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Al llegar al extremo occidental del bajo acantilado, percibieron un sordo retumbar bajo los pies.

– ¿Hay alguna gruta debajo de estas rocas, Soto?

– Sí, una especie de cavidad que forma una chimenea por donde se cuela, detrás de los muros del castillo, el agua de la marea.

– Vi algo parecido en Cascais, al oeste de Lisboa -comentó Bernal-, un lugar que llaman A Boca do Inferno.

Acercándose al punto indicado por el contraalmirante, se asomó a una profunda sima de la cual sólo alcanzó a ver el arenoso fondo y el fluir y refluir de las olas. Pero luego reparó con sorpresa en dos profundos surcos paralelos en el lecho de grava, y en una escala de cuerda, manifiestamente nueva, que colgaba a menos de media distancia de la base del pozo.

De vuelta en su celda después del almuerzo de cuaresma, celebrado después de sexta y que había consistido en pescadilla al horno y una ensalada, Elena Fernández extrajo la película de la cámara en miniatura. Sellado cuidadosamente el minúsculo carrete, lo guardó en un cartucho de plástico negro. Redactó un breve informe que unió a la película en un grueso sobre dirigido al comisario Bernal. Todo estaba listo ya para la visita vespertina de las seglares que asistían a la Adoración Diurna.

Tendida en el estrecho catre, se preguntó qué otra cosa podía interesarle a Bernal que hiciera. Estaba claro que debía inspeccionar la sacristía y la Santa Cueva en la primera oportunidad que se le presentase. Tenía que descubrir qué se traían entre manos allí abajo el padre Sanandrés y los dos oficiales. Entretanto lo único útil que podía hacer era observarles en sus visitas al convento, que parecían producirse sólo por las mañanas.

Como la tarde era agradablemente calurosa, decidió bajar al soleado claustro. Encontró allí a sor Encarnación, que le propuso ir a ayudar a la señora de Bernal en el patio trasero. El paso del Jueves Santo representaría el Huerto de Getsemaní, por lo cual Eugenia estaba ocupada en desprender de su tallo centenares de lirios azules y blancos que prendía en una red tendida sobre el piso de la plataforma.

– Esas flores deben de haber costado una fortuna -comentó Elena.

– Los hermanos de la cofradía han estado ahorrando todo el año y han organizado muchos actos sociales, para reunir dinero suficiente -repuso la bondadosa y anciana monja-. Hacen una labor magnífica. Sólo las flores del Jueves Santo han costado más de cien mil pesetas.

– Y prenderlas en esta red nos va a llevar casi dos días- dijo Eugenia Bernal.

Estuvieron trabajando casi hasta el toque de nona, momento en que la señora de Bernal se encaminó a la iglesia. Sor Encarnación retuvo a Elena y le dijo en un premioso susurro:

– ¿Podría hablar un momento a solas con usted, señorita? Sé que su padre es una persona importante, y quizá pueda intervenir. Estoy muy preocupada a cuenta de esos oficiales que vienen aquí a diario. Temo que sean una mala influencia para el pobre padre Sanandrés. A veces se deja llevar por el entusiasmo. Es algo que he observado a menudo en los que practicamos la vida contemplativa: cuando se nos ofrece la oportunidad de actuar, solemos llevar demasiado lejos las cosas. Y sor Serena, que es una fanática de derechas, le tiene dominado. Es una mujer muy peligrosa -la anciana monja se persignó.

– Ayudaré gustosa en lo que sea, hermana -respondió Elena, tratando de disimular su avidez-. También prometió usted enseñarme la Santa Cueva.

– Sí que lo hice -exclamó sor Encarnación-. Voy perdiendo la memoria. Pero esta tarde no podrá ser, porque la marea no habrá bajado lo bastante. Podemos quedar en vernos allí mañana, después de prima. Desde luego estos viejos huesos no me dejarán bajar con usted, pero le enseñaré el secreto. Y de paso tendremos ocasión de hablar en privado.

