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– ¿Ha dado orden de que tendieran la red antisubmarinos?

– Sí, comisario; está tendida desde las nueve y cuarto, cuando subió la marea.

– ¿Qué calado tiene en este momento la boca del canal?

– Unos dos metros y medio, comisario.

– Probablemente les sobrará con eso -comentó Bernal.

Él y Ángel Gallardo se refugiaron de la fría brisa nocturna al socaire de los barracones.

– Se está alzando el levante -se estremeció Bernal-. Corta como un cuchillo.

– ¿Quiere un trago de coñac, jefe?

El comisario aceptó el frasco que le ofrecían. Tomó un breve sorbo y luego, ahuecando las manos, encendió un Káiser.

– ¿Cree que vendrán a pesar de todo, jefe?

– Lo harán. Son hombres dispuestos a todo. Y por mi parte ardo en deseos de ver uno de esos submarinos enanos. Creo que nuestra Armada debería adquirir unos cuantos.

A las 12.25 de la noche el oficial de mando se presentó con el parte.

– No se ha registrado actividad alguna, comisario, y el radar de San Fernando da cuenta de que la pequeña embarcación no identificada desapareció de sus pantallas hace diez minutos.

– Es ahora cuando sus hombres tienen que aguzar la vista -respondió Bernal-. Que enfoquen los prismáticos de infrarrojos hacia la isla de Sancti Petri. El significado de esa desaparición es que están en el templo de Melkart, en busca de su reserva de armas.

El coronel de la Guardia Civil miró a Bernal como si le creyera presa de una locura momentánea, pero salió a cumplir sus órdenes.

Diez minutos más tarde Bernal y Ángel Gallardo percibieron el ronroneo de un motor fuera borda en aproximación.

– Se acercan, Ángel, a pesar de haber perdido las armas. Deben de llevar reservas a bordo.

El zumbido del motor de gasoil se interrumpió de pronto, tras lo cual se oyó un suave silbido, de bombas de aire, y un potente burbujeo. Seguidamente se hizo audible un leve rumor de motores eléctricos.

– Se han sumergido -señaló Bernal-. Están entrando en el canal.

El coronel de la Guardia Civil llegó en busca del comisario.

– Mis hombres han avistado una pequeña embarcación negra que venía de la isla, pero ha desaparecido de pronto.

– Está en inmersión -replicó Bernal-. Estén preparados para abrir fuego en cuanto tope con la red.

Salió presuroso hacia el embarcadero, seguido de Ángel.

Se oyó un estridente rechino, sucedido por el chapoteo de la pequeña nave al salir a la superficie. Y a continuación los guardias civiles rompieron a disparar sobre el minúsculo submarino impactado. Cuatro hombres rana saltaron de él en el momento en que estallaba envuelto en una llamarada color naranja. Los huidos trataron de escapar hacia el mar, pero los tiradores de la Guardia Civil no tardaron en neutralizarlos uno tras otro, y poco después, cuatro cuerpos se alineaban sobre las tablas del embarcadero. Sacaron a la playita de arena gris los restos del submarino calcinado.

– Por lo menos sus hombres habrán podido vengar la muerte de su compañero -le dijo Bernal al coronel-. Probablemente ésos son los intrusos que asesinaron al sargento Ramos y colgaron su cadáver bajo la tablazón del embarcadero.

La tarde del Domingo de Resurrección, y después de haberle ofrecido un espléndido almuerzo en El Faro, el inspector Fragela y el contraalmirante Soto acompañaron a Bernal al aeropuerto de Jerez. Al anunciar Aviaco que la salida de su vuelo hacia Madrid iba a verse retrasada en una hora, el comisario pidió a sus colegas gaditanos que no le acompañasen en la espera.

Se instaló en la pequeña cafetería del aeropuerto, frente a un gintonic de Larios; había comprado todos los periódicos de Madrid, y, entre sorbo y sorbo, fue leyendo lo que decían sobre la fracasada Operación Melkart. Los diarios tenían confirmación de que se habían producido «incidentes» en las fronteras marroquíes de Ceuta y Melilla, «casualmente en coincidencia» con unas «Maniobras de Primavera» de la flota española, «en visita de rutina» a los puertos españoles del norte de África.

Los Ministerios de Defensa y de Asuntos Exteriores se habían mostrado hábiles en enfocar las noticias de forma que no suscitasen repercusiones diplomáticas. Según Soto, los conspiradores de Melkart habían visto desbaratados sus planes no sólo por la rápida acción emprendida en Cádiz, sino también por intervención directa del rey Hassan y del presidente de Argelia, en cuyas Fuerzas Armadas se estaba procediendo en esos momentos a una depuración. Aunque el Ministerio de Defensa consideraba satisfactoria, por de pronto, la seguridad de los enclaves españoles, la flota iba a continuar unos días en su actual emplazamiento, a fin de llevar a término las «Maniobras de Primavera».

Con la excepción de Elena, que aún habría de permanecer un tiempo en el hospital, y de Ángel Gallardo, que había decidido quedarse para hacerle compañía, todo el equipo de Bernal había abandonado Cádiz. Eugenia lo había hecho en el expreso nocturno de Madrid, con la promesa de prepararle para la cena una paella de centollo (era una suerte, pensó Bernal, que su vuelo saliese con retraso). En cuanto a Peláez, no se mostró satisfecho por los cuatro cadáveres marroquíes que le presentaron para su autopsia: evidentes como eran las causas de la muerte de todos ellos, no suponían aquellos casos un verdadero desafío a la sagacidad.

Estaba Bernal encendiendo otro Káiser, cuando Varga apareció en la cafetería, buscándole.

– Ya lo he encontrado, jefe.

– ¿Qué has encontrado, Varga?

– El instrumento contundente con que golpearon a Elena en el subterráneo del convento. ¿Recuerda que le hablé de unos minúsculos rastros de cuero negro en torno a la herida?

– Sí, lo recuerdo.

– Me he pasado dos días dragando el pozo de la sagrada cueva, y aquí tiene el resultado.

Abriendo un recipiente de material plástico, le mostró a Bernal un voluminoso libro negro, empapado de agua.

– Es el misal de la capilla del convento.

– Entonces la cosa está clara, Varga. Lo hizo la monja.

David Serafín

***