Выбрать главу

– No estoy seguro de que la piel sea blanca -discrepó el forense-. Se ve muy cetrina, aun en las zonas protegidas. Yo diría que hubo gente de color entre sus antepasados. Aunque también podría ser eslavo; fíjese en el abombamiento de los arcos ciliares. Sacaremos fotos de la cabeza desde distintos ángulos.

– ¿Y qué edad?

– Muy joven. Veintitantos años, o menos, diría yo. Tenemos que ver en qué estado se encuentra el timo, y radiografiar las placas craneales. La edad se puede apreciar por el grado de fusión de las placas frontales. Que pase primero el fotógrafo, y luego abrimos, y determinamos las causas de la muerte.

– Pero ¿no está claro que se ahogó? -dijo el patólogo, no sin cierta sorpresa.

– Andando de por medio la Armada o el Ejército, yo no daría nada por sentado. Tendría que haber estado usted aquí cuando la segunda guerra mundiaclass="underline" se nos presentaron casos bien curiosos. Por de pronto, hay que diseccionar esa herida del pecho. Estando tan avanzada la descomposición, es fácil pasar por alto una herida de bala.

Los facultativos concluyeron con la clasificación de las muestras orgánicas que debían ser enviadas al laboratorio de patología para su examen pericial. Antes de coser el cadáver del submarinista, volvieron a observar, con ayuda de una potente lupa, la herida localizada sobre el corazón.

– Veo que la penetración en la carne no es mucha -comentó el médico más joven-. Podría ser una ligera incisión de un objeto pequeño y puntiagudo.

– A mí no me parece una herida incisa; más bien el orificio de una bala -dijo el forense-. Y sin embargo, no hay ni proyectil ni entrada del mismo. Es la primera vez que veo un caso así. Como no hay indicios vitales en la zona de la herida, hay que suponer que se produjo en el momento de la muerte o poco después de que ésta sobreviniera, pero no antes. Y no obstante, no puede haber sido ésa la causa del fallecimiento, porque no se advierten lesiones ni en el corazón ni en ningún otro órgano.

– Lo más desconcertante es que no se ahogó -dijo el joven especialista-. Hay agua en la tráquea, pero no en los pulmones, y muy poca en los bronquios. No hay petequias en las superficies pulmonares y ésas siempre las hay en casos de ahogo o asfixia. Por los ojos, destruidos como están, no se puede saber nada, claro.

– No fue anegación; eso, seguro -dictaminó el forense-; pero ya nos lo confirmará el técnico del laboratorio, viendo si hay diatomeas en la sangre. Ya sabe lo útiles que resultan esas minúsculas algas en casos de ahogamiento.

– Pero ¿qué ponemos en el informe, como causa de la muerte? ¿Paro cardíaco?

– Eso sería ya como último recurso. Vamos a decir la verdad: que «las causas de la muerte no pueden determinarse en tanto no se disponga de pruebas de laboratorio, si bien el fallecimiento no se produjo por anegación».

El comandante Juárez, presente cuando se retiraba el cadáver de la playa de La Caleta el viernes por la noche, leyó con cierta sorpresa el informe preliminar de los patólogos. Si el submarinista no se había ahogado, ¿de qué había muerto? Tendría que esperar a los análisis del laboratorio. Una duda más importante subsistía: ¿quién era aquel hombre y qué estaba haciendo cuando le sobrevino la muerte? Examinó Juárez la lista de prendas que llevaba el cadáver: no había marcas de ninguna clase. Ese hecho le pareció curioso. Si el muerto era un turista aficionado a la exploración o a la pesca submarina, parecía casi obligado que alguna pieza de su equipo tuviese una etiqueta comercial o una indicación de origen. Y sin embargo, no las había. Por otra parte, ¿qué había sido de las gafas, la botella de oxígeno y la máscara que sin duda llevaba? También era extraño que los bolsillos del cinturón estuviesen vacíos por completo.

