– ¿Dónde vive usted? -preguntó Bernal.
– Allí abajo, en La Viña, en la calle San Félix.
– ¿Tiene teléfono en casa?
– ¡Debe estar de broma! -rió ella estrepitosamente-. ¿De dónde va a sacar la mujer de un pescador pobre para pagar teléfono?
– Calle San Félix, ¿dice? -reflexionó Bernal en voz alta-. ¿No queda por allí el restaurante El Faro?
– Y tan: un poco más abajo, en la misma calle.
– Estupendo. Cuando tenga alguna carta para mí, vuelva a su barrio como si tal cosa al salir del convento y telefonéenos a este número desde una cabina o desde un bar del contorno -le anotó el número en un pedazo de papel-. Pregunte por el inspector Navarro. Él le dirá a qué hora debe ir al restaurante El Faro, donde le entregará la carta al inspector Lista, mi acompañante. Él le pagará entonces las mil pesetas.
– Vale, trato hecho. La carta me la dará su mujer, supongo.
– No, no lo creo. Será una joven, la señorita Fernández -le mostró una fotografía de Elena-. Cuide de que nadie la vea hablando con ella o recogiendo la nota que le dé.
– ¿Y en qué anda metida esa gente ahí dentro, eh? -preguntó a Bernal hincándole sugerentemente el codo-. No tendrán montada una casa de citas, ¿verdad? Siempre me ha parecido raro ese revoltijo de curas, monjas y obispos. Pero mi marido dice: «¿Qué se pierde por probar? Tú siempre quisiste tener chiquillos». Mi hermana quedó en estado después de beber el agua del viejo manantial, cuando aún no habían abierto el convento de ahora. O sea que, ¿por qué no intentarlo? Aunque, no crea -se encogió, resignada, de hombros-, poco bien me ha hecho hasta ahora. Claro que, con el marido en el mar todo el tiempo, mal podía hacerlo, ¿oi? -y largándole a Bernal un nuevo codazo, rió estrepitosamente-. En fin, si me da a ganar mil pesetillas de vez en cuando, yo sigo con el agua de los monjes, tenga lo que tenga -dijo. Y recordando algo, agregó-: ¿Cómo sabrá esa señorita que yo soy su cartero?
– Le pedí que esta tarde estuviera pendiente de usted -repuso Bernal.
– Conque sabía que iba a decirle que sí, ¿eh? Debí pedirle el doble.
Mientras ella se alejaba calle arriba con andar hombruno, Lista la contempló con cierto recelo.
– ¿Está seguro, jefe, de que no nos hará un pan como unas hostias yéndose de la lengua con las otras mujeres o con las monjas?
– ¿Ésa? ¡Ni hablar! -repuso Bernal con convencimiento-. Tendría que ser que el padre Sanandrés le ofreciese más, y con un poco de suerte, no se enterará de lo que nos traemos entre manos. Habiendo dinero de por medio, los catalanes no sueltan prenda. Saldrá que ni bordado, ya verás.
Al salir del bar de pescadores que daba frente al puerto de Rota, el inspector Ángel Gallardo se dirigió hacia una cabina telefónica, a fin de comunicarse con su colega Paco Navarro. Estaba todavía en eso cuando, vuelto hacia los cristales, vio un voluminoso Cadillac de matrícula árabe que se detenía a la puerta de un elegante hotel del otro lado de la plaza. Cuatro hombres de chilaba se apearon del automóvil y se encaminaron a la alfombrada escalinata que daba acceso al establecimiento.
– ¿No quería el jefe, Paco, que se siguiesen los movimientos de todos los árabes? -preguntó-. Pues bien, cuatro de ellos acaban de bajar de un cochazo delante de un hotel de cuatro estrellas de la plaza principal de aquí.
– No estará de más que te enteres de quiénes son, Ángel, y qué están haciendo ahí.
– Lástima que no disponga de un coche sin distintivo. Podría ser que se trasladasen a otro sitio.
– Si necesitas respaldo, vuelve a llamarme. Yo voy a hablar con Fragela, el inspector de aquí, a ver cómo están de coches K en Cádiz.
