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Soto, preocupado, leyó el informe de Elena.

– El problema que se nos plantea, contraalmirante, es el siguiente -continuó Bernal-: ¿existe alguna relación entre el complot de Santa Catalina y el caso Melkart? Este último, indudablemente, tiene que ver con el submarinista muerto y con el asesinato del sargento de la Guardia Civil.

– A primera vista parece improbable. El caso Melkart ha sido enteramente naval hasta ahora, mientras que este otro asunto -Soto blandió el informe de Elena-, por las trazas, está relacionado con el ejército, quizá con oficiales disidentes, de esos que aún tienen cuentas por saldar.

– Hemos de hablar otra vez con los americanos y obligarles a poner las cartas sobre la mesa -dijo Bernal, no sin energía-. Acabo de leer en la jefatura de Cádiz el informe cursado por el agente que tengo en Rota, que siguió hasta el casino del Puerto a unos visitantes marroquíes que se reunieron allí, en una sala privada, con tres oficiales de la Marina estadounidense. Lo que más me interesa es cierta grabación de lo que hablaron. La he estado escuchando, pero no la comprendo. ¿Cuentan aquí con algún intérprete que la pueda traducir?

– Sí, daré instrucciones inmediatamente.

– Estupendo. Aunque eso no se lo vamos a decir de momento al comandante americano, tengo fotocopias de la documentación de esos tres oficiales de la Marina estadounidense. Podríamos preguntarle a Weintraub qué función desempeñan en Rota. Si no otra cosa, nos dará una base de negociación.

El tiempo iba mejorando cuando, saliendo de Capitanía, tomaron la Nacional VI en dirección a Rota: ya no soplaba el levante, y el sol calentaba. Al salir del Puerto de Santa María por la comarcal, Bernal se quedó asombrado al ver la cantidad de flores que habían surgido como por arte de magia al borde de los campos, entre las piedras, y en los viñedos. El Super Mirafiori se detuvo suavemente a la puerta de la base naval, donde los guardias de ambas Marinas examinaron los pases de los visitantes. El coche se puso en marcha de nuevo y les dejó frente al edificio de Seguridad.

El comandante Weintraub les recibió debidamente uniformado en esa ocasión; le acompañaban dos ayudantes y el mismo intérprete de la primera visita. Soto dejó que hablase el comisario, el cual pasó directamente a la ofensiva.

– Creo que el otro día no acabó usted de ser franco con nosotros, comandante, y nos hemos visto obligados a descubrir cosas por el camino menos fácil. Aunque es posible que en aquel momento no dispusiera usted de la información que nos interesaba, lo cierto es que han surgido novedades y ahora tenemos otra muerte por esclarecer: la de un sargento de la Guardia Civil asesinado en Sancti Petri, hecho que de momento hemos callado a la prensa.

El comandante, que fue poniéndose serio según escuchaba la traducción, se dignó quitarse el mojado puro de la boca, para decir cuánto lamentaba aquella desgracia, si bien no veía en qué forma podía ayudarle al comisario la Marina de los Estados Unidos.

– Dejándonos examinar sus armas secretas de contraofensiva -replicó Bernal-. En particular la que funciona a base de rayos láser.

Traducido eso, Weintraub miró con cierto desaliento a sus ayudantes.

– Bien, comisario, es posible que exista ese tipo de armas, pero ¿qué le hace pensar que dispongamos aquí de ellas?

– El informe de mi forense sobre la autopsia del submarinista. No deja duda al respecto, y nuestra Marina no dispone de armas de ese tipo.

– No negaré que se hayan entregado armas contraofensivas de esas características a nuestros hombres, con fines de adiestramiento, pero no se han empleado en acción, comisario.

Bernal escuchó con aire solemne la versión que daba el intérprete de las palabras de Weintraub.