Y luego estaba la cuestión de la procedencia: el cadáver podía haber llegado flotando hasta las rocas, a dos kilómetros al este del puerto, desde prácticamente cualquier punto: hacia el noroeste desde la base naval española de La Carraca, empujado por el levante, que predominaba en toda la zona, o también podía proceder del este, del Puerto de Santa María, pues la desembocadura del Guadalete creaba allí una corriente de dirección oeste. El forense opinaba, sin embargo, que el cuerpo había pasado entre once y doce días en el agua. Tendría que investigar el régimen de vientos correspondientes a todo ese período. No podía descartarse la posibilidad de que el submarinista hubiese llegado flotando en dirección sur-sudeste desde la base norteamericana de Rota. Al comandante le parecía menos verosímil que el cadáver hubiese atravesado todo el Estrecho desde Tánger; tampoco era probable que procediera de las Columnas de Hércules y la base británica de Gibraltar, o de la plaza española de Ceuta.

Decidió enviar un informe urgente al Servicio de Información Naval de San Fernando, y a Madrid, al Ministerio de Marina. Aquel caso no estaba nada claro, y seguramente las autoridades enviarían a investigarlo a un profesional de más rango.

Bernal creyó preferible atenerse a su palabra y girar una visita de cortesía al inspector responsable de la policía local. El inspector Fragela se mostró encantado de conocer al famoso comisario de la Dirección de Seguridad del Estado (DSE) de Madrid, e inmediatamente le invitó a cenar.

– Iremos al mejor restaurante marinero de la ciudad, comisario: El Faro. Queda cerca de La Caleta, en el barrio de la Viña.

– ¿No es allí donde apareció anoche esa pesca extraordinaria?

– Veo que está usted al corriente de las noticias locales. ¿Le gustaría conocer más detalles del caso? Acabo de recibir el informe inicial del comandante de Marina.

– ¡No, ni mucho menos! -exclamó Bernal, pese a la curiosidad que sentía-. Estoy aquí visitando a mi esposa y tenía previsto alejarme del trabajo durante el fin de semana.

Ya en el distinguido restaurante, decorado con azulejos al estilo tradicional andaluz, Bernal y Fragela estudiaron la extensa carta.

– Tendrá usted que decirme qué pescados son estos, Fragela. Con los nombres que les dan ustedes, para mí es como si estuviera en chino.

– Déjeme que le recomiende un par de platos típicos de aquí, comisario. Tiene usted el lucio, asado a la sal y servido en una caja de madera: las escamas se desprenden con la sal, y se toma con mayonesa o con vinagreta. Y luego está la parrillada «Costa de la Luz», de pescado y marisco, que es una especialidad de la casa.

Bernal consideró con recelo ambas sugerencias.

– Creo que mi estómago encontraría demasiado «agresivos» esos platos, como dice mi médico. Tengo una antigua úlcera cicatrizada, y debo cuidarme.

– Bien, pues tome el lenguado al Tío Pepe, que viene en filetes, con una salsa al jerez y unos cuantos erizos de mar.

Aunque este último pormenor le hizo atragantarse, Bernal decidió probar suerte con ese plato, regándolo con un rioja blanco.

Al llegar al postre, consistente en naranjas al kirsch, el inspector Fragela pasó finalmente a la cuestión.

– La muerte de ese submarinista desconocido es un auténtico misterio, comisario, porque los forenses de aquí no han conseguido determinar las causas.

– Estoy seguro de que a nuestro doctor Peláez le interesaría. Es la primera autoridad del país, en cuestión de medicina forense. Pero tendría usted que presentar una solicitud oficial a Madrid, y ello causaría demoras.

– Creo que la cursaré, a pesar de todo, e intentaremos que venga lo antes posible.

– Si no quiere que el doctor Peláez se le enfade, cuídese de que conserven el cadáver en condiciones óptimas de refrigeración.

– Me encargaré de ello. ¿Qué nos aconsejaría usted, comisario, para identificarlo?

– Supongo que ya habrán echado mano de los procedimientos normales: huellas dactilares, dentición, archivo de personas desaparecidas…

Fragela asintió.

– Por ese lado, nada que hacer. No tenía dientes suyos, y la dentadura postiza ha desaparecido.