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– Como en tus fotos de ayer, Juan, estaban muy hundidos, ¿no es eso prueba de que eran recientes?

– Sí, tienes razón. Seguramente de ayer por la mañana, después de la pleamar.

– En tal caso, conviene que vayamos con cuidado y no bajemos sin armas.

– ¿Por qué no almorzamos ya? Así damos tiempo a que mengüe la marea.

Cuando por fin regresaron al pozo, Lista dijo:

– No es necesario que vayamos los tres, Carlos. Varga y yo podemos encargarnos del trabajo mientras tú coordinas la operación desde aquí arriba.

Miranda, que ni era muy atlético ni soportaba demasiado bien las alturas, aceptó al momento.

Los guardias civiles tendieron cuerdas para bajar a Varga y a Lista. Vieron que la escala del día anterior seguía en su sitio, pero, de forma inexplicable, sólo salvaba menos de la mitad del ascenso.

– Como ya he bajado, yo iré primero -ofreció Lista.

Cinco minutos más tarde, alcanzó el fondo, y se quedó esperando a que Varga se reuniese con él. Éste, más pesado y menos seguro del camino, no bajó con tanta rapidez. A la luz de la mañana, que entraba a raudales por el rocoso pasaje comunicante con el mar, inspector y técnico advirtieron que los surcos tenían aún alrededor de quince centímetros de profundidad y se prolongaban unos ciento cincuenta metros por un pasillo de alto techo, hasta la misma orilla, al lado occidental de la isla. Encontraron allí una playita de guijarros bordeada a afiladas rocas.

– Un lugar muy peligroso para entrar embarcaciones, ¿no te parece? -comentó Varga.

– Sobre todo, de noche -dijo Lista-. Tendría que ser de pequeño tamaño, y llevar muy buena luz.

Observaron que los dos surcos paralelos se hundían en la arena al borde de la orilla. Al volverse ambos para inspeccionar el extremo interior del pasaje rocoso, Varga levantó la vista hacia las empinadas vertientes del acantilado, cubiertas de guano.

– Por ahí, desde luego, no se puede subir sin equipo de escalada -observó-. Pero fíjate: la boca de la cueva tiene pintada una señal encima.

Entre el guano blanco grisáceo de la roca destacaban, en efecto, unos garabatos trazados con pintura de un verde claro y mate.

– Me parece que son letras árabes -dijo Lista-. No son fáciles de ver enseguida. ¿Y si las fotografiases?

Hecho eso, Varga pidió a su compañero que le ayudara a trepar hasta la inscripción. Para facilitar el ascenso, lanzaron una cuerda alrededor de una roca alta. Una vez arriba, Varga desprendió, con ayuda de un cortaplumas, una muestra de pintura que introdujo en un sobre de plástico transparente.

– Estoy casi seguro de que es pintura luminosa -comentó mientras bajaba-. Lo veremos nada más entrar.

En tanto desandaban el camino por el largo pasaje rocoso, examinaron centímetro a centímetro paredes y techo, que aparecían cubiertos de grandes conchas fosilizadas entre pequeñas porciones de caliza. Al llegar a la base de la chimenea, vocearon, para que Miranda les oyese, que iban a inspeccionar el interior de la cueva.

– Apaga -pidió Varga-, que veamos si es pintura luminosa.

Las partículas de pintura arrojaban un pálido resplandor verdoso en el oscuro seno de la gruta.

– Quiere decir que cuando llegan de noche, se orientan por la señal fosforescente -señaló Lista-. De todas formas, deben tener una vista muy aguda.

– Probablemente se conocen esta isla como la palma de la mano -repuso Varga, al tiempo que encendía de nuevo la potente linterna-. El letrero no pasará de ser una ayuda más.

– Echemos una ojeada a la parte de dentro. La linterna que traía ayer no daba bastante luz. Si tienen algo almacenado aquí, ha de estar en el fondo, por encima del nivel de la marea.

El pasadizo, que en ese punto tendría unos tres metros de anchura, se prolongaba por espacio de otros cincuenta, para, de pronto, desembocar en una amplia cavidad, de suelo cubierto de rocas irregulares y alto techo con largas estalactitas.

