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– No lo sé, Chelo. Antes de salir de Madrid, se oponía por completo, pero en Cádiz, como habrá tenido tiempo para meditarlo, lo volveré a intentar. En todo caso, y aunque se resista, yo puedo presentar la demanda. Sólo que el trámite es más largo, y me gustaría que el niño venga al mundo con todos sus derechos legales, aunque sea canario.

– ¿Qué te hace pensar que ha de ser otro varón? -bromeó ella-. ¿Por qué no puede ser una grancanarita?

3 DE ABRIL, SÁBADO

A la mañana siguiente un Bernal de fatigado aspecto y una Consuelo Lozano más animada desayunaban, ya algo tarde, en la terraza del bar Los Patricios.

– Menos mal que hemos facturado el equipaje en la agencia, Luchi. Dudo que hubiera podido llevarlo a cuestas después de la noche que me han dado esas monjas, que estuvieron pasando el rosario y rezando avemarías y padrenuestros por lo menos hasta Sevilla, donde se dividió el tren, y la más vieja, que dormía en la litera de encima de la mía, se pasó el resto del viaje tirándose pedos.

– Peor fue lo mío, cariño, con cuatro soldados jugando toda la noche al tute en el pasillo, en una improvisada mesa de bolsas de viaje y cada vez más jaraneros y borrachos a fuerza de chinchón barato. ¿A qué hora sale el J. J. Sister?

– A las siete y media. Llega a Las Palmas el lunes, a las nueve de la mañana.

Bernal echó una ojeada a los titulares de la edición matutina del Diario de Cádiz. Inmediatamente llamó su atención el dramático relato de la extraordinaria pesca llegada a La Caleta y del cadáver del hombre rana descubierto en el fondo de la red.

– Gracias a Dios que estoy aquí en viaje particular, Chelo, que si no, seguro que me endilgaban esto -comentó, señalándole la noticia.

– Justo lo que te convendría para olvidarte de problemas personales, Luchi… y para evitar que hagas de las tuyas mientras yo estoy fuera.

– Parece un caso para la Comandancia de Marina -comentó él-. El tipo ese debía ser un espía de algún submarino extranjero.

– A lo mejor aciertas. Después de todo -señaló Consuelo-, la base americana de Rota está al otro lado de la bahía. La corriente pudo haber arrastrado el cadáver desde allí.

Mediada la tarde Bernal acompañó a Consuelo a su camarote de primera clase, donde ella se instaló lo más cómodamente posible y se despidieron por última vez. Luego, ya en el muelle, y según el hermoso buque pintado de blanco, largadas las amarras, se iba alejando de la costa bajo el vuelo de las gaviotas, dijo adiós con el pañuelo a su amante.

Cuando el J. J. Sister hubo salido del puerto y se perdió de vista, Bernal tomó un taxi que le llevó a su hotel de la plaza de Calvo Sotelo a través de las callejas que subían de la dársena. Mientras el taxista daba un rodeo cuesta arriba hacia el casco antiguo de la ciudad, Bernal reparó en las últimas reliquias de las señales que, mostrando un coche de caballos, indicaban antiguamente la dirección que había de seguir el tráfico: Cádiz había sido una pionera europea no sólo en promulgar su Constitución liberal de 1812, sino también en la invención de las calles de sentido único.

El Hotel de Francia y París, situado en la parte más alta y norteña de la ciudad, era un edificio modernista, adornado de azulejos blancos y de color verde botella, con todas sus ventanas protegidas por toldos cuyo vivo color naranja realzaba el de la fruta de los naranjos alrededor del triángulo irregular que formaba la plaza de Calvo Sotelo. Habían pasado nada menos que veinte años, reflexionó Bernal, desde su última y breve estancia en el antiguo hotel, antes de emprender viaje a Madrid con un sospechoso cuya custodia le habían encomendado. El hábil remozado que el establecimiento había conocido entretanto le sorprendió agradablemente.

