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Sin hacerle caso, me puse de rodillas en el asiento y me di la vuelta para coger el maletín.

– ¿Está abierto? -pregunté, pero no esperé a que me respondiera y apreté el cierre con el pulgar. Emitió un sonoro chasquido y la maleta se abrió. Allí estaba: todo un mundo de problemas para aquel tipo en una bolsa de plástico tan pequeña.

Paul no se inmutó ante mi brusca conducta. Era un hombre de mundo. Sabía que un traje caro a la larga sale barato, que la bussiness class de los aviones es un timo y que las puros de setenta y cinco dólares dan problemas a sus clientes. Mientras yo cerraba el portafolios, me repitió la pregunta.

– ¿Tienes algún lugar adonde llevar a los hombres, te he dicho?

– Desde luego -respondí alegremente, sacando la placa de la chaqueta de cuero.

Eran más de las cuatro de la madrugada cuando salí del trabajo, pues hube de quedarme a sustituir a una compañera cuyo hijo se había puesto enfermo durante el turno de noche. Sin embargo, cuando me marché de la oficina, me di cuenta de que no estaba cansada, sólo tenía hambre. Pensé que si me acercaba a alguna panadería y llamaba a la puerta trasera, tal vez me venderían una pieza caliente, recién salida del horno.

De camino a este recado, que me llevó a las afueras de la ciudad, me encontré con una mujer que llenaba un expendedor de diarios. Un impulso me llevó a detenerme junto a bordillo. Shiloh se encargaba de pagar nuestra suscripción al Star Tribune, pero durante su ausencia había caducado.

Los tiempos del chico de los periódicos, del muchacho en la bici, han quedado atrás. La repartidora era una mujer de unos treinta años, bajita y de rostro delgado, sin maquillaje y con el cabello corto y revuelto. Yo había detenido el Toyota Starlet junto a la acera, con el motor en marcha. Cuando me acerqué, ella me miró con recelo. Debió de pensar que quería llevarme un periódico sin pagar antes de que cerrase el expendedor.

– Adelante -le dije-. Cuando termine, compraré uno.

La mujer puso el ejemplar de muestra en el cristal y cerró con un golpe. Ocupé su lugar en la acera y busqué un par de monedas de cuarto de dólar.

– ¿Qué es eso? ¿Un niño, a estas horas? -preguntó la repartidora, detrás de mí.

– ¿Qué dice de un niño? -repliqué distraídamente mientras metía el dinero en la ranura.

– El que grita de ese modo, ¿no lo oye?

Debía de tener un radar en las orejas. O tal vez tenía hijos pequeños y estaba haciendo gala de una fina intuición maternal.

– Yo no oigo nada -respondí.

– Por allí -dijo.

Miré hacia donde indicaba. Una calle vacía, farolas, comercios cerrados. Una figura de unos diez u once años que corría por la acera. Un niño en la calle a las cuatro y media de la madrugada.

Corrí a interceptarlo.

Reduje la distancia que nos separaba y levanté las manos para que se detuviera. Era un chiquillo delgado y jadeaba como una locomotora de vapor. Su tez era pálida, pero tenía el cabello muy negro y parecía que se lo hubieran cortado con unas tijeras caseras por el método tradicional de la taza. La camisa y los pantalones le quedaban grandes.

– ¿Qué ocurre? -le pregunté, arrodillándome a su lado-. ¿Te han hecho daño?

El chiquillo soltó un torrente de palabras, pero todas ellas en un idioma que me sonó a eslavo. Nos miramos, frustrados por no comprendernos. Entonces, se volvió y señaló en la dirección de la que venía.

Junto a aquella pequeña calle industrial discurría un canal de desagüe. Oí su rugido poderoso, debido a las abundantes lluvias que habían caído recientemente. En el punto en que pasaba canalizado bajo la calle, una barandilla formada por tres tubos bordeaba la acera, a la altura de las costillas de un adulto. Apoyadas en ella había unas formas rígidas de metal que, al acercarme más, resultaron ser unas bicicletas. Dos bicicletas. Un chico.

