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El padre Sanandrés le dedicó una solemne inclinación de cabeza al pasar por el claustro precediendo a la pequeña asamblea de monjes, y las monjas le pidieron entre susurros que esperase con los demás seglares y se sentara a la derecha de la nave central, detrás de las religiosas. Reparando en una mujer de envarada espalda, que vestía un hábito idéntico al suyo y tenía la nariz aguileña y la expresión altanera parecidas a las de doña Carmen Polo, señora de Meirás, comprendió que debía tratarse de Eugenia Bernal, la mujer de su jefe.

Sor Serena fue a abrir el postigo de la puerta principal, para dar paso al grupo de ruidosas mujeres que aguardaban empuñando sus vacíos recipientes de cristal.

– Vamos, un poco de respeto -vituperó la monja-. No sabemos si el agua fluirá hoy, y como no tengáis más tiento, seguramente no lo hará.

Elena escrutó ansiosamente los rostros de las recién llegadas, preguntándose cuál de ellas intentaría establecer contacto. Le inquietaba el que la inexperta aficionada lo hiciese de forma tan ostensible que llamase la atención del padre Sanandrés o de alguna de las monjas. Pero como sor Serena la mandase entrar en la capilla por delante de las asiduas visitadoras, tuvo que situarse de mala gana a la misma espalda de la que creía esposa de Bernal.

Iniciado el oficio, Elena lanzó subrepticias miradas a las mujeres que tenía detrás, pero ninguna de ellas parecía interesarse en absoluto en su persona.

Elena siguió el oficio de vísperas maquinalmente, sin apenas mirar el misal, y a medida que el padre Sanandrés atacaba las palabras finales, fue invadiéndola una sensación de desesperanza, mientras que la carta destinada a Bernal parecía quemarle la carne bajo la manga. Concluido el servicio, las mujeres congregadas a su espalda se levantaron de golpe y se encaminaron al altar. Adelantándose, estiraban el cuello detrás del padre Sanandrés, y fijaban la atenta mirada en un panel de cristal engastado en el suelo, frente al altar. Por encima de ellas descollaba muy alta una majestuosa imagen de Nuestra Señora de la Palma, de tamaño mayor que el natural, de brazos acogedoramente abiertos, pero con esa fría expresión facial, ajena a lo humano, que los imagineros andaluces suelen imponer a sus creaciones. Las dos mujeres más próximas al ara forzaron el avance, mirando, ansiosas, al oficiante.

– ¿Mana el agua, padre? ¿Tendremos milagro?

El extraño personaje de purpúreas vestiduras episcopales permanecía frente a ellas estático, desplegados los brazos y ladeada la cabeza en actitud de oración. Parece un santo de El Greco, pensó Elena. La embargaba una extraña sensación, casi como de estar presenciando un misterio pagano, que se vio acrecentada cuando una de las seglares, una mujer alta, de huesos grandes y melena color castaño, exclamó con un grito tosco:

– ¡Ahí está, chicas! Empieza a manar.

Algunas de sus compañeras empezaron a proferir voces de aliento, hasta que el padre Sanandrés, abriendo por fin los ojos, bajó la mirada.

– ¡El milagro se ha operado una vez más! -exclamó con voz sepulcral-. ¡He aquí el agua de la vida, fluyendo de la roca viva!

A una señal suya, un acólito bajó los empinados peldaños que conducían a la cueva situada bajo el altar, de donde reapareció poco más tarde, portando un gran cáliz de plata. Apiñadas con avidez a su alrededor, las mujeres destaparon sus botellas. Luego de pronunciar una bendición sobre la copa, el prior procedió a verter porciones del cristalino líquido en los recipientes que le tendían.

Aprovechando que todas las miradas se hallaban pendientes de la insólita ceremonia, Elena se escabulló del bando y encaminóse hacia la salida. Al cabo de un instante, la mujer alta se separó del apiñamiento y enfiló el pasillo con andar desenvuelto. Al igualarse, dijo con voz susurrada pero muy audible:

– ¿O sea que es usted la señorita Fernández?

Elena asintió mudamente y la siguió a paso rápido hacia el claustro.

– Tiene algo para mí, ¿verdat?

Elena le deslizó el sobre y, al hacerlo, le apretó suavemente la mano, en expresión de gracias, tras lo cual, y con la mayor discreción posible, regresó a los bancos traseros de la capilla. Nadie parecía haberse percatado de su breve ausencia.

Después de su tercera llamada a Paco Navarro, para prevenirle de que los árabes podían trasladarse al nuevo casino instalado al norte del Puerto de Santa María, Ángel, sentado en un alto taburete de un modesto bar que daba frente al hotel de los árabes, permanecía al acecho, mientras esperaba el coche K que había de procurarle el inspector Fragela: un pequeño Seat 600 de color rojo.

Mientras Gallardo vigilaba la entrada del hotel, se había presentado en la recepción un sargento de paisano, de la comisaría de Rota, con el aparente fin de someter a una comprobación rutinaria las fichas de registro de los clientes llegados con motivo de la Semana Santa. La recepcionista, que le conocía de esas revisiones periódicas, le hizo pasar al despacho del gerente y le entregó un montoncito de tarjetas blancas y, con ellas, cuatro pasaportes.

– Las fichas correspondientes a éstos no las tengo llenas todavía -le dijo-. Con los pasaportes árabes, nunca me aclaro.

Como el sargento le pidiera permiso para utilizar la fotocopiadora, la muchacha conectó la máquina y le dejó aplicado a su tarea. Siguiendo las instrucciones recibidas de Fragela, fotocopió inmediatamente los pasaportes de los cuatros huéspedes marroquíes.

Ángel, que seguía instalado en un taburete junto a la ventana del bar de enfrente, apenas dirigió una mirada al sargento de paisano cuando abandonó éste el hotel, ignorante de que aquella discreta visita iba a procurarle en breve las señas personales de los africanos sospechosos. Transcurrido casi un cuarto de hora, vio detenerse en la calle secundaria que quedaba junto al bar, el coche K, el pequeño Seat rojo. Pagó los tres cafés que había tomado, dobló su ejemplar de El País, que acababa de llegar de Madrid en el tren de la tarde, y salió. Acercándose al conductor del coche K, le mostró por la abierta ventanilla su placa de la DSE, que sujetaba desdoblada dentro del periódico. El gaditano saludó a su colega madrileño y le abrió la portezuela del lado derecho.

– No tiene esto mucha potencia, ¿no?, si tenemos que perseguir a un Cadillac -comentó Ángel al chófer de la policía gaditana, que como él, iba de niqui y vaqueros.

– Parecerá de poca potencia, pero lleva un motor trucado. Cuando nos metamos en autopista, tendrás que agarrarte a las gafas de sol -dijo, al tiempo que le tendía el sobre que le habían mandado recoger en la comisaría de Rota.

Ángel examinó las fotocopias de los pasaportes de los cuatro visitantes marroquíes, que por cierto no habían salido todavía del hotel, y se las tendió a su colega.

– Aunque las fotos han salido mal, son éstos los sospechosos. ¿Qué tal estás de francés?

– Sé un poco, porque pasé cuatro años destinado en Ceuta.

– Entonces también sabrás algo de árabe -exclamó Ángel-. Los pasaportes están en estos dos idiomas.

– Lo malo es que no lo leo -confesó el policía gaditano-: nunca conseguí descifrar esos garabatos. Pero a lo mejor me desenvuelvo con el francés.

– La profesión que dan estos dos, marchand de vins, ¿es «comerciante en vinos»?

– Sí, eso mismo.

– ¿Y no te parece una ocupación un poco rara, tratándose de musulmanes?

– Pues no sabría decirte… En Ceuta se importaba mucho vino, y los españoles de allí no se lo bebían todo.

– ¿Qué dices de éste? -preguntó Ángel, señalando la tercera fotocopia-. ¿No es piloto de las Fuerzas Aéreas marroquíes?

– Sí, exacto -confirmó el conductor-. A lo mejor es él quien ha traído a los otros en avión. Como verás, los sellos de entrada son del aeropuerto de Jerez y tienen fecha de hoy. No hay vuelos internacionales con Jerez, así que han venido en un aparato particular.