– Organizaré la cosa, comisario. Pero los gaditanos no dejamos pagar a nuestros visitantes.
– Espero no tener que librar con usted las mismas batallas que con mis colegas madrileños -suspiró Bernal-. Dicho esto, creo que es buen momento para darse un paseo en barco, sobre todo con un día tan caluroso. ¿Qué le parece, podría conseguir que una de sus patrulleras nos llevase?
– Naturalmente. Nuestros medios están a su disposición. ¿A dónde quiere ir?
– Sólo hasta el cabo Trafalgar, costeando, y volver. ¿Quedamos a las cuatro y media?
A Elena Fernández la vida religiosa le estaba resultando penosísima. Trató de romper la monotonía ayudando a sor Encarnación en la cocina durante buena parte de la mañana, y eso le dio no sólo la oportunidad de hablar con la bondadosa y anciana monja, aprendiendo mucho de aquellas charlas, sino además de vigilar la puerta del despacho del padre Sanandrés por la ventana lateral, que daba al lado sur del claustro.
Después de ayudarlas a ella y a la cocinera en la preparación de tres docenas de las pescadillas que llamaban «herreras», presentadas a la manera típica de Cádiz, en pequeñas bandejas para el horno y envueltas en sal gruesa, Elena oyó el anticuado timbre de la entrada y vio que sor Serena, la portera, salía a abrir. Los visitantes eran el coronel y el capitán cuya conversación había sorprendido la víspera, y eso hizo que el pulso, de emoción, se le acelerara.
Dijo a sor Encarnación que se retiraba, para meditar antes de sexta, y enfiló la escalera hacia su celda, en busca del devocionario. Aprovechó la ocasión para sacar del compartimento secreto de su maleta la Rolleiflex miniatura y volvió presurosa al claustro. Aunque tuvo la desilusión de encontrarlo desierto, se sentó en el banco de mármol del que ya era asidua, al lado norte del claustro, y fingió estar absorta en sus oraciones.
Al cabo de un rato oyó que se abría la puerta del despacho del prior, a quien vio salir acompañado de ambos oficiales. Después de comprobar que no hubiera nadie más en el claustro, Elena sacó la diminuta cámara y la acomodó entre los dos macetones que reposaban en el repecho del arco, confiando en que el trío se acercase lo bastante para la toma. Pero se quedó chasqueada al ver que partían en dirección inversa, hacia la capilla. ¿Debía arriesgarse a seguirles? Bien mirado, nada tenía de sospechoso el que entrase allí a orar.
Con súbita decisión se guardó la cámara en el bolsillo del hábito y se encaminó, llena de audacia, a la puerta del oratorio. Deteniéndose junto a la pila del agua bendita, en la entrada, examinó el terreno. El templo, al parecer, estaba desierto.
¿Dónde se habrían metido aquéllos? Seguramente el prior les habría llevado a la sacristía. Avanzó por el pasillo y se detuvo ante la hornacina de Nuestra Señora de la Palma, a la derecha del altar mayor. Habiendo encendido un cirio, se arrodilló como en actitud de orar, pero con el oído aguzado, al acecho de voces. No oyó nada. Se le ocurrió entonces asomarse al panel de cristal existente al pie del altar, donde percibió un resplandor de luz artificial procedente de la cueva donde brotaba el manantial milagroso coincidiendo -empezaba a deducir- con el flujo de las mareas, como así lo sugerían las diarias variaciones del horario que regía aquella curiosa ceremonia de la Adoración Diurna.
A fuerza de adelantar la cabeza entre los jarrones de azucenas y gladiolos colocados a ambos lados del altar, alcanzó a ver la superficie de las gorras de plato de los militares y la calva del padre Sanandrés. ¿Qué estarían tramando? Buscando con la mirada un escondite, reparó en el confesionario de pulido roble situado a la derecha del templo. Después de cerciorarse de que nadie la observaba, se deslizó al interior del compartimento reservado al confesor, que ofrecía mejor cobijo, y preguntándose si estaría cometiendo un sacrilegio, cerró la puerta. La celosía de madera le permitía dominar el altar y la puerta que llevaba a la sacristía y a la gruta inferior. Varga, el técnico, le había asegurado que la cámara resultaría efectiva aun con luz muy pobre, en especial por la película en blanco y negro y muy rápida que él había cargado. Al comprobar si se ajustaba a los rombos del enrejado, vio, por el minúsculo visor, que abarcaba una considerable porción del muro contrario. Ajustó la lente zoom, y se sentó a esperar.
