Jodi Compton
Indicio de culpa
Sarah Pribek 02
Capítulo 1
En la costa atlántica española, sobre el mar, el sol de última hora de la tarde teñía de oro las capas bajas de la atmósfera. En la orilla se alzaba un rompeolas, pero no era una barrera de rocas sino una pared de piedra maciza contra la que chocaba el manso oleaje. Un resquicio en el muro permitía que el agua entrase y alimentase una poza, un rectángulo de aguas oscuras, del tamaño de una piscina, con bancos de piedra sumergidos en todo su contorno.
Podría haber sido la obra de un arquitecto de la antigua Roma, sencilla y decadente a la vez. Era también un recinto igualitario: no había separaciones y los lugareños eran tan bien recibidos como los turistas ricos. Los que tomaban el sol en las cercanías acudían a la piscina a refrescarse y los niños nadaban y alborotaban, yendo y viniendo de un banco a otro al igual que los pájaros que revolotean de percha en percha en un aviario.
Me había llevado hasta allí Genevieve Brown, Gen, la que fuera compañera mía en la Oficina del Sheriff del condado de Hennepin. En el trabajo siempre se había mostrado cauta y comedida, y yo esperaba que en aquel lugar se comportaría igual. Sin embargo, Gen había tomado la iniciativa, había descendido al banco y, de inmediato, había saltado de éste a la poza, encogiendo las rodillas para que el agua envolviese su cuerpo mientras la larga melena oscura, que le llegaba hasta los hombros, formaba una nube en torno a su cabeza.
Nos sentamos en uno de los bancos y ella volvió la cara hacia el sol. Su piel ya había adquirido un bronceado cálido y cremoso. La familia de Genevieve era originaria de la Europa meridional y, aunque nunca había profesado el culto al sol, su piel ya empezaba a broncearse incluso con los débiles rayos de principios de primavera.
– Qué agradable -dije, y también me coloqué de tal modo que recibiera el sol de la tarde. La sal se me había secado en la cara y notaba la piel tirante. Si decidía no lavármela después con agua dulce, pensé, ¿me quedaría un lustre vidriado como el de la sal y brillaría a la luz?
– Necesitabas distraerte un poco -dijo Genevieve-. Este último año ha sido… difícil.
«Difícil» era poco. La primavera anterior, la hija de Genevieve había sido asesinada y, en otoño, mi marido había ingresado en prisión. Al final de aquel año aciago, Genevieve había dejado la Oficina del Sheriff, se había reconciliado con Vincent, su marido, del que llevaba tiempo separada, y se había ido a vivir a París, donde él residía.
En diciembre, en nuestra primera conversación por conferencia transatlántica, ya planeamos que yo iría a visitarla, pero pasaron cinco meses hasta que me decidí. Cinco meses de nieve y temperaturas bajo cero, de arrancar el motor del coche con un alargo eléctrico, de beber café malo en la sala de la brigada y de hacer turnos dobles y trabajos extras para los que me ofrecía voluntaria. Entonces acepté la invitación de Gen. Acordamos encontrarnos en la costa.
– ¿Has sabido algo de la investigación sobre Royce Stewart? -preguntó mi ex compañera, como sin darle importancia a la cuestión. Era la primera vez que mencionaba el asunto.
– Hace ya un tiempo recibí alguna noticia -respondí-, pero desde entonces no he sabido nada más. Creo que la investigación está parada.
– ¡Qué bien! -replicó-. Me alegro por ti.
No le comenté que me habían interrogado acerca de la muerte de Stewart y mucho menos que alguien me había delatado como sospechosa de su asesinato. Qué curioso. Si no se lo había contado yo, ¿quién lo había hecho? Gen me había asegurado que no se mantenía en contacto con nadie de sus tiempos en Minnesota.
– ¿Quién te ha dicho que me consideran sospechosa? -inquirí.
– Nadie -respondió-. Pero es lo más lógico.
– ¿Por qué es lo más lógico?
Una gotita de agua que resbaló de un mechón de cabellos me cayó en el hombro.
– Porque lo mataste tú -respondió.
