– ¿Y qué propone usted que hagamos, jefe? -preguntó Navarro.
– Dedicarnos hoy a la isla de Sancti Petri. Esta tarde, después de que haya hablado con Soto y sus colegas, celebraremos otra conferencia.
Terminado el oficio de prima, Elena Fernández se sentó en el claustro a la espera de que los componentes de la orden saliesen de la capilla y se dirigieran a sus respectivos quehaceres. Aunque le sorprendió no ver a sor Encarnación en su lugar de costumbre, supuso que le habrían asignado alguna tarea en la cocina, pese a lo muy insólito que resultaba el que cualquiera de las monjas faltase a un oficio canónico.
Cuando todo le pareció en calma, Elena volvió a la capilla y se cercioró de que estaba vacía. Recorrió el pasillo central y abrió la puerta de la sacristía. Al no ver a nadie allí, tanteó la puerta metálica que existía a la derecha y que, supuso, daba acceso a la caverna inferior. La desilusionó encontrarla cerrada. Mirando su reloj, vio que eran más de las ocho. ¿Qué podía haberle ocurrido a la bondadosa y anciana monja? Pensando que era imprudente permanecer allí, vacilaba. Quizá no tardara en aparecer sor Encarnación con las llaves para enseñarle la sagrada cueva.
El nerviosismo de Elena aumentaba a medida que transcurría el tiempo: cinco minutos, diez… Y entonces, cuando ya se disponía a retirarse y salir al encuentro de la cocinera, para preguntarle si había visto a la anciana religiosa aquella mañana, oyó voces masculinas en la iglesia. Santo Dios, ¿y si entraban en la sacristía? La mirada que lanzó con desespero a su alrededor, topó con una hilera de casullas y albas colgadas en un armario entreabierto. Armándose de súbita resolución, se escondió lo mejor que pudo detrás de ellas.
En ese momento entró el padre Sanandrés, acompañado por el coronel y el capitán de los dos días anteriores. Elena contuvo el aliento, confiada en que no asomase su ropa. Llevaba en el bolsillo derecho el magnetófono japonés en miniatura. Sacándolo con sigilo, orientó hacia los recién llegados su potente micrófono direccional.
– Pero tiene usted que ayudarnos, padre -estaba diciendo el coronel-; es su deber para con Dios y con España, y también en memoria del difunto Caudillo.
– ¿Se dan cuenta del gravísimo peligro que correrían mis hermanos y hermanas de la orden si fueran ustedes descubiertos? -arguyó el prior en tono quejumbroso-. En mí, como es natural, no pienso.
– No hay ningún riesgo, en absoluto -dijo con firmeza el joven capitán-. Usted ya sabe que el almirante está de acuerdo en hacerles salir antes de veinticuatro horas.
– ¿Está seguro de que resultará? -insistió nervioso el padre Sanandrés.
– Claro que resultará. Usted nos ha indicado la manera de hacerlo.
– Pero puede haber espías entre nosotros, entre los seglares, que se percaten de lo que está ocurriendo. Por no hablar de una de las hermanas, que podría ser un eslabón débil.
– Por eso hemos decidido adelantarlo un día y actuar mañana por la noche, aprovechando la Procesión del Silencio -dijo con brusquedad el coronel-. Es la ocasión ideal. Su gente estará o en la calle o acostada, de modo que podremos entrar en el convento con nuestros hombres cuando la ciudad quede a oscuras. Nadie nos verá.
– Y usted no tiene por qué verse comprometido para nada, padre -le animó el capitán joven-. Lo único que le pedimos es que nos facilite la llave de la reja y la de esta puerta.
– Lo mejor es que usted se una a la procesión de medianoche, padre, como estaba previsto -ordenó el coronel-. Con eso tendrá una coartada perfecta.
Estaba claro que el prior titubeaba.
– Vamos ya -dijo el coronel-, no tiene más que indicarnos cómo funciona el mecanismo, su truco de la cueva.
– Está bien -dijo por fin el padre Sanandrés con la mayor desgana-, pero que Dios me ayude.
– Él nos ayudará a todos, padre. Esto se hace en su nombre -le recordó el coronel.
Se oyó un rechino, al abrir el prior la pesada puerta metálica, y a continuación los tres hombres bajaron a la cueva, cerrando a su espalda.
Emocionadísima por lo que acababa de oír, Elena salió sigilosamente de su escondrijo y tanteó la puerta de la cueva. Habían cerrado con llave. Resolvió que lo primordial era transmitir a Bernal la nueva información, y que no debía emprender nada que comprometiese ese objetivo. Se asomó a la puerta de la sacristía y vio que no había nadie en la iglesia. Salió sin hacer ruido, y sin percatarse de la mirada que, fruncido el ceño, le dirigía sor Serena tras el enrejado de la galería.
Ángel, que vigilaba la puerta del convento desde la pensión de enfrente, vio llegar a los dos militares poco antes de las ocho, y les fotografió mientras esperaban a que les abriese la tornera. Estaba al tanto de que Bernal había dispuesto lo necesario para enviarle a Elena aquella tarde, por mediación de la catalana, un mensaje en el que, tras indicarle que tenía vigilado el cenobio, le pedía, en caso de necesitar ayuda, que hiciese por la ventana una señal con un pañuelo blanco.
Cuando los dos oficiales reaparecieron al cabo de media hora, Ángel tuvo ocasión de fotografiarles mejor, de frente. Ningún otro movimiento se produjo hasta las nueve, cuando una mujer de negro, de pelo oscuro y corta estatura, salió con unas bolsas al brazo. Aunque pensó que debía de ser la cocinera, que iba de compras al mercado, Ángel tomó una instantánea de ella, por lo que pudiera ser.
El resto de la mañana no trajo más novedades que el retorno de la presunta pitancera, cargada de fruta y hortalizas. Ángel esperaba con ansia su relevo a la una, por uno de los hombres de Fragela, con lo cual podría llevar la película al laboratorio, a fin de que la revelasen.
Lista, Miranda y Varga atracaron en la isla de Sancti Petri a las once menos cuarto, en una lancha de la guardia costera y acompañados por tres números de la Guardia Civil. Persistía el buen tiempo, y el sol quemaba en la cabeza mientras subían los peldaños de piedra que llevaban a las ruinas del castillo.
– La marea está demasiado alta para meterse en la cueva, Carlos -dijo Lista a su colega al indicarle el pozo natural.
– Empecemos por registrar concienzudamente el castillo -propuso Varga-, mientras que los guardias civiles inspeccionan el resto de la isla.
La mañana, fatigante e infructuosa, se les fue en hurgar en el cascote acumulado entre los muros de aquel castillo del siglo dieciocho, donde se vieron sorprendidos con frecuencia por las aves marinas, alarmadas al pasar la expedición junto a sus ocultos nidos, y Miranda sufrió el ataque de un alcatraz airado.
El sargento de la Guardia Civil se presentó a la una, para dar cuenta de que él y su grupo no habían encontrado nada de interés aparte de una serie de desechos procedentes de naves, los cuales, atrapados entre las rocas bajas, no parecían sin embargo guardar relación alguna con la operación clandestina Melkart. Lista, que se había asomado al pozo, distinguió por fin algo de luz natural procedente del extremo que daba al mar, debajo del castillo. Entretanto, Varga conectó una potente lámpara de arco cuyo foco orientó hacia el interior del respiradero.
– Ahora consigo ver la arena del fondo -dijo-. Pronto podremos bajar. Aún se distinguen aquellos dos surcos en el guijo. La marea no los ha borrado del todo.
También Miranda se asomó para poder echar una ojeada.