Выбрать главу

– La Barrosa -comentó Soto-. Una playa muy visitada por la gente de Chiclana y San Fernando, a pesar de que ahonda mucho y ofrece peligro para los bañistas.

Mientras seguían rumbo al sur, Bernal, Lista y el contraalmirante escrutaban minuciosamente el litoral, que en aquel momento se elevaba formando acantilados de cierta importancia, mezcla de arenisca roja y caliza con conchas, grandes porciones de los cuales habían caído a la playa y al propio mar en distintos lugares. Rebasada otra atalaya, la Torre del Puerco, alcanzaron el cabo Roche, detrás del cual el riachuelo del mismo nombre daba al mar por una hondonada.

– Diga, contraalmirante -preguntó Bernal-, ¿ha visto algo digno de llamarse Bahía Ballena?

– Por esta costa no conozco nada que justifique ese nombre.

Más allá de la hermosa población de Conil, cuyas enjalbegadas casas resplandecían bajo el intenso sol, los acantilados se prolongaban hasta Torre Nueva, donde empezaban a perder altura y el perfil de la costa iba tornándose forestado y muy pantanoso al sudeste de Zahora. Al frente, en una baja y arenosa punta, distinguieron el faro de Trafalgar.

– Lo que daría uno, Soto, por haber estado aquí el 21 de octubre de 1805 y haber visto la gran batalla entre los barcos británicos y la flota conjunta hispanofrancesa…

– Pues yo, comisario, celebro no haber asistido: quizá me hubiera tocado el mando de uno de aquellos viejos buques de alto bordo -dijo el contraalmirante. Y al apartarse Bernal de los prismáticos, agregó-: Me gustaría que nos llegásemos hasta Los Caños de Meca, para que los vea usted. Están justo a la vuelta del cabo. Una increíble serie de cavernas, aparentemente naturales, aunque los cuentos de viejas afirman que son los restos de una antigua ciudad que cayó al mar. Como ocurre en Cádiz, los pescadores sacan allí de vez en cuando monedas griegas y cartaginesas.

– Vaya, eso explica el origen del hombre de Trafalgar. Una de las informaciones más abstrusas que he sacado leyendo a Adolfo de Castro, es que procede del árabe Taraf al-Agar, que significa «promontorio de las Cuevas».

– No podremos acercarnos mucho, comisario, porque las rocas submarinas son muy peligrosas, pero de todas formas, las verá bien.

Recorriendo las rocosas cavernas con los prismáticos, Bernal dio en pensar en lo mucho que se parecían a fantásticos palacios orientales batidos por las procelosas aguas que aun en un día de mar tan tranquilo rompían contra ellas.

La patrullera describió por último un amplio círculo hacia alta mar, donde las aguas del Atlántico se unían con las del Estrecho. Mucho más perceptible allí, el oleaje hizo que Bernal sintiera un desagradable vacío en el estómago. Consiguió orientar los prismáticos hacia el nordeste, donde captó una gran mole que se perfilaba sobre la límpida luz de poniente.

– Eso es Gibraltar, ¿no?

– Sí, señor -respondió el contraalmirante-. Y si mira hacia el sudeste, distinguirá Ceuta, la otra Columna de Hércules.

Cuando hubieron virado, Bernal se encaminó a la puerta de la cabina y encendió un Káiser al socaire del viento.

Estaban pasando de nuevo frente a Conil de la Frontera, y el comisario volvió a cubierta para examinar la costa, en ese momento más visible gracias al reflujo. El vivo sol de la tarde sembraba de intensas sombras los ásperos acantilados. Lista, que no dejaba de escudriñar las playas, llamó a Bernal de improviso.

– Jefe, delante de esa cala parece que hay una pequeña embarcación negra.

Acercándose a los prismáticos fijos, Bernal inspeccionó el punto que indicaba Lista, justo detrás del cabo Roche.

– ¿Podríamos aproximarnos, contraalmirante? Sea lo que fuere, vale la pena echar un vistazo.

