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– Y el cuarto hombre comercia, al parecer, en artículos generales -comentó Ángel-. ¿Cómo se explica que un oficial de las Fuerzas Aéreas haga de piloto de dos comerciantes en vinos y un hombre de negocios?

– A lo mejor es pariente de uno de ellos -sugirió el gaditano-. Por los nombres, desde luego, no se puede saber, debido al curioso sistema de patronímicos que usa esa gente. Se llaman «hijo de fulano», sin más, o incluso «nieto de mengano». Cuando estaba allí, llegué a pensar que todos eran familia.

En ese preciso momento advirtieron que el portero del hotel hacía señas al chófer del voluminoso Cadillac estacionado en el aparcamiento, entre las palmeras que le daban sombra, y los cuatro árabes de chilaba aparecieron bajo la marquesina de la puerta.

– En marcha -dijo Ángel-. Ya puedes ir arrancando.

El comisario Luis Bernal leía con expresión grave el primer y breve mensaje de Elena Fernández, sacado subrepticiamente del convento.

– ¿Quieres llamar a Fragela, Paco? -pidió a Navarro-. Quizá pueda él aclarar un poco este asunto.

Mientras aguardaba la llegada del inspector local, y estudiando el gran plano mural de la ciudad, Bernal advirtió que el castillo de Santa Catalina formaba una estrella de cinco puntas, tres de las cuales sobresalían de un pequeño promontorio situado al oeste de la ciudad vieja, junto a los desiertos baños de La Caleta, y a no más de medio kilómetro, o entre siete y ocho travesías, del Convento de la Palma.

Cuando llegó Fragela, Bernal les invitó a él y a Navarro a acompañarle a su despachito interior, cuya puerta cerró.

– Vamos a ver, Fragela; cuéntenos lo que sepa sobre la guarnición del castillo de Santa Catalina. ¿Es numerosa?

– Ni mucho menos. Diez oficiales y treinta y cinco hombres, como máximo. La mayor parte de la guarnición militar se aloja en los antiguos cuarteles en la calle del Doctor Gómez Ulla, frente al Parque Genovés -y señaló en el mapa mural los edificios en cuestión.

– ¿Y quién está preso ahí, en el castillo, quiero decir? -preguntó Bernal.

– Dos de los oficiales convictos en el consejo de guerra por la abortada intentona militar del año pasado. Pero, como comprenderá, se trata de información reservada. El ministerio ha repartido a los sentenciados por las distintas regiones militares, y los va trasladando de una a otra periódicamente.

– Para impedir nuevas conjuras, supongo -comentó Bernal-. No estará de más, Fragela, que lea este informe que acabamos de recibir de la agente que tenemos situada en el Convento de la Palma. Como verá, sorprendió la conversación de dos oficiales, un coronel y un capitán, que al parecer proyectan un asalto al castillo de Santa Catalina el sábado por la noche. Los conspiradores, que se proponen liberar a esos prisioneros, le proponían al padre Sanandrés usar el convento como casa franca.

El inspector Fragela leyó con detenimiento el informe.

– No lo tendrían fácil -comentó escéptico-. El fuerte tiene una sola puerta de acceso, y las almenas están guardadas día y noche por centinelas armados. Y por mar no pueden intentarlo de ninguna manera: cualquier embarcación que usasen acabaría destrozada contra los escollos, que son formaciones de conchas fosilizadas y caliza.

– Pero cuentan con que el sábado por la noche, con el comienzo de los actos de Semana Santa, la guarnición estará ligera de hombres, y en todo caso pueden tener cómplices en el interior. Si consiguieran sacar a los presos, ¿cuál sería su mejor ruta de escape?

Bernal volvió frente al plano mural, acompañado por Fragela y Navarro.

– Si no se declarara la alarma inmediatamente -dijo Fragela-, tendrían buenas posibilidades, yendo en coche, de seguir el Campo del Sur hasta la Puerta de Tierra, y desde allí, por esta ancha avenida, hacia la vía Augusta Julia, o hacia el puente José León de Carranza, para cruzar la bahía. Pero si recibiéramos aviso rápidamente, podríamos poner en marcha el plan previsto para estos casos, consistente en interceptar los accesos a este lado de la Puerta de Tierra, con lo cual quedan virtualmente cerradas las salidas de la ciudad vieja, y situar otro control en este lado de La Cortadura, que equivale a aislar a Cádiz-2 de la bahía. Pero la operación nos llevaría probablemente unos cinco o diez minutos.

