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– Aquí Bernal. ¿Diga? ¿Soto? ¿Qué hora es? ¿Las dos menos veinte? ¿Qué ocurre? -y escuchó con creciente atención-. ¿Y luego desapareció de la pantalla de radar, como la última vez? ¿Qué decía el mensaje radiado? -tomando un cuaderno, anotó el texto que el contraalmirante le dictaba-. Melkart a Eritrea: Cita en bahía Ballena a las 23-30 horas del diez. Confirmen con señal luminosa previa al desembarco.

Tras consultar su agenda, Bernal comentó:

– El diez de abril es el próximo sábado, Soto. ¿Dónde está Bahía Ballena? ¿Que no aparece en el mapa ningún lugar con ese nombre? Pues será cosa de que sus chicos del Servicio Secreto rebusquen con paciencia en los índices geográficos. Muy bien, Soto. Nos veremos por la mañana, a eso de las ocho y media, y seguidamente nos iremos a visitar otra vez al comandante norteamericano. Hasta mañana.

Bernal se quedó despierto en la cama, dándole vueltas a aquel último texto interceptado. Echó mano de un mapa plegable de la Costa de la Luz. Aparecían en él numerosas bahías y calas, pero ninguna cuyo nombre tuviese que ver con ballenas. Consultó nuevamente su libreta. El diez, Sábado Santo, era precisamente la fecha prevista por los militares para sacar a los dos presos del fuerte de Santa Catalina. ¿Habría en definitiva entre ambos casos una relación que se le escapaba? Mientras lo cavilaba febrilmente, se despidió de dormir ya aquella noche. El remedio era sólo uno: echarse al coleto un libro tediosamente técnico, hasta que la pesadez del texto le rindiese. Siempre había encontrado en aquellos volúmenes, con su carga de información inútil, mejor cura contra el insomnio que en ningún somnífero, y tal era el efecto que normalmente conseguía con su colección de obras referentes a la antigua historia de Madrid. Tomó pues el abultado tomo de la Historia de Cádiz y su provincia, de Adolfo de Castro, publicada en 1858, y se lo asentó en el abdomen, distendido sobre el descompuesto estómago. Pronto se quedó atascado en una prolija disquisición a propósito de los distintos nombres que los clásicos habían dado a las tres islas principales que comprendieran antaño Cádiz y San Fernando, y en los intentos de don Adolfo, un tanto oscuros, de vincular las arcaicas referencias con la realidad geográfica actual.

A punto ya de adormecerse, se le vino a los ojos la palabra Eritrea, nombre en otro tiempo de Cádiz. ¿Dónde había oído aquello, y hacía poco? Su cansado cerebro se dio por vencido, y Bernal se abandonó por fin al sueño.

A las dos de la madrugada Ángel Gallardo salía no poco satisfecho del casino: llevaba en el bolsillo una cinta con la breve pero vehemente conversación que los visitantes marroquíes habían mantenido en inglés con los tres oficiales de Marina americanos. Junto al tapete verde de la salle privée, era poco lo que se había hablado: justo lo que el juego requería. Ángel observó que todos los presentes consumían generosas cantidades de Glenmorangie, un whisky de malta de diez años, y que las apuestas, a juzgar por los fajos de dólares que los jugadores canjeaban de vez en cuando por fichas, eran enormes. Pero cuando sirvieron la espléndida cena fría, se interrumpió el juego, y en ese momento se inició la conversación particular. Había sido una suerte que el sistema de vigilancia del casino fuese tan eficaz.

Provistos por los camareros de platos donde se amontonaban la langosta, los cangrejos y diversos mariscos, los componentes del grupito se retiraron a una espaciosa mesa de superficie de cristal, adornada con un haz de secas ramas de avellano en torno a una lámpara ultramoderna, que contenía un micrófono, y Ángel grabó cuanto allí se dijo. La única dificultad estaba en que ni él ni su acompañante, el sargento de paisano, sabían bastante inglés para seguir la conversación, pese a lo cual Ángel captó una serie de nombres y lugares: Alhucemas, Ceuta, Melilla y, aunque no estaba seguro, tal vez «Melkart». ¿No le había pedido Bernal que mantuviese atentos los oídos ante la posible aparición de esa misteriosa palabra o nombre en clave?

Al regresar los jugadores junto al tapete, el jefe de seguridad les había servido a él y a su compañero unos excelentes emparedados que regaron con cerveza, y así abordaron una nueva y tediosa espera.

Era más de la una y media cuando, habiendo cesado abajo, en el cabaret, los ecos de la voz extrañamente aguda de La Penca en su último chotis, los jugadores recogieron sus fichas y abandonaron la sala privada. Sentados en el interior del pequeño Seat junto a la salida del estacionamiento, Ángel y su acompañante vieron avanzar el resplandeciente Cadillac hasta el pie del pórtico del casino. También repararon en el automóvil de la Marina estadounidense, estacionado, con su chófer al volante, bajo una palmera. Ángel anotó el número de la matrícula, sin duda correspondiente a los transportes navales estadounidenses para la oficialidad. Afortunadamente había conseguido copias de las fichas de registro del casino. A buen seguro Bernal querría que los Servicios de Información de la Marina investigasen la identidad de los tres interesados.

7 DE ABRIL, MIÉRCOLES

Bernal había salido de su hotel a las ocho menos cuarto de la mañana, en compañía de Lista, a fin de reunirse con Navarro en la sala de operaciones antes de acudir a la cita que tenía con el contraalmirante en San Fernando. Aunque le dio tiempo de escuchar la grabación enviada por Ángel Gallardo, la comprendió todavía menos que su joven inspector. Necesitaban con urgencia una traducción completa.

En la Capitanía General, en San Fernando, y después de recibirle con su habitual afabilidad, Soto le puso al tanto de los acontecimientos de la noche anterior.

– Aunque esta vez no hubo ninguna señal luminosa, comisario, en las pantallas de radar se han registrado unos misteriosos movimientos entre el cabo Trafalgar y la isla de Sancti Petri. Como aquello no estaba justificado, mandé hacia allí a dos patrulleras, pero no han visto nada. Y luego interceptamos el mensaje de radio, el que le leí por teléfono.

– ¿Hubo respuesta a ese mensaje?

– No, y eso es lo extraño. La transmisión de Melkart se repitió dos veces, y luego, silencio. Es posible que los destinatarios contestasen utilizando una frecuencia que nuestros radionavegantes no consiguieron localizar, aunque lo intentaron.

– ¿Qué significa «Eritrea» para usted?

– Nada, como «Melkart».

– Bien, yo he encontrado, algo es algo, una referencia a Eritrea en la historia de Cádiz de Alfonso de Castro. En la página trece. Le he traído una fotocopia. Como verá, no es mucho lo que he avanzado en esa pesada lectura, pero le he dejado el libro a Navarro, para que mis inspectores lo revisen y vean si también sale «Melkart».

– ¿Y qué significa «Eritrea», comisario?

– Como podrá comprobar, se considera un antiguo nombre de la isla donde construyeron la primitiva Cádiz.

– Así pues, ¿cree que han sacado de la historia antigua esos nombres cifrados?

– Es posible, aunque me parecería un gran descuido por parte de ellos, porque una vez descifrado el primero, se pueden conseguir todos los demás. Un sistema bobo y completamente caído en desuso. Advertiría usted que la fecha que cita el mensaje es el próximo sábado, día diez. Pues bien, una agente que tengo en Cádiz ha descubierto una operación prevista para esa misma noche, en el fuerte militar de Santa Catalina. Le he traído copia del informe. Y también quiero advertirle que lo he hecho llegar a la JUJEM, en Madrid, que está tomando ciertas medidas al respecto.