia donde ella estaba. Distinguía claramente ambos extremos de la arcada norte del claustro, al parecer menos frecuentada por los religiosos de la casa que su lado sur, el que unía el vestíbulo principal con la capilla.

A medida que se acercaban las voces masculinas, se acurrucó en un rincón del banco, fingiéndose todavía más absorta en sus devociones. Alcanzó entonces a oír unas cuantas palabras: «… castillo de Santa Catalina… operación nocturna… lugar seguro…», y más tarde frases completas, que atribuyó al oficial de más edad, el coroneclass="underline"

– Desde luego, todo ese asunto ha sido un escándalo. El jefe de la JUJEM no tendría que haberse inmiscuido. Y la actitud de la policía fue una pura traición.

Elena captó los murmullos desaprobadores del padre Sanandrés.

– Bien, padre, encontramos que el mejor momento sería el sábado por la noche, cuando la guarnición estará menos protegida, a causa de los permisos de fin de semana.

– ¿Pero no bloquearán en seguida las carreteras? -oyó Elena que preguntaba el oficial joven.

– Naturalmente, por eso hay que engañarles permaneciendo en la ciudad por lo menos durante una semana. ¿Qué me dice, padre?

– ¿Se refiere a quedarse aquí? ¡Pero eso sería peligrosísimo! -el prior le pareció a Elena muy alarmado-. Recibimos frecuentes visitas, y tenemos hospedados a algunos seglares hasta por lo menos el próximo lunes. Entre ellos, la esposa de un comisario de Madrid.

– Pero nuestros chicos pasarían por otros dos visitantes seglares, como los demás -arguyó zalamero el coronel-. No habría problema alguno.

– Desde lo del juicio, son caras conocidas -objetó el padre Sanandrés-. Se les ha visto en la televisión, y los periódicos han publicado fotografías suyas.

– Podrían encerrarse en sus celdas durante esa semana, y luego los sacaríamos por mar.

La secreta conversación, tan fascinante para los oídos de Elena, empezó a desvanecerse cuando los tres contertulios se volvieron de espaldas al punto donde ella se encontraba medio agazapada y, para gran desencanto suyo, abandonaron el claustro en dirección al cuarto del prior. Después de consultar el reloj, decidió que disponía de tiempo para subir a su celda y redactar un breve y urgente informe para el comisario Bernal, antes de que la llamasen a la capilla para nona.

Sin que nadie lo advirtiera en apariencia, Elena llegó hasta su cuartito, entró y echó el cerrojo a la puerta tras de sí. Al abrir el armario, para sacar su maleta, tuvo la vaga impresión de que sus ropas no estaban colgadas como las había dejado. Acercándose a la cómoda, examinó los cajones donde antes había distribuido sus prendas interiores. Nuevos indicios de desorden. ¿Habrían registrado sus cosas mientras estaba en el claustro? Regresando inquieta al armario, sacó su equipaje y lo puso encima del catre. Abierta la maleta, a primera vista vacía, inspeccionó cuidadosamente el forro. Insertando una segunda llave en la base del asa, tiró entonces de las cinchas de seda cosidas al forro, y la parte central del fondo se abrió con un chasquido. Suspiró aliviada: el intruso no había dado con aquel compartimento secreto de la maleta proporcionada por Bernal, que contenía sobres y papel de cartas, una pequeña pistola Derringer, una potente linterna, un dispositivo electrónico que permitía escuchar a través de las paredes, unos prismáticos para uso nocturno, un magnetófono en miniatura y una cámara Rolleiflex tan pequeña que cabía en un puño.

Después de extraer una cuartilla y un sobre, Elena cerró el falso fondo, echó la llave y devolvió la maleta al armario. Sentada a la mesita dispuesta bajo la ventana, se sintió animada por el bullicio que llegaba de la calle a medida que las tiendas abrían sus puertas a las cinco y media, después de la siesta. Absorta en seguida en la redacción del informe, no oyó la bien engrasada mirilla que se abría por el lado del corredor ni percibió la fría observación de que era objeto.

El comisario Bernal y el inspector Lista estaban sentados en el interior del Renault 4, de color verde y sin distintivos, que habían estacionado en la parte alta y más ancha de la calle de Jesús Nazareno, desde donde podían observar el Convento de la Palma. Bernal suspiró impaciente:

– Ya no pueden tardar, Lista. El sábado las vi aquí a esta hora. Es urgente que le organicemos un contacto a Elena. La mujer en que vengo pensando, si puedo localizarla antes de que llegue a la puerta del convento, pasará inadvertida para todos.