A medida que la patrullera se acercaba a la caleta, apreciaron que sólo era accesible por tierra siguiendo un empinadísimo sendero abierto en el acantilado, en cuyo extremo superior había un pequeño puesto de vigía. En el confín noroccidental de la minúscula bahía, destacaba lo que parecía ser una pequeña embarcación en forma de submarino que luchara con el espumeante aguaje. Cuando se encontraban a menos de doscientos metros de allí, Lista gritó:

– ¡Si es como una pequeña ballena negra!

Toda la tripulación, menos el timonel, se había asomado a la borda y tendía la vista hacia la extraña nave.

– Cuidado con embarrancarnos -advirtió el teniente al timonel.

– Descuide usted -voceó el otro-. Conozco esta playa. Profundiza mucho, pero por el lado norte hay rocas sumergidas. No me acercaré demasiado.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Lista-. Lo siento, jefe: no es más que una roca de forma caprichosa. Hubiera jurado que se trataba de alguna especie de embarcación metida entre los rompientes.

– No deja de ser interesante, Lista -observó Bernal-. ¿Por qué no reparamos en esa roca en el viaje de ida?

– Porque la marea estaba alta -explicó el contraalmirante-. Es curioso su parecido con una ballena pequeña o un delfín, ¿verdad?

Descollante sobre un pedestal natural, de caliza y conchas color crema, la alargada roca negra se hubiera dicho una pieza de estatuaria, acentuado su extraordinario aspecto por el contraste de la base con el rojo de los acantilados que se alzaban más allá. Aunque la parte de la cola resultaba mucho más real que la correspondiente al morro, el orificio que éste tenía en la punta, que filtraba de continuo el agua de los rompientes y parecía un ojo de cetáceo, le imprimía vida y movimiento.

– Lo siento, jefe -repitió Lista apesadumbrado-. Le he hecho perder el tiempo.

– Al contrario, Lista -repuso Bernal-, no te disculpes. Creo que has encontrado Bahía Ballena. Entremos a consultar las cartas de navegación.

Bernal examinó cuidadosamente el mapa del Instituto Geográfico y Catastral.

– Un lugar ideal para un desembarco clandestino o para un encuentro secreto -comentó-. Hay una carreterita que lo comunica con la Nacional 340 en Barrio Nuevo, diez kilómetros al sudeste de Chiclana.

– Es el punto que yo mismo elegiría- reconoció Soto.

– Haremos que Vigilancia de Costas monte un servicio -determinó Bernal-. De regreso, ¿podríamos atracar en la isla de Sancti Petri?

– En el lado sudeste hay un pequeño fondeadero. Se puede intentar una breve visita antes de la marea baja.

Al acercarse la patrullera a la extraña isla, las aves que anidaban entre las rocas bajas se alzaron profiriendo agudos gritos de protesta y se quedaron volando en círculo en lo alto. El pequeño muelle de piedra tenía grandes argollas, oxidadas, que se destinaban al amarre de pequeñas embarcaciones. Unos peldaños cubiertos de algas conducían a las ruinas del castillo.

– Tengo la clara sensación de haber estado antes aquí, quizá en sueños -declaró Bernal-. Es como si lo conociera de siempre.

– Uno de los últimos que vivieron en estas ruinas fue Manuel de Falla, cuando componía su gran cantata La Atlántida, que no llegó a terminar -dijo Soto-. Según él, el batir de las olas y la antigüedad del paraje se metían en su música y le embargaban.

– No me extraña -repuso Bernal-. Si esto fue realmente Herakleion, donde se levantaba el templo de Melkart, el Hércules Tirio, que tantos griegos, cartagineses y romanos visitaron asombrados por las enormes mareas, un fenómeno desconocido en el Mediterráneo, hay que comprender que aquí se creyesen en el peligroso extremo occidental de su mundo.

La fría brisa de la tarde se había levantado ya, y Bernal se estremeció como si le azotasen los espectros de participantes en antiguos y atroces ritos.

– Hagamos una rápida inspección, contraalmirante, y volvamos a Cádiz.

No encontraron indicio alguno de presencia humana en el castillo en ruinas y sin techumbre, batido de tan antiguo por los vendavales del Atlántico y deteriorado por gruesos depósitos de guano. La desolación del paraje parecía afectarles a todos.