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– No disponemos de tiempo para un registro concienzudo, Lista. Tendrás que volver mañana con Varga, en cuanto lo permita la marea.

Cuando regresaban hacia el muelle, Lista se inclinó para enfocar el suelo con la linterna.

– Aquí hay algo, jefe -y sacándose unas pinzas del bolsillo, recogió una colilla-. No es de ninguno de nosotros, ¿verdad?

– Parece bastante nueva. ¿Puedes ver la marca?

El inspector le dio la vuelta lentamente.

– Creo que es Gauloise -dijo, y la puso en una bolsita de plástico destinada al laboratorio, forense.

– Interesante -observó Bernal-. Una marca francesa. Por lo menos sigue encajando en mi teoría inicial.

8 DE ABRIL, JUEVES

A primera hora de la mañana del Jueves Santo, Ángel Gallardo, asomado a la ventana de su desnudo cuarto del hostal, contemplaba la calle de la Concepción. Había pedido que le alojasen en el segundo piso porque desde allí se dominaba mejor la calle y la entrada del Convento de la Palma, situado enfrente. Su precaución previa, de rodear la manzana, le había confirmado que el convento no tenía otro acceso.

Observando las ventanitas enrejadas del sombrío edificio, se preguntaba si la celda de Elena daría a la calle, tan angosta, que casi hubieran podido estrecharse las manos de un lado al otro. Pero aparte de la mortecina luz visible en algunas de ellas, la noche anterior no había percibido ni la menor señal de vida en las celdas. Y hasta ese momento nadie había atravesado ni en un sentido ni en otro la puerta principal.

Se tomó el frugal desayuno -una taza de café tibio teñido de leche y un pedazo de pan duro- que la malcarada propietaria le había subido refunfuñando, para luego asegurar que por ningún otro cliente se habría tragado ella dos pisos de escaleras.

Sin olvidarse de la Pentax con lente zoom, que ya tenía preparada en el alféizar, Ángel asistía al lento despertar de la calle al primer sol de la mañana.

A las siete y media se abrió en el convento el postigo del portón de doble hoja y apareció en la calle una monja de severo semblante que llevaba un vacío cesto de mimbre. Ángel la fotografió según se alejaba ella calle arriba. No hubo ninguna otra novedad hasta que la misma monja regresó, diez minutos más tarde, esa vez con el cesto cargado de «pistolas» recién hechas. Ángel soltó un suspiro mientras se acomodaba con vistas a una larga espera.

Ese mismo día y aproximadamente a la misma hora, Bernal congregaba a su equipo -exceptuados Elena y Ángel, de servicio en el Convento de la Palma- en la jefatura de la parte nueva de Cádiz. A esa reunión informativa asistieron también Fragela, el inspector local, el doctor Peláez, el patólogo, y Varga, el técnico.

– Creo que no estaría de más revisar el actual estado del caso -empezó Bernal-, pues nos encontramos, en mi opinión con una conspiración principal y con un complot secundario pero no relacionado con ella -tomó una carpeta de tapas azules-. En primer lugar tenemos el cadáver del submarinista no identificado que apareció el pasado viernes en aguas de la bahía, un norteafricano, probablemente marroquí y miembro de una organización que llamaremos «Melkart». A juzgar por su constitución, es muy posible que se tratase de un componente de algún servicio de operaciones especiales. En el curso de la mañana espero recibir del inspector Ibáñez, del Registro Central, algún informe sobre esa organización clandestina -Bernal abrió por fin la carpeta-. Consideremos lo que probablemente ocurrió. Parece que el propósito del hombre rana era atravesar por mar las defensas de la base de Rota. Eso significa probablemente que lo introdujeron en la bahía de Cádiz en un submarino. Posiblemente uno de nuevo modelo, un submarino de bolsillo. Semanas atrás, unos pescadores de Rota se encontraron por la noche con una embarcación de esas características, que estuvo a punto de volcarles la pesquera. Aunque se desconoce ese tipo de naves, el contraalmirante Soto está investigando la cuestión.

– ¿Y una embarcación tan pequeña pudo atravesar desde la costa marroquí? -preguntó Navarro.