Conociendo la velocidad con que solían moverse los andaluces, se preguntó Bernal si los cálculos de Fragela no pecarían de cierto optimismo.

– Así pues, la idea de llevar a los excarcelados a una casa franca cercana no es tan mala, después de todo, ¿no? -tanteó-. En especial si mantienen allí a los evadidos durante cosa de una semana, a la espera de que se hayan aquietado los ánimos.

Fragela reconoció que el plan podía dar muy buenos resultados.

– El único riesgo está en que les viesen entrar en el convento.

– Pero los vecinos de esa calle están acostumbrados a las idas y venidas de los oficiales que lo visitan. Y la ciudad estará en fiestas esa noche -dijo Bernal. Tras un momento de reflexión, añadió-: Quiero que indague de forma discreta la identidad del coronel y el capitán que visitan al padre Sanandrés. Yo entretanto hablaré con el Ministerio de Defensa por el teléfono con selector de frecuencias.

El sol poniente teñía de rojo sangre las aguas de la bahía de Cádiz en tanto Ángel Gallardo y el chófer de paisano, en su Seat 600 rojo, seguían a discreta distancia, por la comarcal que sale de Rota hacia el este, el Cadillac de matrícula marroquí. En las estrechas calles del Puerto de Santa María se vieron retenidos a causa de una procesión: la de la Cofradía de María Santísima del Desconsuelo, cuya Virgen, de cerosos rasgos e impasible mirada fija en el infinito, avanzaba cabeceante, bañada en el fulgor amarillo de sus cirios de talladas pantallas de cristal, sobre la plataforma espesamente alfombrada de claveles rojos y blancos, impelida su enorme carga por los costaleros penitentes bajo el rápido avance de las sombras.

Cuando el Cadillac, que había conseguido escabullirse por travesías secundarias, entró en la anchurosa Nacional VI, bordeada por las famosas bodegas de Terry y las de otros exportadores de vino, el chófer moro pisó el acelerador, con lo que el resplandeciente turismo casi se perdió de vista.

– Como no le des un poco de caña a tu famoso motor trucado -le dijo Ángel a su acompañante-, los perdemos.

En cuanto entraron en la serie de cerradas curvas que forma la Nacional VI entre las colinas, al este del Puerto, el pequeño Seat empezó a acortar distancias, y al cabo de cinco kilómetros alcanzaron la bien señalizada variante que da acceso al nuevo casino, producto, como todos los demás, de la liberalización posfranquista.

– Acorta un poco -pidió Ángel-; no es cuestión de entrar en el establecimiento pegados al trasero de ellos.

La pequeña carretera serpeaba un corto trecho entre altozanos con vistas a la bahía ya en sombras, hasta que repentinamente divisaron el iluminadísimo edificio de dos plantas que, metido en un hondón y con sus enjalbegados muros, era la viva estampa de un dar tetuaní. Sus sencillos arcos, de verdes celosías, que cubrían en ambas plantas su fachada desprovista de auténticas ventanas, le daban, en efecto, el aire de una mansión árabe.

Habiendo estacionado el coche K, los dos policías entraron en el vestíbulo, donde las arcadas se repetían en constante motivo decorativo de audaces colores primarios en tomo a una escalera central, de caracol, adornada en su hueco axial por lo que parecía ser un olivo seco.

– ¿Crees que nos dejarán entrar con este trapío? -le preguntó Ángel al gaditano.

– No siendo noche de gala, por supuesto. A los turistas no les exigen chaqueta y corbata. ¿Pero no sería mejor que hablases con el jefe de seguridad? Es un antiguo policía.

Ángel echó un vistazo a la cola de los que sacaban entrada. Ni rastro de los cuatro marroquíes. Reparó en los precios de los billetes: cuatrocientas pesetas por una sola visita; dos mil por el abono semanal, cuatro mil por el mensual y diez mil por todo el año. Pensando en lo rápidamente que habían entrado los moros, dedujo que tenían abonos.