– Porque enviaron señales a la costa, sólo que no sabemos a quién. Pero organizándolo con cuidado, tenemos la posibilidad de capturarlos el sábado a última hora, cuando se reúnan cerca del cabo Roche.
Se prolongó la discusión. Mientras que Soto, el oficial de relaciones políticas y el gobernador militar secundaban las medidas recomendadas por Bernal, los tres vicealmirantes eran contrarios a ellas. El comisario sacó la neta impresión de que el capitán general se decantaba en favor de él cuando dijo:
– Señores, no creo que esta mañana podamos hacer mucho más que poner nuestra flota en estado de Alarma Roja. Habrá que hacer regresar a todos los oficiales y tripulantes que se encuentran de permiso y activar las reparaciones, de forma que, en caso necesario, todas las unidades estén dispuestas para hacerse a la mar. En cuanto hayamos terminado la reunión, pondré en conocimiento del jefe de la JUJEM las demás sugerencias del comisario, sobre la conveniencia de reforzar nuestros enclaves del norte de África. Entretanto confío en que colaborarán con el comisario y sus colegas en la adopción de contramedidas precisas, especialmente en lo que se refiere a la captura de los componentes de la Organización Melkart tanto en nuestras costas como en nuestras aguas territoriales. Vigilancia, sigilo y firmeza en la actuación: que sean ésas, señores, nuestras consignas.
Elena Fernández pasó la mañana del jueves presa de una febril agitación. Redactó un informe en el que exponía al comisario Bernal las circunstancias en que había grabado la conversación del prior con los militares conjurados. Señaló también su decisión de explorar la sagrada cueva en cuanto se le presentase la oportunidad. Y mencionó brevemente la entrevista personal solicitada por sor Encarnación, que no había acudido a la cita.
Introdujo informe y grabación en un sobre de papel manila que, cerrado y dirigido al comisario, se guardó en el hondo bolsillo del hábito, antes de dirigirse hacia la cocina. Se ofreció allí a colaborar en la preparación del sencillo almuerzo, consistente en un estofado de lentejas, precedido por un plato de acelgas. El postre, representado por un buen surtido de fruta, no dejaría de ser una compensación. Elena dio por sentado que las colaciones se harían aún más frugales conforme se acercara el Viernes Santo.
La cocinera era una mujer hosca y taciturna que rara vez llevaba sus respuestas más allá de un gruñido, de modo que Elena llegó a preguntarse si sería subnormal. Aun así, trató de sonsacarla.
– ¿No ha visto hoy a sor Encarnación?
– Ngg -contestó la mujer de negro pelo, mientras estrujaba una lenteja entre índice y pulgar, para ver si la cocción era satisfactoria.
– Pero ¿no ha tomado nada? No la he visto a la hora del desayuno.
– Se lo subió sor Serena.
– Eso será.
Aquello cuando menos explicaría el que la anciana religiosa no hubiese acudido a la sacristía después de prima. Viendo que no quedaba mucho más por hacer, Elena se fue al patio trasero, donde encontró a la señora de Bernal y a sor Serena ocupadas todavía en prender flores en el paso del Huerto de Getsemaní.
– ¿Nos acompañará en la procesión de mañana por la noche, señorita? -preguntó Eugenia-. Como sabe, es la más solemne de la semana.
– Creo que debería ir -repuso Elena dubitativa-, sólo que no sé si tendré fuerzas para caminar tanto.
– La distancia no es mucha -dijo Eugenia-: tres kilómetros nada más; la verdadera penitencia está en la lentitud del paso.
– Se hacen muchos altos -intervino incisiva sor Serena-, y usted es joven y está llena de salud. Le sentará bien a su alma.
Elena se daba cuenta de que su deber profesional estaba en quedarse en el convento, atenta a la llegada de los conspiradores con los reclusos, en el supuesto de que coronasen con éxito la operación encaminada a liberarlos. Tendría que encontrar a última hora un pretexto para excusar su asistencia.
