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«La muerte del sospechoso», rezaba el titular, con un largo subtitular que decía: «Royce Stewart era sospechoso del asesinato de la hija de una detective del condado de Hennepin. Siete meses después, murió en un confuso incendio de madrugada. Un policía a punto de ingresar en el FBI ha confesado que planeó el asesinato, pero que no lo cometió. Aunque el caso sigue abierto, técnicamente, las llamas parecen haberse tragado las respuestas».

El artículo del Star Tribune mencionaba algo que no había aparecido en los otros diarios:

Según una información complementaria, sobre la que no ha habido comentarios, ciertos documentos indicanque la esposa de Shiloh, Sarah Pribek, detective del condado de Hennepin, se encontraba en Blue Earth la noche de la muerte de Stewart. Los agentes del condado de Faribault han declinado responder a las preguntas sobre si Pribek es sospechosa de la muerte y del incendio del cobertizo.

Sólo dos frases, pero en ellas se reconocía por fin el rumor que circulaba desde hacía meses entre el mundillo policial de Mineápolis. El lunes siguiente a la aparición del artículo, cuando llegué al trabajo por la mañana, me recibió un silencio muy incómodo.

Sin embargo, lo que más me preocupaba era que, desde que el Star Tribune había publicado el reportaje, los policías novatos me miraban de forma extraña: en sus ojos había respeto. Creían que había matado a Royce Stewart y tal convencimiento había incrementado mi prestigio entre ellos.

Me habría resultado más fácil sobrellevar esta carga si mi marido y mi ex compañera hubiesen podido ayudarme. No los culpaba por no estar a mi lado. Genevieve había sido muy prudente marchándose para ponerse a salvo de la nube creciente de sospechas y especulaciones. Y Shiloh no me había dejado por voluntad propia; lo habían encerrado en la cárcel. Sin embargo, no pasaba día que no los echara de menos a los dos. Eran algo más que mi familia. Eran mi historia, allí, en Mineápolis. Shiloh y Genevieve ya se conocían antes de que yo entrara en contacto con ellos y, precisamente por eso, aunque no tuviéramos una relación diaria o ni siquiera semanal, se había tejido entre los tres una red de interconexiones que me proporcionaba cierta sensación de estabilidad. Sin ellos, había perdido algo más profundo que el compañerismo cotidiano, algo que no encontraba en las conversaciones que mantenía con los compañeros de trabajo, que eran unas charlas amables y agradables, pero nada más.

Cuando los dos meses transcurridos se convirtieron en tres, cuatro y cinco, y siguieron sin acusarme de nada, pensé que la investigación se había quedado atascada, tal vez para siempre. Sin embargo, comprendí algo más: que si bien nunca se me acusaría abiertamente de la muerte de Stewart, tampoco se me exoneraría de ella jamás. En el trabajo, debido a los persistentes rumores, captaba un veredicto silencioso: culpable, probablemente. Mi teniente no me asignó otro compañero y los casos de delitos importantes y de personas desaparecidas en los que Gen y yo habíamos participado comenzaron a espaciarse y fueron sustituidos por misiones esporádicas e inconexas. Como la que tenía entre manos esa noche.

– Discúlpeme, ¿ha visto a este chico?

En la avenida donde trabajaba, una mujer de mediana edad enseñaba una foto a los transeúntes, intentando dar con alguien que hubiera visto a un adolescente que se había escapado de casa.

Movida por el interés profesional, me acerqué a interceptarla. Ella advirtió mi aproximación y se volvió a mirarme. Enseguida torció el gesto y se alejó. No había visto en mí a una desconocida amable que pretendía interesarse por su problema, y mucho menos a una policía. Había visto a una furcia.

No lo tomé a mal. Era lo que pretendía parecer.

