– ¿Los han visto? Eran el Glamorgan y dos fragatas, armados hasta los dientes y navegando a toda máquina.
– También su flota tendría que salir de puerto, contraalmirante -replicó Bernal-, si no quieren que vuele en mil pedazos.
Conforme a lo solicitado por Bernal, el inspector Miranda fue a visitar al profesor Castro en la Facultad de Letras. Encontró al bueno del erudito enfrascado en sus cultos libros, al extremo de su mesa de trabajo, donde cartas y documentos se amontonaban caóticamente hasta una altura de casi medio metro.
Escandalizado por aquel desorden, el metódico Miranda se preguntó cuántas de aquellas cartas estarían por contestar.
– Estoy seguro de que tengo por aquí una nota sobre Melkart que podría servirles -anunció Castro-. Como bien sabrá, era el Hércules Tirio, cuyo templo se encontraba en Herakleion, que algunas autoridades identifican con la isla de Sancti Petri.
– Sí, hasta ahí ya hemos llegado -repuso Miranda-, y es posible que más adelante podamos darle noticias sobre un hallazgo arqueológico efectuado allí.
– Magnífico. Por mucho trigo, nunca es mal año -dijo el profesor Castro mientras contemplaba reflexivamente la increíble montaña de papeles-. Veamos… Sí, fue hace unos seis meses -detuvo la mano a la altura de los primeros diez centímetros del montón-. Me hicieron otra consulta acerca de Melkart. Ah, a lo mejor es esto -como por ensalmo, extrajo la carta deseada entre los muchos centenares apilados sobre la mesa-. Sí: era del gerente de un hotel próximo a Chiclana. Aquí está: el Hotel Salineta. Había recibido de Rabat un extraño escrito, en francés, en el que le preguntaban si estaría dispuesto a alquilar su hotel durante los meses de invierno, cuando el establecimiento suele cerrar, a una organización comercial marroquí llamada Melkart. La consulta era por si sabía yo algo al respecto, pero yo no sabía nada.
– ¿Y les alquiló el hotel?
– Ah, eso no lo sé. Como no podía ayudarle, no le contesté.
– ¿Me permitiría llevarme esta carta, profesor?
– Por supuesto. Como ve, tengo muchas más aquí. No las leo todas.
Contemplando la carta que había traído Miranda, Paco Navarro se preguntó si debían esperar a que Bernal regresase de su almuerzo con el contraalmirante. Pero ¿y si los cómplices de Melkart tuviesen verdaderamente su guarida en el Hotel Salineta? Urgía averiguarlo. Decidió telefonear al capitán Barba de la Guardia Civil de Chiclana, que tan útil se había mostrado en la investigación de la muerte del sargento Ramos.
Puesto al habla con él, Barba expresó su vivo deseo de cooperar.
– Conozco ese hotel, inspector. Antes de la guerra civil estuvo muy en boga como balneario, a causa de sus manantiales de agua sulfurosa. Últimamente lo han modernizado añadiéndole una piscina y pistas de tenis. Sus clientes, durante la temporada de verano, son gente de edad, dedicada a profesiones liberales, pero no suele recibir turistas extranjeros.
– ¿No podría enterarse por la gente del lugar si está abierto durante la Semana Santa?
– Seguro que no lo está, inspector. Aquí la temporada no empieza hasta finales de mayo, y el hotel suele cerrar durante los meses de invierno, aunque creo que se lo alquilan a una organización comercial.
– No se persone allí ni telefonee, Barba, pero averigüe lo que pueda por otros medios. A ser posible, nos gustaría dar con el gerente o con los propietarios del hotel, para ponernos en contacto con ellos. El comisario Bernal le llamará a su regreso.
Ante la ausencia de sor Encarnación también durante el almuerzo, Elena decidió preguntar por ella a sor Serena.
– Nuestra querida hermana, señorita, está in clausura hasta el Viernes Santo -respondió fríamente la monja-, en severísima penitencia. Quizá le convendría a usted hacer lo mismo.
Mientras aguardaba en el claustro a la ceremonia de la Adoración Diurna, Elena siguió las idas y las venidas de sor Serena, si bien al padre Sanandrés no se le veía por ninguna parte, como tampoco se produjeron nuevas visitas de los oficiales.
