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El hombre se incorporó al tráfico y se alejó.

¿De qué iba aquel tío? Seguro que se había puesto nervioso. Mierda.

Seguí paseando cinco minutos más y, por fin, se acercó a la acera de mi lado de la calle un sedán Chevrolet que habría vivido su mejor momento hacía quince años. Me fijé en que llevaba matrícula de Arkansas.

Me aproximé al bordillo y me incliné ligeramente para mirar por la ventanilla, que tenía el cristal bajado. El conductor que me devolvió la mirada era blanco, con una abundante melena que le caía sobre unas gafas rectangulares de montura negra. Era de constitución delgada, a excepción de la tripa incipiente que se adivinaba, y sus grandes manos al volante tenían pecas causadas por la exposición al sol.

Descorazonada, miré hacia el asiento trasero, en el que había un mapa medio desplegado sobre una bolsa de deporte con cremallera y una caña de pescar que había colocado en diagonal apoyada en el suelo de un lado y en la bandeja trasera del otro. Junto a la caña había una gorra muy gastada de los Houston Astros. Reconocí el escudo.

Resultaba difícil imaginar qué habría hecho aquel forastero para perderse tanto y acabar en una de las avenidas más proclives al vicio de Mineápolis, pero allí se encontraba, y yo le explicaría cómo llegar a donde quisiera ir. «Verá, teniente, no he arrestado a ningún pervertido, pero he ayudado a un pueblerino a encontrar su hotel.»El conductor bajó el cristal de la ventanilla del acompañante sin apartar los ojos de los míos, como si fuera a decir algo, pero no habló. El silencio se prolongó por ambas partes, con mutua expectación, hasta que, finalmente, me dijo:

– Vamos, preciosa, sube. No esperes a que te lo pida.

Aunque viva cien años, nunca llegaré a entender a los hombres.

– ¿Por qué no aparcas un momento ahí, al doblar la esquina, y hablamos? -le sugerí, recuperándome de mi desconcierto. Ir a cualquier lado con un posible cliente es peligroso y está estrictamente prohibido.

El sedán dobló la esquina y entró en un pequeño aparcamiento. Yo acudí a pie. El conductor paró el motor y ocupé el asiento del pasajero.

– ¿Cómo te va? -preguntó.

Me encogí de hombros y lo estudié tras la palidez de mi maquillaje. Era difícil calcular su edad. Unos treinta y cinco, tal vez. Ya lo leería en su permiso de conducir cuando lo arrestase.

– ¿Cómo te llamas? -quiso saber.

– Sarah -respondí.

– Sarah -repitió-. Yo me llamo Gareth, pero puedes llamarme Gary. Casi todo el mundo me llama así.

El acento de Arkansas resultaba encantador, pero yo seguí adelante con mi trabajo.

– ¿Y qué planes tienes para esta noche, Gary?

Hizo caso omiso de mi insinuación y respondió:

– Hoy dormiré aquí. Voy hacia el norte, a pescar un poco.

– Sí -dije-. Ya he visto la caña ahí detrás.

– La he diseñado yo -explicó con una débil sonrisa-. Me gano la vida con eso. Bueno, hago un par de cosas. Diseñar cañas de pescar es una de ellas. ¿Quieres un cigarrillo?

– No, gracias -respondí.

– Bien, pues yo voy a fumar uno -dijo.

Por lo general, los hombres son nerviosos y siempre tienen prisa. En cambio, aquel tipo se comportaba como si estuviéramos tomando una copa en una coctelería. Parecía encontrarse muy a gusto, exhalando el humo por la ventanilla con un placer casi sibarítico.

– Sí -prosiguió, meditabundo-, me han contado que ahí arriba, en los lagos, están los mejores cotos de pesca de todo el país. ¿Es verdad?

– No lo sé, yo no pesco -contesté sin convicción. Era la primera vez que tenía que dar palique a un putero y las cosas no estaban saliendo bien.

– Unos amigos me recomendaron que viniera -prosiguió-. Mi mujer murió hace unos años y, desde entonces, nunca me he tomado unas vacaciones.

Bajó la mirada, como si al decir aquella última frase se hubiese sentido avergonzado, y advertí que tenía las pestañas negras, mucho más oscuras de lo que parecía corresponder al resto de su tez. Me pregunté si habría estado con otra mujer durante esos años a los que acababa de aludir, o si por el contrario buscaba una manera de seducirme para que fuese la primera. Y entonces me imaginé, un día no muy lejano, declarando ante un juez y explicándole que, en un mundo lleno de hombres que pegaban a las prostitutas, que se gastaban en sexo el dinero de la leche de sus hijos y que contagiaban enfermedades venéreas a sus esposas, yo había salido a hacer la calle en Hennepin en nombre de la Oficina del Sheriff y había arrestado a un diseñador de cañas de pescar viudo y amable.

– Gary -dije, irguiéndome en el asiento-, ¿vas a pedirme sexo?

El hombre parpadeó, pero me pareció ver un brillo divertido tras sus gruesas gafas.

– ¿Aquí en Minnesota siempre tenéis tanta prisa? -inquirió.

– Bueno -respondí-, no puedo hablar por todos y, además, yo vengo del Oeste, pero en mi caso la impaciencia tiene mucho que ver con mi trabajo de detective en la oficina del sheriff del condado de Hennepin; si me propones algún trato que implique dinero a cambio de sexo, tendré que arrestarte y, ya que no te veo muy interesado, preferiría que no lo hicieras. ¿Me equivoco en lo del poco interés?

Gary, a quien estuvo a punto de caérsele el cigarrillo en el regazo, preguntó:

– ¿Eres policía?

– Pues sí, al menos en mis días buenos -respondí, al tiempo que abría la puerta del Chevrolet y me apeaba. Antes de marcharme, me volví y añadí-: Una última cosa.

Me disponía a dejarlo con la advertencia de que mientras estuviera en Mineápolis no importunara a las chicas que hacían la calle, pero entonces me fijé en algo que debería haber visto antes. Su mano, apoyada en el volante, tenía el tono bronceado del sol incluso donde no había pecas, a excepción de una franja algo más pálida en el dedo anular. Aquel color bronceado era demasiado reciente para los años que habían transcurrido desde que enviudara. Había llevado la alianza mucho más tiempo. El consejo tópico que iba a soltarle se me secó en la garganta.

– Nada, no importa -dije.

– Sarah.

Me volví hacia él.

– Cuídate -susurró.

Era una gentileza inesperada y me limité a asentir, sin saber qué replicar.

Después de pasear de nuevo en la acera durante cinco minutos recuperé la compostura y hasta un poco el mal genio. Con aquél, ya eran dos los hombres que aquella noche habían eludido mis redes. «Al próximo tío que me mire el culo -pensé-, lo arresto. Lo juro por Dios.»El siguiente coche que se detuvo era un resplandeciente sedán gris perla. También llevaba la ventanilla abierta y me asomé al interior. Al volante iba un hombre de mediana edad, delgado, con una calva incipiente y aire mediterráneo, que vestía un traje de buena hechura.

– ¿Puedo llevarte a algún sitio? -preguntó.

– ¿Por qué no paras ahí, al doblar la esquina, y hablamos un minuto? -propuse-. ¿De acuerdo?

A diferencia de Gary, a aquel tipo no le interesaba saber mi nombre, aunque me informó de que podía llamarlo Paul. El interior del coche olía a nuevo y un adhesivo indicaba que pertenecía a una agencia de alquiler de vehículos. Paul también era forastero.

– ¿Qué planes tienes para esta noche, Paul? -le pregunté.

– He pensado que tal vez te apetecería que hiciéramos un trato -respondió-, ¿Te gusta la coca?

Lo miré por el rabillo del ojo. Mejor, imposible. Lo podía empapelar por solicitar los servicios de una prostituta y por posesión de narcóticos.

– ¿Y a quién no? -repliqué.

– He pensado que por unas cuantas rayas y cincuenta dólares podrías hacerme un completo.

Lo que me faltaba. Un putero tacaño.

– Setenta y cinco -le dije.

– De acuerdo. -Paul no estaba interesado en el regateo.

– Y necesitaría ver el material primero.

– Está ahí detrás, en mi maletín -dijo, señalando el asiento trasero con un leve gesto de la mano-. ¿Tienes… tienes un sitio a donde podamos ir?