Deshecho ya el equipaje, encendió un Káiser y releyó la nota deslavazada que Eugenia le había dejado en el piso de Madrid:

Luis:

Pasaré la Semana Santa en Cádiz, de ejercicios espirituales en el Convento de la Palma, calle de la Concepción, s/n. Medita las cosas como te pedí.

Eugenia

Aunque de mala gana, decidió hacerle una visita antes de que empezasen en serio las procesiones.

Bernal salió de la pequeña plaza y, entornados los ojos para resguardarlos del intenso resol del ocaso, trató de orientarse con ayuda del plano del casco antiguo, obsequio de la simpática recepcionista. Completamente extraviado al cabo de poco tiempo, se encontró en la plaza del Tío de la Tiza, orlada de macetas de geranios e invadida por el tufo de las parrilladas de pescado de la bahía, hechas con leña. Habiendo conseguido atraer la atención de un atareado camarero que le dio indicaciones muy imprecisas, volvió a perderse en el laberinto de callejas. Aquella parte inferior de la ciudad, de una calma casi inquietante, daba la impresión de estar incómodamente a caballo entre el bienestar de los barrios norteños y la relativa pobreza del Campo del Sur.

Localizada finalmente la calle Sacramento, no tardó Luis en encontrar la estrecha bocacalle de la Concepción. Después de echar una ojeada un tanto inquieta a la desierta calleja crecientemente oscura, se detuvo al pie de un farol mural de mortecina luz y volvió a consultar la nota de Eugenia: Convento de la Palma, calle de la Concepción, sin número. Aunque no veía ningún edificio de aspecto eclesial, por último reparó en un grueso llamador de hierro, empotrado en la pared, junto a un alto portón coronado por puntas de lanza. Tiene que ser aquí, pensó; no hay en toda la calle otra casa que pueda ser un convento. Tiró de la manija, y tras un largo tintineo metálico, oyó sonar un timbre muy a lo lejos, en las entrañas del edificio. Y eso fue todo.

Luego de esperar unos cuantos minutos en la calle, y preguntándose si todas las inquilinas de la santa casa estarían entregadas a sus devociones, Bernal volvió a tirar del macizo llamador, que de nuevo tintineó en la lejanía. Transcurrieron otros dos o tres minutos de silencio, después de lo cual se oyó ruido de cerrojos descorridos y se abrió un postigo en el alto portón. La sorpresa de Bernal fue no poca al ver a un eclesiástico tonsurado y con vestiduras de obispo, que se asomó malhumoradamente.

– ¿Qué quiere usted? Llega antes de tiempo. Todavía estamos ocupadísimos.

Bernal se quedó estupefacto. ¿Cómo podían estar al corriente de su visita?

– ¿Antes de tiempo? -repitió, perplejo.

– Pues claro. Nadie tiene que presentarse antes de las completas. ¿Y dónde tiene el sambenito y la capucha? ¿O acaso no sabe que a la vigilia hay que venir con el hábito puesto?

– Debe haber alguna confusión -dijo Bernal con creciente estupor-. ¿No es éste el Convento de la Palma?

– Sí, sí -dijo enojado el religioso-. Por supuesto. ¿No viene usted de penitente?

– Yo pensaba que había monjas aquí -continuó Bernal, un tanto incómodo.

– Y las hay. Pero ¿qué quiere usted de las santas hermanas? -indagó el otro, cada vez más receloso.

– No es a ellas a quienes quiero ver, sino a mi esposa.

– Una monja no puede ser esposa suya -replicó incrédulo el presunto obispo, haciendo ademán de cerrar la puerta y dejar en la calle a aquel loco manifiesto.

– Mi esposa es la señora Bernal, Eugenia Carrero de Bernal -dijo el visitante, desesperado ya.

– Pero, hombre, comisario, ¡por ahí tenía que haber empezado! -exclamó el eclesiástico, con un súbito cambio de tono-. Entre, entre usted. Yo soy el obispo Nicasio. Le llevaré junto a su esposa, que está en el patio principal, me parece, ayudando a adornar el paso de mañana, que como ya sabrá, es nuestro gran día.