– ¿La considera de fiar, jefe?

– Espero que lo sea. Durante el rato que hablé con ella el otro día, me dio la impresión de una mujer juiciosa, que lo será más si le ofrecemos pagarle sus servicios.

En ese mismo momento apareció a lo lejos una alta figura femenina de recia osamenta, que caminaba en dirección a ellos, procedente de la parte baja de la ciudad, y también la más humilde.

– Es ella, Lista. Baja y háblale. Le enseñas la placa y te la traes hacia el coche. Seguro que me reconocerá.

Bernal vio a Lista conversando animadamente con la corpulenta mujer, que le mostraba la botella vacía que tenía en la mano. Luego, acercándose al coche con manifiesto recelo, la mujer miró a Bernal por la abierta ventanilla.

– ¡Vaya, es usted! ¿De qué va todo esto? -vibraba en su voz el acento de la clase trabajadora barcelonesa-. Yo no he hecho nada. Porque usted es un policía, ¿eh? Ya le preguntaré a sor Serena, que nos dice quiénes son todas esas visitas de fuera. Aquella señora grande que nos mangonea a todas debe ser su esposa, ¿oi?

– Sí, todo muy exacto. Y que yo sepa no ha hecho usted nada malo. Se trata de un pequeño trabajo que quería encargarle, que es del todo legal y le será bien pagado.

La catalana mostró mayor interés, y su actitud cambió al momento.

– Bueno, ¿y por qué no empezaba por eso? ¿Qué tengo que hasert?

– En primer lugar, guardar silencio sobre esto. Ni una palabra a nadie, ¿entendido?

– Vale, se lo prometo. ¿Qué hago yo?

– Sacar del convento, sin que nadie lo vea, una carta que le entregarán de vez en cuando.

– ¿Eso es todo? ¿Cuánto me pagará?

Bernal calculó una suma ni tan alta que despertara las sospechas de la mujer, ni tan baja que la indujera a traicionarle.

– Mil pesetas por entrega.

¿A dónde hay que llevarla? Las suelas están caras, ¿sabe?

– ¿Dónde vive usted? -preguntó Bernal.

– Allí abajo, en La Viña, en la calle San Félix.

– ¿Tiene teléfono en casa?

– ¡Debe estar de broma! -rió ella estrepitosamente-. ¿De dónde va a sacar la mujer de un pescador pobre para pagar teléfono?

– Calle San Félix, ¿dice? -reflexionó Bernal en voz alta-. ¿No queda por allí el restaurante El Faro?

– Y tan: un poco más abajo, en la misma calle.

– Estupendo. Cuando tenga alguna carta para mí, vuelva a su barrio como si tal cosa al salir del convento y telefonéenos a este número desde una cabina o desde un bar del contorno -le anotó el número en un pedazo de papel-. Pregunte por el inspector Navarro. Él le dirá a qué hora debe ir al restaurante El Faro, donde le entregará la carta al inspector Lista, mi acompañante. Él le pagará entonces las mil pesetas.

– Vale, trato hecho. La carta me la dará su mujer, supongo.

– No, no lo creo. Será una joven, la señorita Fernández -le mostró una fotografía de Elena-. Cuide de que nadie la vea hablando con ella o recogiendo la nota que le dé.

– ¿Y en qué anda metida esa gente ahí dentro, eh? -preguntó a Bernal hincándole sugerentemente el codo-. No tendrán montada una casa de citas, ¿verdad? Siempre me ha parecido raro ese revoltijo de curas, monjas y obispos. Pero mi marido dice: «¿Qué se pierde por probar? Tú siempre quisiste tener chiquillos». Mi hermana quedó en estado después de beber el agua del viejo manantial, cuando aún no habían abierto el convento de ahora. O sea que, ¿por qué no intentarlo? Aunque, no crea -se encogió, resignada, de hombros-, poco bien me ha hecho hasta ahora. Claro que, con el marido en el mar todo el tiempo, mal podía hacerlo, ¿oi? -y largándole a Bernal un nuevo codazo, rió estrepitosamente-. En fin, si me da a ganar mil pesetillas de vez en cuando, yo sigo con el agua de los monjes, tenga lo que tenga -dijo. Y recordando algo, agregó-: ¿Cómo sabrá esa señorita que yo soy su cartero?