– Esto por lo menos está seco -dijo Varga mientras recorría la bóveda con el haz luminoso. Al bajar el foco, descubrieron con asombro un grupo de siluetas humanas tumbadas entre las rocas en posturas de borracho.

– Dios mío, si parece un templo pagano -exclamó Lista con un suave silbido.

Aproximándose a la primera figura, la examinaron de cerca. Era claramente de factura humana, tallada en mármol blanco, pero la acción de las mareas de muchos siglos había borrado los contornos y picado la superficie, hasta privarla curiosamente de rasgos.

Varga pasó la mano por la cabeza de la estatua.

– Creo que estamos en presencia de lo que queda del templo de Melkart -dijo Lista en tono reverente-. Qué pena que el mar haya erosionado estas figuras. En otro estado de conservación, habría sido un monumento nacional.

Varga enfocó la linterna hacia el fondo de la gruta, donde captaron un súbito movimiento sobre una de las estatuas mayores, a lo cual Lista desenfundó su pistola reglamentaria y la amartilló. Avanzaron cautelosamente hacia la escultura, que daba la impresión de tener una abundante melena negra azulada, en la cual algo parecía agitarse.

Varga rompió a reír.

– No es más que una estrella de mar, que nos saluda moviendo los brazos.

– Pero ¿y lo que parece una cabellera? -preguntó Lista sobrecogido.

Varga se acercó más a la estatua y examinó la cabeza.

– Está cuajada de mejillones, y la estrella de mar se los está comiendo. No hay nadie aquí.

Lista, que contemplaba con horrorizada fascinación el repugnante animal, dijo:

– ¿Y si debajo de esos mejillones estuviera la cabeza del propio Melkart, el Hércules tirio?

– Podría ser. Dejemos que lo resuelvan los arqueólogos. Si esto llega a su conocimiento, bajarán aquí en manada.

Aunque registraron a fondo la amplia caverna, no encontraron nada de interés militar.

– Veamos, si tuvieras que usar este sitio como base provisional, ¿dónde guardarías tú el equipo y los pertrechos? -preguntó Lista a su compañero.

Varga reflexionó.

– Donde estuviera bien resguardado de la pleamar -dijo-. Pero el único lugar que ofrece aquí esa condición es el techo, y como puedes ver, no hay nada ahí arriba.

– ¡La escala de cuerda! -exclamó Lista con súbita lucidez-. Termina casi a media altura del pozo. Veamos por qué.

Se sirvieron del flash para sacar fotos de la cámara interior y de las erosionadas estatuas, tras lo cual volvieron a la base de la chimenea. Varga ascendió en primer lugar por la escala, examinando con especial cuidado las paredes del pozo natural.

– Aquí hay una marca de la pleamar -voceó en dirección a su acompañante, mientras Miranda les observaba desde arriba-. Está a unos doce metros de altura. Si esconden algo aquí, tiene que ser por encima de este nivel.

Estaba a punto de alcanzar el extremo superior de la escala, cuando dijo en voz alta:

– Aquí hay una grieta ancha.

– ¿Es lo suficientemente grande como para que podamos entrar? -indagó Lista.

– No creo; pero el brazo sí puedo meterlo -enfocó con la linterna el interior de la fisura-. Hay unas cajas aquí.

– Espera, que subo -gritó Lista.

Poco a poco, con ayuda del cesto que Miranda y los guardias civiles les habían bajado prendido de una cuerda, fueron vaciando el escondrijo, cuyo contenido fue izado a la superficie. El alijo consistía en ocho cajas de municiones, rotuladas en francés. En su interior descubrieron dos docenas de granadas submarinas, diez pequeñas minas adhesivas, cierta cantidad de explosivo y dos fusiles de arpón.

– ¿Aviso por radio a Comandancia y les pido instrucciones? -preguntó el sargento de la Guardia Civil.

– No, no lo haga -repuso Miranda-: podrían interceptar el mensaje. Habrá que discurrir lo que Bernal querría que hiciésemos.

– En mi opinión -dijo Lista-, hay que retirar este material y dejar desarmado al enemigo.

– Estoy de acuerdo -repuso Miranda-. Como es natural, se darán cuenta de que hemos estado aquí, pero eso es preferible a que utilicen estas municiones para volar los barcos que tenemos en el puerto.