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Aquel caso del submarinista muerto podía tener ramificaciones en el espionaje naval, en el que Bernal no tenía experiencia alguna. Por otra parte los cadáveres de desconocidos, muertos en circunstancias no aclaradas, atraían poderosamente sus notables dotes detectivescas y aquella firme voluntad suya de descubrir la verdad y lograr que, en lo posible, se hiciera justicia. Nunca sabía resistirse a una tentación semejante, que por lo demás, en aquel caso, se le presentaba en forma de orden directa del Gobierno: «Tenga la bondad de permanecer…», un mandato cortés donde los hubiera, pero mandato al fin. El otro aspecto de la cuestión lo constituían la plena autoridad y todos los medios que le brindaban. Empezaría por eso: como mínimo pediría una sala de operaciones en la jefatura de Cádiz, dotada de enlaces directos con la DSE y con el Ministerio de Marina de Madrid, y por otro lado con la Capitanía General de San Fernando. También necesitaría un coche con chófer y medios de transporte para sus subordinados.

Pensando en los que formaban su equipo, se preguntó a cuáles iba a necesitar, suponiendo que pudieran localizarles en sus respectivos lugares de descanso. En primer lugar al inspector Navarro, su principal colaborador, que cuidaría de organizar la sala de operaciones y el control de datos. Seguramente Navarro continuaba en Madrid: con esposa y diez hijos, no debía de haberse ido de vacaciones a ninguna parte, y su conciencia profesional le habría llevado a darse una vuelta por el despacho casi a diario, para echar un vistazo al correo y a los informes nocturnos.

A los otros componentes de su equipo, Bernal los suponía fuera de la ciudad: la inspectora Elena Fernández estaría con sus padres en algún elegante lugar de vacaciones; el inspector Ángel Gallardo, probablemente con una de sus muchas novias, en alguna estación playera, más popular y famosa por el sol, la diversión y el pecado, como Torremolinos, Benidorm, Palma de Mallorca o Ibiza. En cuanto a sus dos colaboradores de más edad, Miranda y Lista, era posible que continuaran en Madrid, que dejarían sólo para realizar excursiones de un día con la familia.

Decidió llamar inmediatamente a Navarro, que en ese preciso momento se dedicaba a cargar a sus muchos hijos en la ranchera.

– ¿Navarro? Aquí Bernal. Nos ha salido un trabajo urgente. Dile a tu esposa que siento estropearle las vacaciones, y trata de mandarme a Cádiz a toda la gente que puedas localizar del grupo.

– No te preocupes, jefe. Aquí hace frío y está empezando a llover, de modo que no perdemos nada suspendiendo la excursión. Comenzaré la ronda de llamadas.

– ¿Qué se sabe de Varga? -preguntó Bernal al darse cuenta de que iba a necesitar al mejor técnico que pudiera conseguir de la Brigada Criminal-. ¿Sigue en Madrid?

– Sí, jefe. Está terminando un trabajo para el Grupo Antidrogas.

– Ya sabes, Navarro, que nosotros tenemos prioridad sobre todos, y vamos a usarla para conseguir a quien nos haga falta. Dile que reúna su material y que salga hacia aquí por carretera en cuanto le sea posible.

– Vale, jefe. Lo peor del problema será dar con Elena y Ángel, pero veré qué puedo hacer.

– Es más importante que me localices a Peláez. Necesito una segunda autopsia del cadáver que pescaron aquí el viernes, en la bahía. Los patólogos locales no aciertan a determinar las causas de la muerte. Yo me cuido de reservarle habitación a todo el mundo. El comisario de aquí es muy servicial. Vamos a trabajar con él y con las autoridades de Marina. Se llama Fragela.

El inspector Fragela, que acababa de recibir órdenes del Ministerio del Interior, recibió a Bernal calurosamente y mostró mucha diligencia en disponer lo necesario para montar la sala de operaciones y un laboratorio técnico provisional. Dándose cuenta de que su joven colega hacía lo posible por disimular la frustración que le habían causado quitándole de las manos la investigación, Bernal se extremó en resultar conciliador.