Bernal y Fragela habían salido de la reunión de Capitanía General y se encaminaban a Cádiz en el 124 Supermirafiori tras haber convenido en encontrarse con el contraalmirante Soto y su oficial de relaciones políticas, para almorzar en el restaurante El Anteojo. Mientras circulaban a buena marcha por la Vía Augusta Julia, el comisario le preguntó a Fragela qué se había dicho en la sala durante su momentánea ausencia.
– Fue más que nada una discusión entre los tres vicealmirantes y el gobernador militar de la provincia, que tomó abiertamente partido por usted. Los otros protestaron mucho de que un comisario de la DSE de Madrid viniese a darles lecciones, y acerca de lo caro y difícil que resultaría desatracar la flota con tan poco tiempo, y de los peligros de una reacción desproporcionada.
– Ya es hora de que vean un poco de acción auténtica -repuso Bernal fríamente-. No son más que una colección de almirantes de gabinete que nunca se han hecho a la mar en servicio efectivo. Son mentalidades burocráticas y les trastorna tener que desempeñar la tarea por la cual se les paga.
– El oficial de relaciones políticas también apoyaba la opinión de usted, comisario, pero consideraba inconveniente que la salida de la flota pudiera interpretarse como una amenaza a los británicos de Gibraltar. Propuso que se les informara en secreto del propósito de nuestros movimientos navales, y también a los americanos, según lo establecido por el tratado bilateral.
– Tiene razón desde luego, aunque la CIA y los Servicios Secretos británicos se enterarán antes de que se lo digamos. ¿Cree usted que se puede confiar en el comodoro en el otro asunto, en el de los militares conjurados?
– Seguro que sí. Cuando el contraalmirante dice que los Servicios de Información de la Segunda Bis le han dado pleno acceso a materias reservadas…
El coche se detuvo por fin ante las lunas del moderno restaurante de la Alameda de Apodaca, y Bernal consultó su reloj.
– Quedamos a las dos, ¿verdad, Fragela? -el inspector asintió-. Entonces, tenemos tiempo para dar un paseo. Aprovechemos el sol subiendo por el mirador hasta la Batería de la Candelaria.
El amplio paseo con vistas a la bahía, estaba muy concurrido: marineros con sus lepantos, en cuyo frontal llevaban bordado el nombre de los respectivos barcos, y con el «taco» o cuello de gala, con motivo de la Semana Santa; elegantes señoras de negra mantilla y alhajadas peinetas firmemente prendidas en los altos peinados; y numerosas jóvenes empujando cochecitos de niño.
Vuelta la vista hacia los edificios con fachada al mar, el comisario reparó en una serie de enseñas extranjeras.
– Veo que los consulados siguen estando aquí -comentó.
– Sólo que, con la decadencia del puerto comercial, no hay tantos como antes, comisario.
– Supongo que los instalarían ahí por la frescura de las casas y el magnífico panorama.
– Más que nada, por lo que tenían de puesto de observación sobre el tráfico de la bahía. Eso explica también las torres de vigía que tienen en toda la ciudad las casas de los comerciantes.
Entretanto habían alcanzado las almenas de la Candelaria, con su amplia vista, que se extendía hasta alta mar.
– ¿Verdad que éstos son los escollos donde encontraron el cadáver del submarinista? -preguntó Bernal, señalando hacia el norte.
– Sí; con la marea baja, quedan al descubierto -repuso Fragela, que estaba mirando hacia poniente-. Ahí tiene tres barcos de guerra camino del Atlántico, comisario. Un destructor y dos fragatas.
Bernal fijó la vista en los tres navíos, pintados de gris naval, en su resuelto curso hacia el oeste.
– Deben ser naves británicas que han salido de Gibraltar rumbo al Atlántico Sur.
Descendieron paseando por la alameda y se instalaron en la terraza de El Anteojo, donde encargaron sendos gintonics. Poco más tarde se detenía junto a ellos el coche oficial del contraalmirante. Al apearse, Soto les dijo entusiasmado: