– ¿Y cómo le metemos allí, jefe? ¿Con qué pretexto?
– De momento, búscale hospedaje en una casa que dé frente al convento, desde donde pueda seguir las idas y venidas del coronel y el capitán confabulados con el prior, y a ser posible, fotografiarles. Hay que descubrir quiénes son, y vigilarles discretamente.
– Vale, jefe. Quedó en llamarme dentro de un rato, desde Rota, para recibir instrucciones. La otra noticia es que Miranda y Lista han encontrado una referencia a «Melkart» en esa vieja historia de Cádiz. Como por desgracia el libro no lleva índice, tuvieron que tragarse todo el texto. Lista se fue luego a la biblioteca de la facultad para consultar la Espasa.
– Que entren, Paco. Estoy impaciente por conocer el resultado.
– No sé por qué presiento, jefe, que no nos va a servir de mucho.
Miranda, hombre de aspecto estudioso, y tímido por lo regular, entró con un fajo de notas, seguido por Lista, que llevaba los dos ejemplares que habían conseguido del libro de Castro.
– Aquí tienes lo que hemos podido sacar en claro hasta ahora, jefe -dijo Miranda-. Melqart, que al parecer significaba «rey de la ciudad», fue un dios que los sirios de Tiro adoraron en el siglo séptimo antes de Jesucristo. Más tarde se le relacionó con el héroe griego Heracles, y los cartagineses, convirtiéndole en el Hércules Tirio, le levantaron templos, uno de ellos situado aquí, en Cádiz, donde, según la leyenda, le rindieron culto tanto Alejandro el Magno como Julio César.
– ¿Y se sabe, Miranda, dónde se encontraba ese templo?
– En la isla de Sancti Petri, que en la época romana se llamó Heradeum. Eritrea, o Euriteia, era el nombre de la isla o promontorio que ocupa hoy el casco antiguo de Cádiz. Los griegos la llamaron también Afrodisia, y dedicaron un templo a Venus. Durante el imperio romano hubo otro, consagrado a Juno.
– No veo a dónde nos conduce todo esto -comentó Navarro-. A lo mejor «Melkart» es un anagrama que nada tiene que ver con el Hércules Tirio.
– Son demasiadas coincidencias, Paco -objetó Bernal-, en particular teniendo en cuenta que el mensaje interceptado también mencionaba una «Eritrea». Mira a ver si puedes ponerme al habla con el inspector Ibáñez, del Registro Central de Madrid.
Mientras aguardaba la comunicación, Bernal siguió sopesando el contenido de las notas de Miranda y Lista. Como el primero le pidiese nuevas instrucciones, dijo:
– Llégate a ver a ese arabista de la facultad, el biznieto del historiador Castro. Tiene que haber descubierto algo a estas alturas.
Lo primero que Bernal le preguntó a Ibáñez, cuando Navarro le pasó la llamada, fue qué hacia trabajando en Semana Santa.
– Tengo previsto escaparme unos días a partir del jueves. Luis, pero es que estos nuevos programas del ordenador nos traen locos. Aunque va a resultar un gran sistema, cuando le cojamos el tranquillo.
– Quería pedirte un favor, Esteban: que me consultases en tu pantalla el nombre de «Melkart» -se lo deletreó-. La K también podría ser una Q. No sé si se trata de un anagrama, de un nombre cifrado o de un código de llamada. Pero algo me dice que es de origen norteafricano, probablemente marroquí. Podría ser una organización del estilo del Frente Polisario. En el mismo radiomensaje que interceptamos aparecía la palabra «Eritrea», o «Euriteia». ¿Quieres consultarla en la sección internacional? Muy agradecido -y le dio el número de teléfono de la sala de operaciones de Cádiz.
Volviéndose entonces hacia Navarro, le dijo:
– Si te apetece una excursión marítima esta tarde, Paco, Soto y yo vamos a dar un paseo en una patrullera.
– No, gracias, jefe: soy un mal marino. Pero no hay inconveniente en que te acompañe Lista.
– Esperemos que se le dé bien el localizar ballenas -respondió Bernal enigmáticamente.