Desvíe la mirada hacia el trío de mujeres que estaban sentadas en el otro extremo de la poza, pero las desconocidas no dieron señal de haberla oído.
– ¿Pero qué dices? Será una broma de mal gusto, ¿no? -pregunté en voz baja-. Yo no maté a Roy ce Stewart. Lo hiciste tú.
– No, Sarah -replicó Genevieve con dulzura-. Fuiste tú, ¿no lo recuerdas? Yo nunca haría una cosa semejante.
Una sombra de lástima y preocupación empañó sus ojos.
– Eso no tiene ni pizca de gracia -repliqué en voz baja, muy tensa.
Sin embargo, yo sabía que no se trataba de una broma pesada por su parte. Su tono de voz no transmitía más que compasión e indicaba que tenía el corazón destrozado por su amiga y compañera.
– Lo siento -dijo-, pero un día, todo el mundo sabrá lo que hiciste.
Sonó una sirena en el horizonte, penetrante y de un tono casi eléctrico, una única nota de implacable ansiedad.
– ¿Qué es ese ruido? -preguntó Genevieve.
Abrí un ojo. Me encontré con las cifras fosforescentes de mi radio despertador, el causante de aquel gemido electrónico, y acallé la alarma mediante un manotazo. Casi atardecía en Mineápolis. Había echado una buena cabezada antes de entrar de servicio en el turno de noche. Tras las ventanas del dormitorio, los olmos del barrio del Nordeste proyectaban sombras verdosas en el suelo de madera combado. En las ramas asomaban las primeras hojas primaverales. Estábamos a principios de mayo y la nueva estación ya era una realidad.
También era una realidad que Genevieve se había marchado a Europa y que mi marido, Shiloh, un poli recién reclutado por el FBI, estaba en prisión. También era cierto que todo ello se debía a lo sucedido en el pueblo de Blue Earth un año antes. Cualquiera que siguiese las crónicas de sucesos habría leído alguna noticia al respecto, aunque en realidad pocos detalles del caso habían llegado al gran público.
Los sucesos de Blue Earth giraban en torno a un hombre llamado Royce Stewart, que había violado y asesinado a Kamareia, hija de Genevieve, y que se había librado de una condena por un defecto de forma en el juicio. Un mes más tarde, Shiloh se había dirigido a Blue Earth con la intención de atropellar a Stewart con una furgoneta robada, pero no se había sentido capaz de matarlo y había sido Genevieve quien, en un encuentro casual, había acabado apuñalando a Stewart en el cuello y finalmente había prendido fuego al pequeño cobertizo donde vivía el tipejo.
Sin embargo, había sido Shiloh quien había terminado en la cárcel por el robo de la furgoneta, mientras que Genevieve, de cuyo crimen no había más testigos que yo, se había marchado a Europa a iniciar una nueva vida. No se lo reprochaba. Mi marido ya estaba entre rejas; no quería que a mi amiga le sucediera lo mismo.
No obstante, cuando Genevieve se encontraba ya en el avión rumbo a Francia, me enteré de que alguien me acusaba de la muerte de Stewart. Por inquietante que resultase, era lógico. Era yo quien había viajado hasta Blue Earth para buscar a mi marido. Era a mí a quien habían visto discutiendo a gritos con Stewart en un bar, muy poco antes de su muerte.
Dos detectives del condado de Faribault se presentaron en las Ciudades Gemelas para interrogarme y grabaron las respuestas evasivas que tan bien había preparado. Lo que les dije no pareció convencerlos.
No le conté a Genevieve nada de lo que estaba ocurriendo porque temía que tomara un avión de vuelta y lo confesara todo para exculparme. Tampoco pedí consejo a Shiloh porque, en la prisión, era más que probable que tuviera intervenido el correo, y me resultaba imposible explicar la situación sin mencionar la responsabilidad de Genevieve.
Luego ocurrió algo extraño. O, mejor dicho, no llegó a ocurrir. Transcurrió un mes, luego otro, y no me arrestaron ni volvieron a interrogarme. La investigación parecía haberse estancado.
Un día, el Star Tribune publicó un artículo sobre el caso.