– La Armada considera muy poco probable que pudiese cargar el combustible necesario -repuso Bernal-. Creen más verosímil que lo botaran desde un barco mayor en algún lugar del Estrecho. Bien, nuestro primer problema consiste en determinar cuándo pudo producirse esa intrusión. El comandante Weintraub, jefe de Seguridad de la base de Rota, me dio una declaración escrita acerca de un presunto «incidente» ocurrido la noche del veintiuno de marzo, del cual pudo resultar con graves heridas un desconocido. En ese incidente intervino una nueva arma contraofensiva que funciona a base de rayos láser.

– Me satisface mucho esa confirmación, Bernal -comentó el doctor Peláez-. Como sabes, fue lo que saqué en claro de la segunda autopsia del submarinista. Es una modalidad de homicidio totalmente nueva, sin precedentes en los textos especializados.

– Demostraste una gran sagacidad con ese descubrimiento, Peláez, y te aseguro que los americanos se quedaron de una pieza. El problema estriba en que tú y los patólogos locales habéis estimado que el cadáver llevaba once o doce días en el mar, mientras que, a tenor de la declaración de los americanos, sólo habían transcurrido ocho… ¿Cómo explicar esa discrepancia?

– Podría ser la clave de una serie de factores que no han dejado de preocuparme, Bernal. Me intrigaba que el cadáver presentase en la espalda unas manchas hipostáticas, o de lividez. Llevaba eso a pensar que después de la muerte había estado flotando boca arriba, cuando lo corriente es que un cadáver lo haga en la posición inversa. No vayas a creer, los médicos de aquí no se equivocaban al situar en once o doce días atrás, por el grado de putrefacción interna, la fecha de la muerte.

– Entonces, ¿cuál es la solución? -insistió el comisario Bernal.

Peláez se quitó las gafas y se puso a limpiar sus gruesos cristales mientras hablaba.

– Si antes de arrojarlo al agua el cadáver estuvo expuesto al aire, el proceso de putrefacción pudo sufrir serias alteraciones -se volvió a poner las gafas y sonrió a su apasionado auditorio-. Supongamos que el submarino de bolsillo depositó al hombre rana en la boca del puerto de Rota la noche del veinticinco de marzo. Nuestro hombre consigue atravesar las defensas pero no tarda en ser detectado, y estando todavía en el agua, le disparan con una de las pistolas láser. La muerte es rápida, y le sacan a tierra, donde le dejan tendido boca arriba.

– Eso ocurriría mientras le despojaban de su equipo técnico y de ciertas otras cosas que deseaban examinar a fin de establecer su procedencia y propósitos -apuntó Bernal-. También le quitaron la dentadura postiza, para impedir la identificación.

– Y durante todo este tiempo -señaló Peláez-, el cuerpo permanece en posición de decúbito supino, lo que da lugar a que debajo se forme hipóstasis, al vaciarse, por la fuerza de la gravedad, la sangre de los vasos superiores. En esa posición debió permanecer por espacio de cuarenta y ocho horas o más, y entretanto el proceso de putrefacción se desarrollaría a un ritmo dos veces más rápido del que habría seguido en agua fría y salada.

– Es posible que ese tiempo se consumiera en consultas oficiales acerca de cómo deshacerse del cadáver -comentó Bernal-. E incluso cabe que lo examinara un cirujano y dictaminase que no sería fácil determinar las causas de la muerte. Quizá decidieran entonces presentarlo como accidente de submarinismo, evacuasen el cuerpo por la noche y lo arrojasen a la bahía.

– Eso habría reducido, a causa del agua salada, el ritmo de la descomposición -dijo Peláez-, pero al mismo tiempo los peces se cebaron en la cabeza y las extremidades, imposibilitándonos la identificación.

– De ser así, todos los cálculos que nos hizo el contraalmirante sobre la deriva del cadáver a favor de las marcas y las corrientes fueron una pérdida de tiempo -ironizó Bernal.

– No enteramente -dijo Peláez-. Por lo menos te permitieron conjeturar que el cuerpo había partido de la base de Rota, y sin duda los americanos no hicieron más que lanzarlo al agua desde una patrullera, tres o cuatro fechas más tarde de lo que había pensado, a un par de kilómetros de la base, con lo cual le ayudarían a llegar al lugar donde fue pescado. En todo caso, el análisis de las diatomeas presentes en el agua que contenía la tráquea, confirma que fue arrojado al mar en ese lado de la bahía.