Oyeron la campanilla de la puerta principal, y luego la campana grande tocó a Adoración Diurna. Elena se palpó el bolsillo del tosco hábito, para cerciorarse de que el grueso sobre con la película seguía allí. Le tranquilizó observar que la catalana alta estaba, como de costumbre, con las demás seglares, y que no trataba de atraer la atención de ella.

Terminado el oficio con la ceremonia del agua milagrosa, Elena se escabulló al claustro y aguardó en su lado sur. Pronto apareció la catalana, que al cruzarse con ella la saludó con un «Hola, señorita». Elena le entregó el sobre y sonrió agradecida. Al darse la vuelta, vio en la puerta de la iglesia a sor Serena mirándola con profundo recelo.

– ¿No estaba usted en la ceremonia, señorita?

– Sí, sí, pero como creí que ya terminaba, estaba esperando a la señora Bernal para ayudarla a decorar el paso.

– Muy atento por su parte, señorita -respondió fríamente la monja de prietos labios-. Espero que estos días de retiro le sean de beneficio espiritual.

¿La habría visto entregando el sobre? se preguntó inquieta Elena. Sor Serena parecía estar siempre al acecho, y surgía como por ensalmo dondequiera que uno fuese, como si actuara de ojos y oídos del padre Sanandrés de un lado a otro del convento.

Elena pasó el resto de la tarde ayudando a Eugenia Bernal en la colocación de las flores bajo la severa dirección de sor Serena. A la bondadosa sor Encarnación no la vio para nada.

Bernal pidió al teniente que fuese a buscar a la patrullera dos rollos de cuerda a fin de que Lista bajase al pozo e inspeccionara la escala y los extraños surcos visibles en la arena del fondo.

– No hay que entretenerse demasiado, comisario -le advirtió el contraalmirante-, o nos sorprenderá la bajamar y no podremos zarpar. Además, va a anochecer.

– ¿De cuánto tiempo disponemos?

– Una hora, aproximadamente -dijo Soto, consultando su reloj- ¿Por qué no enviamos abajo a uno de los marineros con el inspector?

– Cuantos menos sean los que pisen esas marcas, mejor. Lista tiene experiencia en ese trabajo.

Dos de los tripulantes fueron bajando lentamente a Lista hasta que tuvo a su alcance la escala de cuerda, que estaba atada a un puntal hundido en la roca. Después de comprobar su resistencia, descendió por ella, a partir de ahí con más facilidad, sirviéndose de una pequeña linterna para inspeccionar las paredes de la chimenea según bajaba.

– ¿Es natural ese pozo? -preguntó el comisario a Soto.

– Así lo creo. Es el mar, que erosiona la caliza en los puntos más débiles. Tenemos varios de estas características a lo largo de la costa. Los hay bajo el propio Cádiz.

Alcanzado el fondo, Lista se puso a inspeccionar los amplios surcos paralelos que hendían el guijarroso suelo.

– Esto se ensancha y forma una cavidad más grande, jefe -gritó hacia lo alto-. Queda debajo del castillo. Y este pasadizo lleva al mar.

Lista desapareció un momento. Al regresar, Bernal le preguntó con voz que retumbaba en las paredes del pozo:

– ¿Qué son esas marcas, Lista?

– De alguna clase de embarcación. Siguen hasta la playita que hay a la salida de la cueva. Y se paran justo en la entrada de la caverna grande. Si me manda la cámara y el flash de pistola, tomaré unas fotos.

Fueron a buscar el aparato a la patrullera y se lo bajaron atado a una segunda cuerda. La operación le llevó poco tiempo, y Bernal le pidió que volviese arriba.

– ¿Qué clase de embarcación pudo dejar esos surcos paralelos, contraalmirante?

– También a mí me intriga, comisario. No puede tratarse de un barco corriente. ¿Quizá un catamarán?

– Cuando haya subido Lista, haremos un rápido reconocimiento del castillo.

– No lo retrasen mucho: la marea está menguando de prisa.

Bernal y Lista procedieron a una presta inspección de las ruinas pasando de una a otra destechada estancia, sin encontrar indicio alguno de ocupación humana, si bien varias aves marinas alzaron el vuelo a su paso, profiriendo gritos airados.