Aunque examinó con detenimiento el contorno, Elena no vio más que una pequeña imagen de Nuestra Señora de la Palma, en el muro lateral, con un ramillete de flores debajo. Inspeccionó de cerca la estatuilla, que palpó en toda su superficie, sin descubrir nada que, conforme a lo que esperaba, actuase de palanca o de conmutador. Al tocar entonces la palma que tenía la Virgen en la mano, la puerta escondida se abrió súbitamente a su espalda, y una fría bocanada de aire entró procedente de un oscuro pasadizo visible más allá. Sacando la linternita que llevaba en el bolsillo, la encendió. Al entrar en el túnel, la puerta giró sobre sus goznes y se cerró a su espalda. Después de seguir la galería por espacio de unos veinte metros, se encontró en una caverna natural, tan grande por lo menos como la sagrada cueva, en cuyo centro advirtió la boca de una ancha chimenea rocosa con una escalera metálica descendente.
Asomándose al borde, distinguió, distante, en el fondo de la cavidad, el rumor del mar. Con súbita resolución, se recogió el hábito e inició el descenso. Fue largo y difícil, y para formarse una idea de la profundidad, se dedicó a contar los peldaños. A trechos se paraba, para examinar las paredes con la linterna. Pronto el ruido del mar fue cobrando volumen, y ella se preguntó si no habría acertado poniéndose el traje de inmersión: pero ya era tarde. Pensó que quizá estuviera próxima la marea baja, lo cual le permitiría inspeccionar el fondo del pozo y descubrir el secreto de la sagrada cueva.
Cuando llevaba contados ciento treinta y cinco peldaños, y como se sintiese mareada, se detuvo un momento. De pronto distinguió un tenue resplandor al fondo; confió que fuese la luz del día. Al reemprender el descenso, una de las alpargatas le resbaló al pisar un alga, con lo cual perdió un par de peldaños, y como se aferrase, para no caer, a la roca de la pared, se hizo un corte en la mano con el borde de una concha de ostra fósil, afilada como una navaja. Se afianzó, para vendarse los dedos con el pañuelo, y, despacio, reanudó la bajada.
El ruido del mar era ya muy audible, y la brisa le sacudía el pelo. Por fin sentó un pie en la arena del fondo, pero habiendo tomado antes la precaución de sumergirlo hasta la pantorrilla en el agua del mar, que afluía ya más perezosamente, con pausas cada vez mayores entre una y otra ola.
Contenta de haber dejado la escalera, cruzó chapoteando hasta una amplia caverna existente detrás de la base del pozo, donde una instalación hidráulica ronroneaba suavemente. De modo que por eso bajaba tan a menudo el padre Sanandrés a la cueva… Vio que las tuberías de la maquinaria ascendían hasta empotrarse en el techo. Parecían muy antiguas, y supuso que tendrían algo que ver con el manantial de agua dulce. Quizá explicara aquello el que el agua fluyese con tal ímpetu a la sagrada cueva, bajo el altar. Se trataba, en efecto, de un «mecanismo», pero que por las trazas debía datar del pasado siglo.
Sentándose en una roca, se examinó la herida de la mano. La sangre que seguía manando en abundancia, había empapado el pañuelo. Se arrancó una tira de la combinación y reforzó con ella el vendaje. Aunque no podía, desde donde se encontraba y a la luz de la linterna, apreciar la gruta en toda su superficie, lo que vio bastaba para confirmarle que toda, o casi toda ella, debía quedar sumergida con la marea alta, a juzgar por la abundancia de mejillones y estrellas de mar.
Transcurrido un rato, se fue a reconocer la larga galería, de fuerte pendiente, que conducía al exterior. Las olas habían retrocedido mucho. Avanzó con cautela, examinando las paredes según progresaba. Llegó así a un punto desde el cual se divisaba una pequeña bahía con un largo espolón a la derecha.