Por suerte el mar está tranquilo y luce el sol, pensó Bernal mientras subía con Lista a la patrullera que el contraalmirante Soto había puesto a su disposición. Soto se presentó al teniente que mandaba el navío, y en seguida desatracaron del pequeño muelle que tenía la base en Torre Gorda. Acababa de producirse la pleamar de la tarde, y el comisario se preguntó si el sagrado flujo se habría materializado a tiempo en el Convento de la Palma. Decidió consultar a los expertos locales a propósito de aquel extraño fenómeno.
Soto había ordenado que en la caseta del timón instalasen, en un trípode, unos potentes prismáticos que permitirían a Bernal reconocer la costa. Le habían procurado asimismo una carta de bajíos y corrientes, junto con mapas del Instituto Geográfico y Catastral correspondientes a la zona costera que iba de Chipiona a la desembocadura del Guadalquivir, por el noroeste y, en la dirección opuesta, hasta el Peñón de Gibraltar.
– Cuando enfilemos hacia el sur, contraalmirante, me gustaría pasar entre la isla de Sancti Petri y la boca del canal.
– Se lo diré así al teniente. Y cuando quiera reducir la marcha o pararse para examinar más despacio la costa, avíseme.
– ¿Podría esta patrullera remontar el canal, o es demasiado poco el calado?
– Si lo desea, podemos navegarlo hasta San Fernando y La Carraca.
– Vamos a entrar sólo un poco: digamos, hasta la antigua almadraba, la pesquería de atún. Sólo quiero sacar una impresión del acceso por mar.
El barco, capaz de desarrollar una velocidad de casi veinte nudos, costeó raudamente, siguiendo las dunas que desde Torre Gorda se extendían, hacia el sudeste, hasta Sancti Petri. No vieron nada de interés hasta alcanzar la punta septentrional de la isla, donde Bernal pidió que redujesen la marcha e inspeccionó sus contornos con ayuda de los prismáticos fijos, mientras Lista y el contraalmirante escudriñaban la rocosa costa sirviéndose de gemelos corrientes. Localizaron las ruinas del castillo y el faro automático que se levantaba detrás.
Poco más tarde alcanzaron la entrada del canal, que discurría en arco hacia San Fernando, y la patrullera enfiló con precaución la estrecha boca. Avistaron, a la derecha, los desiertos barracones militares y el embarcadero bajo cuyas tablas había aparecido ahorcado el sargento Ramos. Saludaron con la mano a la pareja de la Guardia Civil que estaba de vigilancia allí, y penetraron en el canal.
Bernal advirtió en seguida el cambio que registraba el panorama en las salinas, donde se tornaba desolado y amenazador. Las extensiones de barro gris se veían interrumpidas tan sólo por algún que otro cañaveral poblado de aves marinas, que incomodadas por el paso de la embarcación, trocaron en agudos gritos de protesta las voces con que llamaban a los compañeros. Recorridos los primeros trescientos cincuenta metros, divisaron la mole de la abandonada almadraba, en que se habían preparado durante siglos las capturas de atún. Más allá, donde se estrechaba el curso de agua, Bernal vio, hacia el norte, un edificio que coronaba una elevación. Señalándolo, preguntó:
– ¿Qué es aquello, Soto?
– La ermita del Cerro, aunque reconozco que cerro es mucho decir. Nadie la visita ya.
Entretanto habían dejado atrás, a estribor, la Isleta, un brazo de tierra que se internaba en las estériles marismas salitrosas. Divisaron, al frente, las casas de San Fernando.
– Creo que ya hemos entrado bastante, Soto. Si sus hombres pueden virar por aquí, me gustaría recorrer un trecho de costa por el otro lado.
Cuando, rebasado de nuevo el fondeadero, abandonaron el canal de Sancti Petri y salieron a mar abierto, Bernal percibió el suave cabeceo que la corriente imprimía a la embarcación al doblar hacia el sur. Vio que había público en la cercana playa, sin duda atraído a ella por lo soleado del día, e incluso reparó en un par de animosas almas que se bañaban. Al fondo se extendía una hilera de los chiringuitos en los que en temporada se vendían fritos y refrescos, y que en ese momento, al parecer, continuaban en cierre invernal.