El recepcionista dedicó a ambos policías una mirada de supremo desdén, a todas luces disconforme con su atuendo.
– El jefe de seguridad vendrá en seguida. ¿Quieren pasar por aquí, por favor? -y les mostró el camino hacia un cuarto situado a la derecha del acceso a la sala de juego.
Ángel se sentó en la mesa que había en mitad de la habitación y encendió un Marlboro. Un momento más tarde aparecía el responsable de la seguridad, de chaqueta negra y pantalones a rayas.
– ¿El inspector Gallardo? -preguntó con cierto titubeo.
– Soy yo -dijo Ángel, al tiempo que le mostraba la plateada placa, de grueso relieve y funda de cuero-. Éste es el sargento Pérez, de Cádiz.
– ¿En qué puedo servirle, inspector?
– Tenemos discretamente vigilados a cuatro marroquíes que acaban de entrar en el casino. Aquí tiene las fotocopias de sus pasaportes. ¿Querría consultar el archivo y decirme con qué frecuencia les visitan?
– Desde luego, inspector. Con el ordenador, tendremos la información en unos minutos. ¿Esperarán aquí?
– Preferiríamos esperar en la sala, para ver qué hacen.
– Síganme por aquí. En seguida les traeré los datos.
– Mejor será que nos veamos en el bar, dentro de diez minutos -repuso Ángel.
Le impresionaron el tamaño y la elegancia de la sala de juego principal, con sus hileras de mesas de ruleta francesa y americana y, a los extremos, las pequeñas consolas para el black-jack. También allí se insistía en los paneles de colores primarios y en el motivo decorativo de los arcos simples. Dado lo temprano de la hora, sólo cuatro mesas de ruleta estaban abiertas, pero la despierta mirada de Ángel reparó en una serie de señoras de aspecto acomodado, maduras pero bien conservadas, que jugando simultáneamente en dos o tres máquinas tragaperras, no prestaban atención alguna al juego de las danzantes ruedecillas ni se dignaban tan siquiera ocuparse de sus ganancias, más fija su atención en los jóvenes que más prometían de entre los presentes en la sala. Con su entrada, él y el sargento habían causado cierto revuelo entre aquellas aburridas frecuentadoras de la sala de juego.
Por cubrir las apariencias, Ángel se acercó a la más próxima mesa de ruleta y entregó al croupier un billete de cinco mil pesetas, para que se lo cambiase por fichas. Aunque vio a un par de árabes de albornoz blanco, al fondo de la sala, en las mesas donde las apuestas mínimas eran más altas, se daba cuenta de que no le convenía demostrar demasiado su interés. Él y su acompañante empezaron a apostar, el sargento a base de fichas de a cien pesetas, a rojo o a negro, y él, como la mayoría de los jugadores, a plenos elegidos al azar. Cuando, pasados cerca de diez minutos, Pérez había gastado ya todas sus fichas, Ángel le hizo una seña y, recogiendo sus considerables ganancias, lanzó una propina al croupier, que rastrillándola hábilmente, la metió en la caja de las gratificaciones, instalada en una esquina de la mesa.
Camino del bar, vieron que los dos árabes seguían junto a la mesa de boule.
– ¿Estás seguro de que son de los nuestros? -preguntó Ángel-. A mí todos me parecen iguales.
Pidió una cerveza Skol y pagó con dos fichas de sus ganancias. El jefe de seguridad apareció en una puerta lateral, y como le hiciera una seña, Ángel se le acercó con naturalidad, llevando consigo el vaso.
– Aquí están las fichas de asistencia de dos de sus marroquíes, que tienen abono anual. Como verá, son clientes muy estimados. El piloto y el otro no habían estado aquí con anterioridad. A los dos primeros el director suele invitarlos a la sala privada, donde no hay límite ni de apuestas ni de ganancias, y pueden jugar al chemin de fer, que es su juego favorito. Lo había en la sala principal, pero lo retiramos hace poco, porque traía más problemas que ganancias.