– Las autoridades consideran que este caso tiene aspectos ocultos, Fragela, y está claro que han aprovechado el hecho de que estuviera yo aquí, en visita particular, para confiármelo. Como ni usted ni yo podemos hacer nada al respecto, tendremos que esmerarnos en colaborar. ¿Qué tal sus relaciones con los de Seguridad Naval de San Fernando?

– Muy buenas, comisario. El contraalmirante Soto y yo somos viejos amigos; fuimos al mismo colegio e hicimos la mili juntos, en Marina.

– Eso representa una gran ventaja para nosotros, Fragela. Ignoraba que fuese usted marino.

– Los isleños lo llevamos en la masa de la sangre, comisario: la mayoría convertimos el mar en profesión. No necesito decirle lo mucho que me alegra trabajar a sus órdenes.

– Estoy seguro de que nos entenderemos de maravilla. Voy a necesitar de usted en todo lo tocante a información local.

– Si quiere usted acompañarme a San Fernando, Soto nos recibirá en seguida. Es preferible que vea en la Comandancia todo lo referente acerca de la organización naval de la bahía.

– Vayamos en seguida. Leeré por el camino su detallado informe acerca del submarinista.

Mientras el Super Mirafiori 124 avanzaba sorteando el tráfico por la Nacional VI, que discurre entre la línea férrea Madrid-Cádiz y las dunas de la playa de Cortadura, en ese momento bañada por la luz intensamente blanca que filtraban las nubes empujadas hacia el oeste por el viento de levante, Bernal examinaba el informe sobre el hallazgo, treinta y seis horas antes, del cadáver del hombre rana en la playa de La Caleta. Cuando leía, con cierto detenimiento, los resultados de la autopsia, llamó su atención la herida pectoral que al principio los peritos habían tomado por un orificio de bala, y la opinión de éstos de que no era de gravedad bastante para justificar la muerte. Tendría que pedirle a Peláez que inspeccionase aquello a fondo.

Luego, al echar una ojeada a la relación de efectos que llevaba consigo el submarinista, reparó en la parquedad de su equipo. Sacando un paquete de Káiser, Bernal se lo ofreció a Fragela, quien rehusó cortésmente, diciendo que prefería el rubio; y cuando el otro echó mano de su cajetilla de Winston, el comisario advirtió que el precinto no era el de Tabacalera, de color pardo, sino azul y al parecer de comiso, procedente, a buen seguro, de uno de los buques de la Marina.

– ¿No ha encontrado nada extraño en esta lista, Fragela?

– Sí: que el submarinista apenas llevase equipo del que se utiliza en inmersión.

– Exacto. Hace pensar en un intento deliberado de quitarle al cadáver cualquier cosa que pudiera facilitar la identificación. Así pues, habrá que enfocarlo desde el principio como homicidio. Es posible que después de efectuar Peláez la segunda autopsia, conozcamos mejor las causas de la muerte y eso nos lleve a los autores -dijo Bernal, cerrando la carpeta de los informes. Y vuelto una vez más hacia Fragela, indagó-: ¿Qué sabe acerca del Convento de la Palma, el de la calle de la Concepción?

Fragela puso cara de sorpresa.

– Muy poco, aparte de que se trata de una institución relativamente nueva, construida sobre los cimientos de un edificio muy anterior del casco viejo. El padre Sanandrés, su director, profesó en otra orden, pero más tarde se relacionó con una de las cofradías que organizan las procesiones de Semana Santa, y poco a poco fue reuniendo fondos para ese nuevo establecimiento. Tengo yo la impresión de que el obispo diocesano no aprueba lo que ocurre allí; no tienen en cuenta para nada las reformas eclesiásticas, y todos los oficios se hacen en latín.

– Además de ser un convento mixto, cosa nada común desde la Edad Media -precisó Bernal. Y reparando en la extrañeza de Fragela, explicó-: Es que mi mujer, religiosa hasta el fanatismo, pasa allí una semana de ejercicios espirituales por recomendación del cura párroco, que es su confesor en Madrid, un hombre muy de derechas en todo. Pero no es eso lo que me preocupa, sino que esta mañana vi allí a un oficial del ejército, hablando en el claustro con un grupo de curas, y anoche había un almirante con uniforme de gala. Me gustaría -añadió después de una pausa- que cuando se le presente la oportunidad, indagara usted muy discretamente quién es ese almirante y qué se le ha perdido en el convento.