– Me voy hacia el convento, Geñita. Recuerda lo que te dije. No vuelvas a tu celda. Vente directamente al hotel y pide que te lleven a mi habitación.
Nada más entrar en el convento, Fragela, Ángel Gallardo y los tres hombres a las órdenes de aquél, se dirigieron, invisible la cara bajo los altos capirotes puntiagudos, al claustro principal, apenas iluminado. Cuando los costaleros que les precedían se retiraron al patio de atrás, para sacar a la calle el pesado paso de armadura de plata, los policías se escabulleron hacia el lado norte del claustro y se escondieron detrás de las palmeras.
Una vez que la procesión se hubo agrupado y salido, Fragela se lo comunicó por radio a Navarro.
– Mejor será que usted se quede aquí con sus hombres -le susurró Ángel a Fragela-, y espere a que los oficiales lleguen con los fugados. Tan pronto como crucen la puerta, los detienen. Yo me voy en busca de Elena Fernández.
Después de salir la procesión, el convento había quedado en completo silencio, y Ángel se preguntó quién estaría a cargo de la puerta. Aunque no conocía la distribución del edificio, recordaba el croquis que Bernal había dibujado en la pizarra de la sala de operaciones. Habiendo llegado a la puerta de la iglesia sin encontrar a nadie, se internó en el oscuro pasillo. La única iluminación del recinto procedía del conjunto de velas que, muy consumidas ya, ardían al pie de la imagen de Nuestra Señora de la Palma. Le pareció oír un borboteo de agua, y recordó entonces que la puerta de la sacristía se encontraba a la derecha del altar mayor. Al entrar, y para que el capirote no topase con el dintel, tuvo que bajar la cabeza. La estancia tenía encendida la luz. Vio a la derecha una puerta metálica, de donde llegaba un sonido como de manar de agua. Abrió unos centímetros y atisbo tras las ranuras que el capirote tenía para los ojos.
Ésta debe ser la cueva sagrada, pensó. Su interior estaba inundado hasta una altura de más de un metro, pero lo que captó su atención fue un pozo en cuya boca botaba grotescamente, invertido y zarandeado por la presión del agua, un cuerpo humano del cual sólo distinguió las piernas, enfundadas en medias negras. Sintiendo que algo le agarraba un pie, bajó la vista.
Terminada la conversación con su mujer, Bernal volvió al Renault y le preguntó al chófer:
– ¿Se ha recibido algún mensaje?
– Sí, comisario. Del inspector Navarro, para que le llame usted urgentemente.
– Adelante, hermano Francisco. Aquí el prior. ¿Qué ocurre? Cambio.
– Nada más apagarse las luces, hermano prior, han desaparecido dos penitentes. Estamos tratando de localizarlos. Cambio.
– Pero, hermano, ¿cómo han podido apartarse de la grey? Cambio.
– Por el rompeolas. Cambio.
– Salgo en su busca para rodearlos. Cambio y cierro -respondió Bernal. Y volviéndose hacia el conductor, explicó-: Han sacado a los dos presos del castillo de Santa Catalina. ¿Puede llevarme en seguida a la calle de la Concepción?
– Con la procesión no será fácil, comisario, pero lo intentaré.
Elena Fernández había conseguido arrastrarse hasta el peldaño superior, justo sobre el nivel del agua. Sintió de pronto una ráfaga de aire por encima de la cabeza, y viendo que la puerta metálica se había abierto, levantó temerosa los ojos hacia el penitente encapuchado que la miraba tras las rendijas de su capirote color sangre.
– Ayúdeme -dijo sin aliento.
El desconocido se arrancó el puntiagudo cucurucho, y a Elena le dio un vuelco el corazón al reconocer la descarada sonrisa de Ángel Gallardo, reprimida por la preocupación que le inspiraba su estado.
– ¿Estás bien, Elena? -preguntó inquieto mientras, levantándola, la sacaba a la sacristía.
– Sólo un poco magullada. Algo me golpeó la cabeza en el túnel de ahí abajo.
– ¿La monja desaparecida es la que está en el pozo?
– Me temo que sí. Era un encanto de anciana. Has de atraparles, Ángel -dijo, tratando de cobrar fuerzas.
