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– Señora, ¿podría hablar con usted en la mayor confianza?

– Desde luego, querida.

– No sabrá usted, supongo, que pertenezco al equipo de inspectores de su esposo, en Madrid.

– Estaba segura de eso, querida. Te reconocí la voz en cuanto llegaste. ¿No hablamos una vez por teléfono?

A Elena le alarmaron esas palabras.

– No le habrá contado a nadie que soy de la policía, ¿verdad? -dijo inquieta.

– Por supuesto que no.

Resolviendo que ya no tenía nada que perder, Elena agregó:

– También debería decirle que en realidad estoy aquí cumpliendo órdenes de su esposo, en un servicio especial, y me pidió que, en caso de apuro, me dirigiese a usted.

– ¿Y estás en apuros, pequeña?

– Así es. Necesito hacerle llegar un mensaje, y contaba con que usted me ayudase.

– Lo haré, naturalmente, pero él está ahora en Madrid.

– No, señora, no lo está. El Gobierno le ordenó que se quedara en Cádiz, para conducir una importante investigación.

Aunque se quedó estupefacta al oír eso, Eugenia convino en hacer lo que Elena le pedía.

– Quisiera que le entregase este sobre, pero sin que nadie se entere de ello aquí.

– Veré lo que puedo hacer, aunque si salgo del convento antes de que lo haga el paso, a las nueve, parecerá extraño.

– ¿No podría encontrar alguna excusa? -dijo Elena angustiada-. Es indispensable que reciba el mensaje lo antes posible. ¿No podría decir que sale a buscar más flores para el paso, o algo así?

– Si tenemos flores de sobra, querida. Déjame el sobre y veré qué se me ocurre. ¿Dónde encontraré a mi marido?

– Puede dejarle mi encargo en el Hotel de Francia y París, que está, subiendo, en la calle principal, y pedirle al recepcionista que le telefonee urgentemente. Pero, sobre todo, que ninguna otra persona de aquí vaya a enterarse -suplicó mientras le deslizaba el sobre con la grabación y el informe-. ¿Ha comprendido? Nadie en absoluto.

Ángel, que había reemprendido a las nueve menos cuarto la vigilancia del convento, no logró ver a la cocinera salir hacia el mercado ni volver de allí, pero sí lo consiguió el hombre de Fragela, que anotó marcha y regreso con sus horas exactas. Poco después de las nueve, Gallardo observó movimiento en la ventana de una de las celdas de enfrente y vio asomar entre el enrejado una pálida mano que, avanzando cuanto se lo permitían los barrotes, dejó caer un papel a la calle. Pensando que podía tratarse de Elena, que enviaba una nota al Exterior, Ángel sacó la cabeza por la ventana del hostal, para que ella le viese. Pero la mano se retiró a toda prisa y cerraron la ventana.

Gallardo bajó corriendo a la calle y salió en busca del papel, que había ido a parar al arroyo. De vuelta en el vestíbulo de la pensión, desdobló la nota. Constaba de una sola palabra, socorro, trazada con temblorosa caligrafía y seguida de una cruz. ¿Habría Elena escrito semejante mensaje, y sobre todo, firmado con una cruz? Resolvió telefonear a Navarro de inmediato.

Bernal subió al despacho de Soto, donde halló al contraalmirante esperándole.

– Comisario, se está haciendo todo lo preciso para que los barcos queden listos para zarpar. El único problema lo plantea el buque de desembarco Velasco que se encuentra en reparaciones en La Carraca. Los obreros están trabajando de lleno para terminarlas mañana, antes del mediodía.

– Ese buque podría ser vital para el transporte de tropas -comentó Bernal-. Es necesario que terminen a tiempo.

– La decisión definitiva de enviar la flota al norte de África la tomarán la JUJEM y el Gobierno mañana a primera hora. Entretanto han enviado rumbo al sur, para reforzar Cádiz, barcos de las bases de El Ferrol, Mallorca, Menorca y Cartagena. Levaron anclas esta mañana.

– Buena noticia -replicó Bernal.

– La JUJEM también ha ordenado el envío de tropas de Sevilla a San Fernando, y ha puesto a nuestra disposición un escuadrón de los GEO.