Al sonar, a las seis menos cuarto, el timbre de la entrada, Elena se quedó esperando con vivo interés la aparición de la catalana, a fin de entregarle el crucial mensaje destinado al comisario. En ese momento se presentó Eugenia Bernal para proponerle que fuesen a rezar juntas a la capilla a la espera de vísperas. Elena la siguió de mala gana, y estuvieron arrodilladas una al lado de otra, ante la imagen de Nuestra Señora de la Palma, hasta el toque del ángelus.
Luego, Elena y Eugenia ocuparon sus lugares habituales detrás de los religiosos de la congregación, y el padre Sanandrés salió de la sacristía, con semblante que a Elena le pareció preocupado, luciendo vestiduras moradas. Al empezar el oficio, Elena lanzó una ojeada hacia las seglares que se encontraban a su espalda, pero no localizó a su enlace.
Impartida su bendición final, el padre Sanandrés avanzó hasta el pie del altar y miró por el panel de cristal hacia la Santa Cueva. Permaneció allí durante un rato, con los brazos en cruz. Conforme pasaban los minutos, Elena fue sintiendo la presión de las mujeres situadas a su espalda, que avanzaban ansiosas, y al poco tiempo cundieron murmuradas expresiones de desaliento.
– ¡Hoy ha fallado! ¡No brota el agua sagrada!
Por fin el padre Sanandrés se volvió hacia la congregación y levantó la diestra.
– Parece ser que en estos días postreros de la Cuaresma, en que se nos llama a la más rigurosa penitencia, el agua milagrosa no fluye -una larga lamentación sonó entre las mujeres-. Mañana, por ser Viernes Santo, no habrá ceremonia de Adoración Diurna. Espero que todas nos acompañéis en nuestra Procesión del Silencio, siguiendo nuestro paso del Descendimiento de la Cruz.
De nuevo se volvió Elena hacia las mujeres, que murmuraban desilusionadas, sin que lograra ver a su enlace. Ante la urgencia de hacer llegar el mensaje a Bernal, se escabulló del banco, salió a la puerta y allí se quedó esperando. Sor Serena apareció de súbito.
– Señorita, ¿querría ayudar a la señora de Bernal con el paso mientras yo acompaño a las mujeres a la puerta?
– No faltaría más. La esperaré aquí.
Elena examinó con desespero los rostros de las seglares que iban desfilando bajo la severa mirada de sor Serena, pero estaba claro que la catalana alta no había acudido. Estando tan cerca la monja de prietos labios, no había manera de enviar el sobre por mediación de alguna de las otras mujeres. Discurrió premiosamente una posible solución. Acceder al único teléfono de la casa, que se encontraba en el despacho del padre Sanandrés, siempre bajo llave, era imposible: había tanteado la puerta en varias ocasiones. ¿Salir del convento y transmitir personalmente el mensaje a Navarro, por teléfono? La petición de interrumpir su retiro suscitaría vivas sospechas, y era indispensable ampararse en su supuesta identidad hasta que los militares hubieran llevado a término su plan.
Después de que la portera hubiese acompañado a la salida a las visitantes, a quienes mandó con viento fresco, Elena se fue abatida hacia el patio trasero, donde encontró a Eugenia Bernal aplicada ya a su trabajo. Era ella su último recurso: podía confiarse a la señora de Bernal y pedirle que se pusiera en contacto con su esposo.
Antes de cenar, Elena subió a su celda y se asomó con desaliento a la ventana enrejada. ¿Tenía algún otro medio de dar curso al mensaje?
A escasos metros de donde Elena se encontraba, Ángel Gallardo estaba dando vueltas intrigado a la escena que había visto desarrollarse, hacía casi una hora, a la puerta del convento. Una monja de severo semblante había abierto el postigo al grupo de mujeres que aguardaban con sus botellas vacías, pero a una, la más alta, de pelo castaño, le cerró el paso al alcanzar la angosta entrada. Siguió a eso una acalorada discusión, en su mayor parte inaudible para Ángel, tras lo cual, y admitidas ya las demás mujeres, la proscrita se había alejado calle abajo, a paso vivo y enojadísima.