– Se usó una, en la persona del hombre rana identificado, y le causó la muerte -repuso con firmeza-. Estoy seguro de que su oficial de mando debe tener constancia de ese incidente, ocurrido hace casi dos semanas.

– No tengo autoridad para tratar ese asunto con usted, comisario -contestó el comandante.

Como le pareció advertir menos seguridad en su tono, Bernal decidió presionar a su oponente.

– De ser ése el caso, tendré que pedir a Madrid que evacúe la consulta sobre esta cuestión a un nivel mucho más alto.

El comandante palideció ante esa réplica.

– Alto el carro, comisario, alto el carro. En primer lugar, no reconocemos que se haya producido incidente alguno en relación con el empleo de esa nueva arma contraofensiva.

Como al oír esa traducción Bernal hiciera ademán de levantarse y marcharse, Weintraub le pidió con una seña que volviese a su asiento.

– Es posible, sin embargo -añadió entonces-, que ocurriese un accidente en el curso de un ejercicio secreto de entrenamiento que se efectuó la noche del veintiuno de marzo, de resultas del cual un desconocido pudo recibir heridas graves. Ninguno de nuestros hombres resultó lesionado ni ha desaparecido. Y tanto la Marina como el Gobierno de los Estados Unidos rechazan toda responsabilidad en relación con este asunto.

Bernal se dio cuenta de que el comandante había leído la primera parte de una declaración preparada exprofeso.

– ¿Podría proporcionarnos una copia de ese documento, comandante? -preguntó-. Sólo a efectos oficiales, ya me entiende.

Weintraub consultó con la mirada a sus ayudantes.

– De acuerdo, comisario. Se lo tenemos traducido al español.

Bernal cambió una mirada con Soto: o sea que los americanos tenían previsto que las cosas llegaran a eso… Bien, por lo menos tendría algo que enviar a Madrid en relación con el submarinista muerto.

Como dando por concluido el aspecto formal de la reunión, el comandante se puso en pie, encendió un nuevo puro e indicó con un ademán una bandeja con botellas de bourbon y agua de seltz.

– Una última cosa -dijo Bernal en tono suave-. Quisiéramos información sobre cierto tipo de submarino de bolsillo que ha sido visto en la bahía. Nuestra Marina no tiene noticia de que hayan entrado aquí en servicio embarcaciones de esas características.

El comandante se dejó caer en su sillón y mordió furiosamente su cigarro.

– Ni tampoco la tenemos nosotros, comisario. Los únicos submarinos que existen aquí son los que ya conoce su Gobierno.

Advirtiendo la sorpresa de Soto ante su pregunta, y la rápida mirada que dirigió Weintraub a sus auxiliares, Bernal dijo:

– Muy bien, comandante, le creo. Si entrase en la bahía algún submarino de ese tipo, sin duda perteneciente a alguna potencia extranjera, y se enteraran ustedes de ello, le agradecería que se lo comunicasen inmediatamente al contraalmirante Soto.

Después de que él y Soto hubieran rechazado cortésmente las copas que les ofrecían, so pretexto de que andaban faltos de tiempo, Bernal volvió sobre sus pasos y le entregó una lista al jefe de Seguridad.

– También le agradecería, comandante, que nos hiciese llegar una relación de las actividades de estos oficiales destacados en su base.

Weintraub examinó el papel con una expresión perpleja.

– Okay, comisario, me encargaré de ello. ¿De qué se acusa a estos hombres?

– Por el momento, de nada, pero me gusta adelantarme a los acontecimientos -fue la andanada que le largó Bernal al americano como despedida.

Mientras salían de la base, el contraalmirante le preguntó a Bernal en qué estaban metidos, según él, los tres oficiales americanos.

– No lo sé, pero vale la pena sondear un poco. A propósito, ¿cree que podría conseguir que su jefe de relaciones políticas cenase hoy o almorzara mañana con nosotros dos? Esta vez invito yo. ¿Le parece que probemos El Anteojo, en la Alameda de Apodaca?