Me acerqué a mirar y el muchacho me siguió. Antes de quedar soterrado bajo la calle, el canal se precipitaba desde una altura considerable a un amplio sifón de paredes de cemento, destinado a evitar que se inundase la vía pública cuando llovía a cántaros, como había sucedido durante los últimos días. De no haber sido así, lo que habríamos visto desde la barandilla, probablemente, habría sido una extensión de hierba y barro por donde discurría un apacible arroyo. Esta vez, no; la madrugada anterior, las lluvias habían formado allí una gran piscina que se agitaba, turbulenta.

– ¿Se ha caído alguien? -Para explicarme, con los dedos formé dos piernas que caminaban hacia la barandilla, levanté una como si fuese a saltarla y luego imité una zambullida.

El chico asintió y dijo algo que no comprendí.

– Llame a Emergencias, al 911 -le pedí a la repartidora de periódicos, que seguía detrás de mí, y pasé una pierna por encima de la barandilla-. Dígales que un niño se ha caído al canal. Llévese a éste y procure que se tranquilice.

Sin esperar a que cumpliera la orden, me encaramé hasta quedar sentada en la barra inferior, con los pies por encima del agua.

Desde que el chico señaló el agua y di instrucciones a la repartidora de periódicos hasta que me dispuse a saltar, transcurrieron apenas noventa segundos, pero fue tiempo suficiente para que me acordara del otoño anterior y de Ellie Bernhardt, que por entonces tenía catorce años. Me había tirado al Misisipí a salvarla y aquel acto me había dado cierta fama en el departamento durante un tiempo, sobre todo porque la natación no es mi fuerte.

Me gustaría decir que, cuando me acordé de Ellie Bernhardt, pensé algo irónico, como: «¿Por qué estas cosas siempre me ocurren a mí?». Pero no; mi pensamiento fue: «Dios mío, no permitas que me ahogue». Y, a continuación, salté.

El agua estaba más templada que la del Misisipí, pero seguía estando fría y formaba turbulencias que me arrastraban en varias direcciones, aunque sin mucha fuerza. Las más intensas las notaba abajo, en los pies y las pantorrillas, y me llevaban hacia el conducto subterráneo por el que el agua discurría canalizada por debajo de la calle.

Me sumergí, abrí los ojos y no vi más que una pared marrón grisácea. Extendí la mano en la dirección en que se movía la corriente, hacia la calle. Era lógico pensar que cualquier cosa pesada que hubiese caído al agua habría sido arrastrada hacia allí, pero no alcancé a tocar nada y mis pulmones amenazaban con estallar. En estas situaciones, el aire nunca parece durar lo suficiente, y aún duraba menos porque el corazón me latía a ciento cuarenta pulsaciones por minuto. Me impulsé para subir a la superficie y, al hacerlo, rocé algo con el pie.

Tomé aire a toda prisa y volví a zambullirme, tanteando de nuevo a mi alrededor. En esta ocasión, algo me rozó la mano, pero no se trataba de un objeto sólido. Parecía una prenda de ropa que el agua movía y por eso me había tocado. Cuando la agarré y tiré de ella, noté cierta resistencia. No era una camisa vieja que había terminado en el canal. Alguien la llevaba puesta.

Impulsarme a la superficie no habría resultado muy difícil, pero arrastrar al niño hacia arriba fue mucho más complicado. Era muy delgado, estaba exánime y la ropa mojada y los zapatos encharcados lo lastraban. En la superficie apareció primero su cabello negro, brillante y pegado a la pálida tez. Tiré de él y conseguí que levantara la cara hacia el cielo todavía oscuro.

En los manuales de socorrismo, todo parece muy sencillo y los dibujos resultan muy claros y comprensibles, pero el chico y yo ejemplificábamos lo complicada que es la realidad. Intenté averiguar si respiraba, si las costillas subían y bajaban debajo de mi mano. En teoría, tendría que haberlo percibido, pero fui incapaz de determinar se seguía con vida. Esperanzada, miré hacia la barandilla en busca de la mujer del Toyota, pero no estaba allí; lo único que vi por todos lados fue una pared de cemento de casi dos metros de altura sobre el nivel del agua. No había ningún punto de apoyo, ningún asidero. El peso del chico amenazaba con hundirme y moví las piernas, pedaleando en el agua, en busca de ayuda. No la había.