– Esos chicos del Grupo Especial de Operaciones podrían sernos muy útiles en el Hotel Salineta -observó el comisario, que seguidamente comunicó a Soto las últimas noticias sobre los marroquíes escondidos en Chiclana.

– Tengo cierta información para usted, Bernal. Eche una ojeada a este catálogo confidencial que el vicealmirante encargado de los suministros y pertrechos se dignó pasarme esta mañana.

El folleto, que llevaba el nombre de una firma británica, iba dirigido a empresas de suministros navales de todo el mundo y presentaba un nuevo y revolucionario modelo de embarcación de alta velocidad, capaz, entre otras cosas, de sumergirse y estacionarse en el lecho marino, y de deslizarse, sin ser detectada, hasta un determinado objetivo. Sus dimensiones eran sólo de 5 metros de largo, por 1,5 de ancho y 1,25 de alto, y su reserva de combustible le permitía transportar a cuatro tripulantes en recorridos de hasta cien millas náuticas. Su velocidad máxima en superficie era de treinta nudos, y sus dos motores eléctricos la facultaban para desplazamientos de hasta seis millas náuticas en inmersión. A causa de su tamaño, lograba pasar inadvertida para la mayoría de detectores de radar y sensores sonar. La nueva embarcación, accesible a las armadas extranjeras, podía resultar un arma valiosísima en la lucha contra la piratería, el contrabando y el terrorismo. Bernal pensó que, de caer en malas manos, podía ser empleada precisamente para esos fines.

– Según los fabricantes, Soto, las armadas extranjeras han encargado ya una serie de estas embarcaciones. Muy bien podría ser una de ellas la que vieron los pescadores en la bahía. Habrá advertido, supongo, que las paredes laterales se deshinchan por medio de una bomba cuando se sumerge y que se adhieren a los costados del casco, de fibra de vidrio. Eso explicaría los surcos paralelos que vimos en la arena, en la isla de Sancti Petri.

– Lo mismo opino, comisario. Podría ser ésta la embarcación que emplean.

– ¿Habría manera de averiguar si han entregado alguna a Marruecos?

– Lo intentaré, desde luego.

Elena se sintió descargada de un peso enorme al avenirse Eugenia Bernal a llevar el mensaje a su marido. Resuelta entonces a introducirse, si le era posible, en la cueva situada bajo el altar, entró en la iglesia, que le pareció vacía. Acercándose a la imagen de Nuestra Señora de la Palma, envuelta en un crespón negro, encendió una vela, mientras miraba sigilosa a su alrededor. Aparte del chisporroteo de los cirios, no se percibía sonido alguno. Tanteó la puerta de la sacristía. No estaba cerrada con llave. Una vez dentro, probó la manija de la puerta metálica, y su asombro fue grande al ver que cedía. Trasponiéndola con el mayor silencio posible, aplicó el oído hacia las reprimidas voces que ascendían de la sagrada cueva.

Reconoció la voz áspera de sor Serena y las quejumbrosas protestas del padre Sanandrés, pero no alcanzó a oír lo que decían en lo que era, sin duda, una discusión. No se les veía, porque estaban en un cuartito situado debajo de la sacristía, con la puerta entornada. Elena descendió los peldaños de piedra y se acercó al pozo sagrado, que tenía a su alrededor un pretil de piedra, construido sobre la caliza natural de la roca. Decidió esconderse detrás de aquel murete y sorprender cuanto pudiera de la conversación.

El padre Sanandrés y la monja salieron poco más tarde y subieron a la sacristía sin volverse ni echar la llave a la puertecilla inferior. Cuando les hubo perdido de vista, Elena se asomó al pozo, pero no consiguió ver nada. Deslizándose a continuación tras la pequeña puerta, se encontró en una especie de vestuario, en cuya pared colgaba de un gancho un traje de submarinista. Advirtiendo, al examinarlo, que estaba mojado, se llevó a los labios una gota de agua: a diferencia de la que se dispensaba a diario a las mujeres, aquélla era salada. Un misterio que le pareció importante resolver. Las aletas del equipo de inmersión habían dejado en el suelo de piedra un rastro que llevaba a una pared desnuda. Al llegar a ella, palpó cuidadosamente la mampostería y la golpeó con los nudillos. Los ladrillos del centro, que sonaban a hueco, apuntaban claramente la existencia de una puerta falsa.