– Le pedí que esta tarde estuviera pendiente de usted -repuso Bernal.

– Conque sabía que iba a decirle que sí, ¿eh? Debí pedirle el doble.

Mientras ella se alejaba calle arriba con andar hombruno, Lista la contempló con cierto recelo.

– ¿Está seguro, jefe, de que no nos hará un pan como unas hostias yéndose de la lengua con las otras mujeres o con las monjas?

– ¿Ésa? ¡Ni hablar! -repuso Bernal con convencimiento-. Tendría que ser que el padre Sanandrés le ofreciese más, y con un poco de suerte, no se enterará de lo que nos traemos entre manos. Habiendo dinero de por medio, los catalanes no sueltan prenda. Saldrá que ni bordado, ya verás.

Al salir del bar de pescadores que daba frente al puerto de Rota, el inspector Ángel Gallardo se dirigió hacia una cabina telefónica, a fin de comunicarse con su colega Paco Navarro. Estaba todavía en eso cuando, vuelto hacia los cristales, vio un voluminoso Cadillac de matrícula árabe que se detenía a la puerta de un elegante hotel del otro lado de la plaza. Cuatro hombres de chilaba se apearon del automóvil y se encaminaron a la alfombrada escalinata que daba acceso al establecimiento.

– ¿No quería el jefe, Paco, que se siguiesen los movimientos de todos los árabes? -preguntó-. Pues bien, cuatro de ellos acaban de bajar de un cochazo delante de un hotel de cuatro estrellas de la plaza principal de aquí.

– No estará de más que te enteres de quiénes son, Ángel, y qué están haciendo ahí.

– Lástima que no disponga de un coche sin distintivo. Podría ser que se trasladasen a otro sitio.

– Si necesitas respaldo, vuelve a llamarme. Yo voy a hablar con Fragela, el inspector de aquí, a ver cómo están de coches K en Cádiz.

Ángel entró con naturalidad en el vestíbulo del hotel y se encaminó al casi desierto bar situado a la derecha de la recepción. Resolviendo que convenía mantener despejada la cabeza, pidió un San Francisco y se puso a charlar con el joven camarero. De los cuatro árabes no se veía ni rastro; probablemente habían subido a sus habitaciones.

Después de intercambiar unas cuantas bromas, en particular concernientes a las dos chicas de la recepción, Ángel se interesó, como quien no quiere la cosa, por el número de huéspedes que recibía el hotel durante la Semana Santa.

– Ya no es lo de antes -dijo el mozo-, aunque se hospedan algunos oficiales norteamericanos cuando les llega de visita la mujer. Dan unas propinas fenomenales. Para mí, que no acaban de aclararse con nuestro dinero. Casi siempre pagan en dólares.

– ¿Y los árabes? -indagó Ángel-. ¿Sueltan buenas propinas?

– Qué va, ni por equivocación. No pisan el bar. Se dice que no toman bebidas alcohólicas en público, pero que en el transbordador las compran, libres de impuestos, para su consumo -dijo el camarero, algo escandalizado-. A mí no me dan ni un duro, y a las camareras, tampoco.

– ¿Y qué hacen aquí? Porque no parecen turistas, ¿verdad? ¿Son hombres de negocios?

– Según Marifé, la de recepción, no. Marifé es la bonitilla, la que llena las fichas; y como los pasaportes vienen en árabe y ella no lo entiende, como tampoco el francés, puestos a eso, les tiene que preguntar la profesión. Dice que son peces gordos de Rabat.

– ¿Y siempre se hospedan aquí los mismos?

– No sabría decirle. A mí, con esas barbas y esos albornoces, me parecen todos iguales. Dios sabe qué harán, todo el día encerrados en la habitación.

– ¿No salen mucho?

– Sólo al casino del Puerto. Según los chóferes, son grandes jugadores, aunque por aquí no se les pierden los dirhams.

Dándose cuenta de que no podría inspeccionar ni las fichas de registro ni los pasaportes de los árabes del hotel sin romper el incógnito de que se beneficiaba, mientras que la policía local sí podía llevar a cabo una verificación de rutina, Gallardo decidió telefonear de nuevo a Navarro desde la cabina de antes, por si acaso la recepcionista del hotel intervenía la llamada.