La salida del pasaje estaba cerrada por una reja de herrumbrosos barrotes entre los cuales no era posible deslizarse. Una cadena con un candado nuevo, de acero inoxidable, aseguraba el picaporte. Pegando la cara a la verja, divisó, sobre el espigón, un fuerte de muros construidos en forma de estrella. ¿Sería aquél el castillo de Santa Catalina, el que había visto la noche de su llegada a Cádiz, antes de introducirse en el convento? De ser así, la gruta donde se encontraba debía dar a La Caleta, bajo los antiguos baños.
Con súbita lucidez comprendió entonces que había interpretado mal la conversación del prior con los oficiales conjurados, la que grabara en la sacristía: los evadidos de la prisión militar entrarían por aquel pasaje y, salvando la escalera metálica, accederían al convento, refugio seguro hasta que el almirante pudiera sacarlos de allí por mar, siguiendo la misma ruta. Tenía que informar de inmediato al comisario, pues sin duda él había ordenado que vigilasen la puerta principal del convento, con lo cual nada iba a sacar.
Volvió presurosa a la base del pozo, olvidando el esfuerzo del ascenso por el ansia de regresar. En el preciso momento en que, alcanzado el final de la escalera, apoyaba las cansadas manos en la piedra del suelo, un golpe brutal, en la cabeza, la dejó sin sentido.
Bernal regresó satisfecho a la jefatura gaditana. Todo lo concerniente al caso Melkart parecía ir viento en popa. El tratamiento diplomático quedaba a la discreción de Madrid, cuyo Ministerio de Asuntos Exteriores estudiaría la conveniencia de celebrar conversaciones a alto nivel, con el rey Hassan y con el presidente Chadli Benyedid, tal vez ignorantes de lo que se tramaba.
Paco Navarro le recibió con la noticia del urgente aviso cursado por Ángel respecto a la nota de socorro arrojada por la ventana del convento y cuya caligrafía no era la de Elena.
– Que vuelvan a enviarme el coche, Paco. Voy a ver qué ocurre allí. Fragela puede acompañarme, pero entraré solo, como si fuera de visita.
Fragela estacionó el automóvil en la calle de Jesús Nazareno, pasado el convento, y siguió a Bernal con la mirada según el comisario se acercaba al portón. También Ángel le observaba desde su ventana del hostal de enfrente.
Bernal tiró del llamador y oyó sonar dentro la campanilla, pese a lo cual nadie salió a la puerta. Pasados un par de minutos repitió la operación, con lo cual se abrió la mirilla del postigo y un rostro masculino se asomó a ella.
– Hoy no hay ceremonia, y la procesión no sale hasta las nueve.
– Soy el comisario Bernal. Vengo a ver a mi esposa, que pasa aquí una semana de retiro.
– Ah, es usted, comisario. Yo soy el obispo Nicasio. Le recuerdo de su anterior visita -el eclesiástico abrió la puerta-. Entre, tenga la bondad, que iré a buscar a su señora. Creo que aún está ocupada con el paso.
– Bastará con que me lleve junto a ella. No quiero distraerla de su trabajo.
Encontró a Eugenia en el patio trasero, rociando con agua las flores.
– Me ahorras un viaje, Luis. Iba a salir en tu busca.
Echando una mirada alrededor, Bernal preguntó:
– ¿Dónde podríamos hablar, Geñita, que estuviéramos completamente en privado?
– En el locutorio, si quieres.
– No, en el locutorio, no. Vayamos al claustro grande.
Se sentaron en el banco de mármol del lado norte, donde Eugenia le entregó el sobre.
– Es de la señorita Fernández. La reconocí en seguida, por la voz.
– Espero que no se lo hayas dicho, ni al prior ni a nadie.
– No, claro que no. Me di cuenta de que algo te traías entre manos -dijo con una mirada acusadora-. ¿Qué es todo esto?
– Déjame leer la nota, y luego te lo cuento -repuso Bernal, recorriendo rápidamente el informe de Elena, tras lo cual lanzó una ojeada a la minúscula casete incluida en el sobre. Volviéndose por fin hacia su mujer, dijo en tono grave-: Esos dos oficiales que vienen por aquí, buscan que el padre Sanandrés intervenga en un asunto ilegal, y mi propósito es impedírselo. De ningún modo debes mezclarte en esto, Geñita, y lo mejor sería que te trasladases a mi hotel.