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– ¿Cree que puede guardar alguna relación con el caso que estamos investigando? -preguntó Fragela con no poca sorpresa.

– Es casi seguro que no… Sólo que en la cueva que hay debajo del altar vi un traje de submarinista que había sido usado recientemente. Y digo yo: ¿para qué demonios necesitan eso en un convento?

El coche se detuvo por fin frente a la imponente columnata de la Capitanía General de Marina, y un alférez de elegante porte condujo a los dos policías a las oficinas de la Seguridad Naval.

El contraalmirante Soto resultó ser un hombre robusto, cuyas cortas piernas parecían hechas más para pisar fuerte en un castillo de proa que para colgar de una silla de despacho. Bernal estimó que tendría de cuarenta a cincuenta años de edad.

– Es un honor tenerle aquí, comisario -dijo al recibirles con cierta brusquedad que no dejaba de ser cordial, hablando en cortas frases casi ininteligibles, con el cerrado acento de San Fernando-. El Ministerio nos ha dado instrucciones de colaborar estrechamente con ustedes en este asunto.

– Se lo agradezco mucho, contraalmirante. Me temo que buena parte del trabajo recaerá en usted y en Fragela y sus hombres, al menos hasta que llegue mi equipo. ¿Podría indicarme en su mapa mural en qué punto exacto atraparon los pescadores el viernes el cadáver del hombre rana?

Tomando un puntero y acercándose al gran mapa de operaciones que representaba la zona de la bahía de Cádiz, Soto señaló los dos grupitos de escollos situados al este del promontorio que ocupaba la ciudad.

– Estas rocas, llamadas Los Cochinos y Las Puercas, suelen quedar cubiertas con la marea alta, comisario, pero existen unos postes indicadores que se levantan entre tres y cuatro metros sobre el máximo nivel del agua, y al este hay boyas rojas, que se encienden por la noche, para indicar la principal vía marítima de entrada al puerto. Ese canal discurre a unos doscientos cincuenta metros al este de las rocas, accesibles, con precaución, a las pequeñas barcas de pesca. La gente de por aquí las conoce bien porque sirven de cobijo a los peces. El lugar es peligroso, a causa de las contracorrientes y de las aristas de la caliza, que pueden destrozar un casco de madera en cuestión de un momento. El canal principal se draga periódicamente, para que tenga suficiente calado para los transatlánticos y los grandes buques de la Armada que lo cruzan con la marea alta.

Bernal preguntó si había allí mucho tráfico marítimo.

– Actualmente se ha reducido mucho, comisario, si descontamos los cuatro o cinco mercantes que entran a diario en el puerto y los cruceros y fragatas de la base que han de rodear esos escollos, para fondear en Los Puntales, cerca de la ciudad, o entrar en la dársena interior, pasando a través del nuevo puente, camino de Bazán y de La Carraca, que están cerca de aquí.

– Si el cadáver lo pescaron ahí, entre las rocas -dijo Bernal-, ¿de dónde cree que pudo llegar?

– Difícil pregunta, comisario. No sabemos si flotaba libremente o había quedado atrapado entre las rocas. Cuando lo encontraron faltaban sólo dos horas para la marea alta; quiere decirse que el agua cubría casi los escollos. Si fue la subida de la marea lo que liberó el cuerpo de donde estuviera encallado, es imposible saber qué corrientes lo llevaron hasta allí o cuánto tiempo pasó en ese lugar antes de ser descubierto. Aunque la corriente principal viene del este-nordeste, de la desembocadura del Guadalete, hay otras menores, procedentes de los tres riachuelos que van a parar a la bahía interior, y con la marea alta las corrientes forman remolinos y tienden a invertir su curso al entrar por el noroeste las aguas del Atlántico. Alrededor de los dos grupos de rocas, hay resacas muy peligrosas, que los pescadores entienden mucho mejor que nosotros. Y luego está el problema del cambio de dirección de los vientos.

Examinando atentamente el mapa mural, Bernal observó las profundidades, indicadas en metros, las vías seguras y las balizas.

– Partamos del supuesto, contraalmirante, de que el cadáver no quedara atrapado en las rocas. El examen del traje de inmersión no indica ningún daño debido a obstáculos submarinos. ¿Cuánto pudo tardar el cadáver en flotar hasta allí desde los distintos puntos de la bahía?

– No es fácil decirlo -repuso Soto-. El viento cambió el jueves de oeste a este, y otro factor determinante es el peso del cuerpo.

Aunque dejándola a la posterior confirmación de Peláez, Bernal recordó la opinión que los patólogos locales reflejaban en su informe, de que el cadáver llevaba entre once y doce días en el agua.

– Supongamos que el cuerpo entrara en la bahía unos once días antes del hallazgo del viernes, digamos que el veintiuno de marzo, después de anochecer.

El contraalmirante consultó tablas de mareas y un anuario meteorológico e hizo unos rápidos cálculos en una libreta.

– Muy bien, comisario; vamos a partir del supuesto de que salió de La Carraca, el arsenal que tenemos en la zona sudeste de la dársena interior. La marea alta del veintiuno de marzo fue a las veintidós horas y doce minutos. De flotar el cuerpo libremente, el reflujo lo hubiera arrastrado hacia el noroeste, hacia el puente nuevo y la bahía exterior, pero soplaba un viento del oeste de unos quince nudos, cosa que retardaría su avance. Pongamos que se habría desplazado medio kilómetro en dirección norte.

– En tal caso, la marea de la mañana lo habría traído de regreso, ¿no es así? -preguntó Bernal-. En particular si el viento seguía siendo de poniente.

– Eso depende de la hora exacta en que el cadáver hubiera entrado en el agua la víspera. Además hemos de tener en cuenta los pequeños cursos de agua que desembocan en la bahía interior, cerca de La Carraca, y crean una cierta corriente de dirección noroeste.

– ¿Dónde lo situaría usted para la noche del veintidós, después de otra marea nocturna y soplando todavía la brisa del oeste?

El contraalmirante Soto hizo algunos cálculos, después de lo cual tomó medidas en el mapa mural con una larga regla de madera.

– Aproximadamente aquí -respondió-, a unos setecientos metros al noroeste. Esto teniendo en cuenta sólo las corrientes superficiales.

– Muy bien -dijo Bernal-. El cuerpo desde luego debía flotar boca abajo, en cierta medida boyado por los pulmones, ya que los patólogos no encontraron agua en ellos. La muerte no se produjo por anegación. En tales condiciones, no ofrecería mucha resistencia al viento, ¿no cree? El argumento en contra es que, estando tan en la superficie, no podía afectarle demasiado la corriente submarina.

– La suposición me parece correcta, comisario. Además, el viento fue del oeste toda la semana, y no cambió a un fuerte levante de treinta y cinco nudos hasta dieciséis horas antes de que se encontrara el cadáver, que en principio habría empujado el cuerpo hacia el noroeste, camino de la bahía exterior.

– Pero, conforme a la dirección que ha determinado usted para los dos primeros días -objetó Bernal-, no hay duda de que el viento lo hubiese arrojado a la costa por el lado oeste de la bahía interior. De ningún modo podría haber dejado atrás el puente José León de Carranza y derivado diez kilómetros hacia Rota.

– De acuerdo -dijo Soto-. Y hay algo más. ¿Cómo se explica que no lo vieran? Son muchos los barcos de todos los calados que cruzan y recruzan a diario la dársena interior. Los vigías lo habrían avistado casi con toda seguridad.