– No te preocupes. Y descansa. Fragela y sus hombres vigilan la puerta para detenerles cuando entren.
– Pero si no lo harán por ahí, Ángel. Es lo que descubrí antes. Traerán a los presos por una caverna que hay debajo de La Caleta. Tiene una escalera que la une con un pasaje que desemboca aquí.
– Primero te voy a llevar a lugar seguro. Luego iré a buscar a Fragela y llamaré al jefe.
Al chófer de la policía le costó casi diez minutos llevar a Bernal a la calle de Jesús Nazareno, desde la cual dominaba la puerta del convento.
– Me resisto a entrar ahora y echar a perder la operación -dijo el comisario-. Esperemos atentos.
Poco más tarde la radio emitió la voz de Navarro.
– Urgente, para el hermano prior. Cambio de planes. Los penitentes han alterado su itinerario. Llegarán por debajo del paso, ¿comprende? Por debajo del paso. Cambio.
– Recibido el mensaje, pero no acabo de comprenderlo. Cambio.
– Conviene que el hermano prior entre para recibirles. Cambio.
Bernal se dio cuenta de lo que trataba de decirle Navarro: los fugados iban a ser introducidos en el convento por otra ruta, desde abajo. Recordó entonces el mensaje anterior, sobre su huida por el rompeolas. ¿Existiría un pasaje subterráneo que condujese al interior del edificio?
– De prisa, a la entrada principal -le dijo con súbita decisión al chófer.
Al saltar él del coche, un penitente encapuchado abrió el postigo.
– Bendito sea Dios, comisario, aquí está usted -exclamó Fragela-. Hemos encontrado en la sagrada cueva a Elena Fernández y a una monja muerta.
– ¿Está herida Elena? -quiso saber Bernal.
– Un poco conmocionada, y con un chichón. He pedido una ambulancia.
En ese momento surgieron del lado sur del claustro, sosteniendo a Elena, Ángel y uno de los hombres de Fragela. Al avistar a Bernal, ella dijo sin aliento:
– Tiene que detenerles, jefe. Van a entrar a los presos por un pozo que une La Caleta con la cueva. Esta tarde estuve allí abajo y vi una instalación hidráulica; por lo visto, la que hace manar el pozo. Creo que han ahogado a sor Encarnación. Su cuerpo está allí -dijo. Y con voz lastimera, concluyó-: Le he fallado, jefe.
– No te preocupes, Elena. Ve a que te atiendan esa herida, que nosotros nos cuidamos del resto. Y claro que no me has fallado. Estuviste magnífica -le aseguró antes de encaminarse al coche en compañía del inspector Fragela.
– La cueva está medio inundada, comisario. No veo cómo van a entrar por ahí.
– Con equipos de inmersión, es posible. Habrá que estar al acecho. Pídale por radio a Navarro que envíe más hombres a La Caleta, para cortarles la retirada. Elena dice que hay una entrada debajo de los antiguos baños. Y de paso que Navarro envíe más hombres aquí.
– ¿Qué hacemos con la monja, comisario? ¿Retiramos el cuerpo?
– Que sus hombres le ayuden, y lo tiendan en el suelo, junto al pozo. Cuando hayamos atrapado a los conspiradores, llamaremos a Peláez y a Varga. Quizá sería mejor apostar a sus tres hombres en la sacristía, y nosotros vigilaremos la cueva por la ventana que hay al pie del altar.
– No creo que la cueva se inunde del todo -comentó Fragela-. Al parecer, desagua por las grietas del suelo.
– ¿Han registrado el convento?
– Seguimos sin encontrar a nadie. En cuanto lleguen mis hombres, lo recorreremos cuarto por cuarto.
Los dos detectives llevaban media hora agazapados junto al altar mayor, cuando observaron que el nivel del agua descendía súbitamente en la cueva al abrirse la puerta metálica que la unía con el pasaje subterráneo y aparecer dos hombres con negros trajes de inmersión.
A una señal de Fragela, los agentes situados en la sacristía desenfundaron las pistolas. Otros dos submarinistas aparecieron a continuación en la cueva, desprendiéndose del casco. Sus comentarios ascendían por la entornada puerta.