Ángel entró con naturalidad en el vestíbulo del hotel y se encaminó al casi desierto bar situado a la derecha de la recepción. Resolviendo que convenía mantener despejada la cabeza, pidió un San Francisco y se puso a charlar con el joven camarero. De los cuatro árabes no se veía ni rastro; probablemente habían subido a sus habitaciones.
Después de intercambiar unas cuantas bromas, en particular concernientes a las dos chicas de la recepción, Ángel se interesó, como quien no quiere la cosa, por el número de huéspedes que recibía el hotel durante la Semana Santa.
– Ya no es lo de antes -dijo el mozo-, aunque se hospedan algunos oficiales norteamericanos cuando les llega de visita la mujer. Dan unas propinas fenomenales. Para mí, que no acaban de aclararse con nuestro dinero. Casi siempre pagan en dólares.
– ¿Y los árabes? -indagó Ángel-. ¿Sueltan buenas propinas?
– Qué va, ni por equivocación. No pisan el bar. Se dice que no toman bebidas alcohólicas en público, pero que en el transbordador las compran, libres de impuestos, para su consumo -dijo el camarero, algo escandalizado-. A mí no me dan ni un duro, y a las camareras, tampoco.
– ¿Y qué hacen aquí? Porque no parecen turistas, ¿verdad? ¿Son hombres de negocios?
– Según Marifé, la de recepción, no. Marifé es la bonitilla, la que llena las fichas; y como los pasaportes vienen en árabe y ella no lo entiende, como tampoco el francés, puestos a eso, les tiene que preguntar la profesión. Dice que son peces gordos de Rabat.
– ¿Y siempre se hospedan aquí los mismos?
– No sabría decirle. A mí, con esas barbas y esos albornoces, me parecen todos iguales. Dios sabe qué harán, todo el día encerrados en la habitación.
– ¿No salen mucho?
– Sólo al casino del Puerto. Según los chóferes, son grandes jugadores, aunque por aquí no se les pierden los dirhams.
Dándose cuenta de que no podría inspeccionar ni las fichas de registro ni los pasaportes de los árabes del hotel sin romper el incógnito de que se beneficiaba, mientras que la policía local sí podía llevar a cabo una verificación de rutina, Gallardo decidió telefonear de nuevo a Navarro desde la cabina de antes, por si acaso la recepcionista del hotel intervenía la llamada.
El comisario Bernal estaba leyendo con vivo interés el informe que Ángel Gallardo había cursado por teléfono acerca de su conversación con los pescadores.
– Habrá que entrevistarse de nuevo con el comandante de Seguridad de la base de Rota, Paco -comentó-. No sólo resulta que los norteamericanos disponen, al parecer, de un nuevo tipo de arma de neutralización de personas que funciona a base de rayos láser, sino que además, y por las trazas, ahora tienen un submarino enano del que no se ha informado a nuestra Armada. Mejor será que llames al contraalmirante Soto a San Fernando y le pidas que nos concierte una cita.
– De acuerdo, jefe; ahora le llamo. ¿Qué hago con los árabes de Ángel? Él cree que, si se desplazan de ese hotel de Rota, necesitará apoyo.
– Mira a ver qué puede conseguirnos Fragela en materia de coches K. Me temo que ese asunto resulte trabajo perdido. Según los primeros análisis de datos que ha traído Fragela, hay una apreciable afluencia de comerciantes norteafricanos que pasan por Algeciras, muchos de ellos hacia Cádiz y Jerez, en viaje de negocios, pero en su mayoría son gente de poca monta. Ese Cadillac de que habla Ángel, de matrícula marroquí, parece algo más prometedor. No perdemos nada dejando que los siga y prestándole un poco de ayuda. No se me ocurrió que pudiera tener que desplazarse. ¿Ha llegado ya algún mensaje de Elena?
– Nada todavía, jefe; pero Lista está al acecho, para establecer contacto cuando llame la catalana.
Elena Fernández se había escondido en la manga de su hábito de novicia el sobre cerrado que contenía su mensaje para Bernal, y cuando la campana llamó a vísperas, se encaminó al corredor que conducía a la capilla. Sabiendo que el comisario tenía previsto organizarle un contacto por mediación de una de las mujeres que visitaban el convento diariamente a la caída de la tarde, se rezagó, con no poca impaciencia, lejos de las puertas del oratorio.