Por lo general eran las agentes de la policía metropolitana quienes se encargaban de hacerse pasar por prostitutas para detener a los hombres que solicitaban sus servicios, pero para esa labor siempre se necesitan caras nuevas y esa vez me había tocado a mí. Me había apostado en una avenida de mucho tráfico, al sur del centro de Mineápolis, no lejos del barrio financiero, donde las policías en misión encubierta como yo pasaban el aspirador para limpiar la zona no sólo de hombres que estaban de paso en la ciudad y tenían ganas de juerga, sino también de trabajadores locales que salían de los bares después de tomar unas copas al finalizar la jornada laboral.

Un agente de paisano quizá se sorprendería de la sencillez de mi atuendo. Ésta es una de las primeras cosas que aprendes: nada de minifalda, ni de tacones de aguja, ni de medias con costura. Genevieve me lo había explicado años atrás: «Las mujeres que hacen la calle no pueden arriesgarse a que los polis las descubran. Además, creo que muchas de ellas están demasiado cansadas. Psicológicamente, no consideran que esa actividad sea un auténtico trabajo.»Así que, aquella noche, antes de salir, me había puesto unos vaqueros, unas botas, una camiseta de cuello en pico y una chaqueta barata de piel sintética roja. El maquillaje era más importante que la ropa. Me apliqué un corrector de ojeras, pero no sólo en el lugar indicado, sino por toda la cara, lo que me daba una palidez enfermiza. Después me puse rímel y me perfilé los ojos. «Delinearse los ojos es lo mejor -había dicho Genevieve-. Nada te diferencia más de las mujeres de clase media que conducen Toyotas Camri que el lápiz de ojos.»Sin embargo, lo que realmente te delata cuando estás en la calle no es la ropa ni el maquillaje, sino la actitud. Es la contenida inclinación de la cintura, propia de las mujeres que comercian con su cuerpo, cuando miran por las ventanillas de los coches. Eso es lo que les dice a los hombres quién eres.

Pero aquella noche no tenía suerte. Los hombres que recorrían la avenida en sus coches o deambulaban por la acera me miraban, algunos, pero ninguno se detuvo y yo no intenté detenerlos. La idea de cometer un delito tiene que partir del arrestado, no del agente, ya que de otro modo sería incitación al delito.

Por lo menos, hacía una noche agradable para estar al aire libre.

En mayo, el tiempo en las Ciudades Gemelas es completamente imprevisible. Lo mismo trae una ola de calor inusitada que una serie de aguaceros que te empapan y te calan hasta los huesos, de esos que empiezan por la mañana y se intensifican conforme avanza el día, hasta que materializan su ira en forma de tornados destructores en las afueras de la ciudad, en los campos de cultivo y en la pradera. Incluso era posible que, a estas alturas del año, llegara a Minnesota una ventisca tardía y descargara varios centímetros de nieve sobre la ciudad.

Los dos últimos días habían sido de chubascos, de unas lluvias intermitentes pero persistentes, a menudo torrenciales, que colmaron las alcantarillas y las cloacas. Esa noche el clima nos daba un agradable respiro; las nubes se habían abierto para dejar a la vista un cielo brillante de atardecer, pero las secuelas de la lluvia seguían notándose por doquier: el asfalto estaba encharcado y el aire olía a limpio y a tierra mojada.

Un autobús se detuvo junto al bordillo y recogió a un adolescente en silla de ruedas. Cuando el vehículo volvió a sumarse al tráfico y se alejó, noté que alguien me miraba. Un coche mediano de último modelo se había arrimado a la acera al otro lado de la calle. Me fijé bien en el conductor: varón, blanco, treinta y tantos años, cabello castaño con algunas canas en las sienes, color de los ojos inconcreto, sin marcas ni señales distintivas en la cara. No veía bien su ropa, a excepción del nudo oscuro de una corbata sobre la camisa blanca.

Y algo más: en sus ojos no había interés sexual, ninguno en absoluto. Sin embargo, no desvió la mirada. «Vamos, necesitas el primer arresto de la noche. Dile que se acerque y detenlo.»

Avancé unos pasos, intentando balancear un poco las caderas. Me volví y lo miré otra vez a los ojos con expresión inquisitiva.