– ¿Y es ahí donde están ahora -quiso saber Ángel-, en la sala privada?
– Sí, y los otros dos se reunirán con ellos después de haber echado un vistazo por aquí abajo, aunque no creemos que sean jugadores serios.
– ¿Habría manera de que observásemos la sala privada sin ser vistos?
– Tendré que consultar con el director -respondió el jefe de seguridad, vacilando.
– A ver si me lo consigue -pidió Ángel-. Le espero en el bar.
Gallardo encontró allí al sargento Pérez, a quien puso al tanto de la situación. Minutos más tarde les invitaron, con una nueva seña, a cruzar la puerta de antes, donde encontraron a la impresionante persona del director, de chaqué y corbata blanca.
– Tengo entendido, inspector, que se trata de un asunto de la mayor importancia.
– Cuestión de seguridad estatal -repuso Ángel con firmeza.
– En tal caso le llevaré a un punto de observación, en la confianza de que no le dirá a nadie que existe ese lugar.
– Sólo a mi superior, el comisario Bernal.
– Perfectamente. Síganme.
Precedidos por su guía, Ángel y el sargento salvaron un corto tramo de escaleras y se internaron en un corredor de techo muy bajo, donde se percibía clarísimamente el zumbido de los climatizadores. El director les hizo entrar en un cuartito y se llevó un dedo a los labios.
– Ahora, cuidado con hacer ruido.
Apretó un botón y en el suelo se descorrió un panel que permitía ver desde arriba a los croupiers y jugadores congregados en la salle privée. Vio Ángel que además de los dos marroquíes había otros tres jugadores, éstos con el uniforme blanco de la Marina estadounidense.
– ¿Quiénes son los otros tres? -le susurró al director.
– Oficiales de la base de Rota -bisbiseó aquél-. Haré que le traigan copias de sus documentos de identidad.
– ¿Puede oírse la conversación?
– Apretando este pulsador. Hay micrófonos debajo de la mesa de juego. Si le interesa grabar algo, el jefe de seguridad le indicará cómo.
– ¿Todo el casino tiene instalaciones como ésta? -preguntó Ángel, curioso.
– Sólo en la medida necesaria para garantizar nuestra seguridad y la de los clientes.
El comisario Bernal no consiguió dormir más que a ratos en su confortable cama del Hotel de Francia y París: no dejaba de darle vueltas a la decisión del Ministerio de Defensa de no intervenir en la conjura para la liberación de los tres militares recluidos en el castillo de Santa Catalina. Sus únicas medidas serían reforzar la guardia el sábado por la tarde y vigilar estrechamente a los conspiradores, una vez conocida su identidad. Aunque la decisión le parecía arriesgada, Bernal no dejaba de reconocer la conveniencia de dejar, antes de lanzarse sobre ellos, que los propios confabulados se comprometieran. Pero la causa de su preocupación y de su inquieto insomnio era la posibilidad de que existiese una relación entre aquel complot de política interna y la muerte del submarinista y del antiguo guardia civil ahorcado en Sancti Petri, aun cuando él no viera vinculaciones obvias. Por otra parte, ¿qué conexiones reales había conseguido establecer entre ambos asesinatos, prescindiendo de las enigmáticas señales luminosas y del submarino enano y las demás embarcaciones que habían desaparecido de la pantalla de radar? Una sola palabra: Melkart, o Melqart, o incluso Melkhart, presente en el tatuaje del submarinista muerto y en el mensaje en Morse de que diera cuenta el vigilante de costas poco antes de ser eliminado. Era indispensable que averiguara su significado, pues aquella palabra constituía su único punto de partida.
Estaba adormeciéndose por fin, cuando el teléfono de la mesilla sonó con agudo timbrazo. Se incorporó en la cama, encendió el aplique que había sobre ella en la pared y mientras se llevaba el auricular al oído, encendió un Káiser.