En la penumbra del confesionario, Elena consultó con cierto desasosiego su reloj. ¿Qué harían tanto tiempo en la caverna el padre Sanandrés y los dos oficiales? Como tardaran mucho en salir, llamarían a sexta, y si sor Serena reparaba en su ausencia del oficio de mediodía, ella se vería en serias dificultades. En cuanto a la posibilidad de que la descubrieran sentada en el confesionario, donde el cura, haría un papel ridículo.
Faltaban poco más de diez minutos para las doce; pronto sonaría la campana y los religiosos y religiosas de la orden irían a congregarse no lejos de donde estaba ella agazapada. Recobró la esperanza al oír que se abría una puerta, y enfocó la cámara hacia el otro lado, el de la sacristía, pero no apareció nadie. Torciendo la vista por el entramado de la celosía, advirtió consternada que la señora de Bernal acababa de entrar en la capilla y se encaminaba hacia la imagen de Nuestra Señora de la Palma, ante la cual encendió una vela y se arrodilló en oración.
Percibió entonces Elena un murmullo de voces masculinas, y a continuación la puerta de la sacristía se abrió inesperadamente. Viendo aparecer en el visor al coronel y al capitán, se puso a tomar fotos, en la esperanza de que alguna resultase aprovechable… y de que no se percibiese el leve chasquido que producía la palanca al pasar la película. El prior y sus acompañantes se pararon en seco al ver a Eugenia Bernal arrodillada ante el altar de la Virgen, y como los otros le dirigieran una mirada inquisitiva, el padre Sanandrés les tranquilizó con un cabeceo, para, luego, al cruzar junto a Eugenia, saludarla con otra inclinación. En cuanto les vio salir, Elena, advirtiendo que la señora de Bernal seguía vuelta de espaldas a ella, se armó de coraje y, abriendo la puerta del confesionario, salió tan rápida y silenciosamente como pudo. Creía ya haberse escabullido con éxito, cuando la puerta, por haberla abierto más de la cuenta, chirrió de una forma espantosa, a lo cual Eugenia volvió vivamente la cabeza y se puso en pie.
– Pero, querida, no confiesan hasta la tarde… ¿Acaso no te lo han dicho las hermanas? Hay una hora destinada a eso…
No parecía extrañarle el que hubiera salido del confesionario por el lado reservado al cura.
– Gracias por la información -repuso Elena-. Debí leer mal el folleto.
– De nada, querida. ¿Quieres que recemos juntas hasta el toque de sexta?
– Con mucho gusto, señora.
– A lo mejor te apetece ayudarnos esta tarde a decorar el paso para la procesión de mañana…
– Será un honor.
¿Qué pensaría Bernal, se dijo Elena para sí, si la viese arrodillada con la tragasantos de su esposa ante la recargada imagen de Nuestra Señora de la Palma, cuyos ropajes, entretejidos de oro y plata, resplandecían a la cálida luz de las velas? En su recogimiento, ninguna de ambas mujeres reparó en la recelosa y severa observación de que les hacía objeto sor Serena tras el enrejado de la galería existente sobre la entrada de la capilla.
Concluida su visita a la base de Rota, Bernal, de regreso hacia la sala de operaciones gaditana, dejó al contraalmirante Soto en San Fernando. Al llegar el comisario a su destino, Navarro le saludó con un parte de las noticias recibidas.
– Ángel ha llamado desde Jerez para decir que los cuatro marroquíes han salido en una avioneta; según las autoridades del aeropuerto, con destino a Rabat.
– Haz venir a Ángel, Paco. Quiero que proteja a Elena en el convento. No me gustan los riesgos que correría si los conjurados descubriesen su misión.