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En aquel preciso momento, una cara asomó por la barandilla. Era un desconocido, pero su presencia me llenó de alivio.

Se trataba de un joven de unos veintitrés o veinticuatro años, asiático, de facciones duras y angulosas y una mirada despierta. Llevaba casi toda la cabeza afeitada, a excepción de una cresta como un cepillo a lo largo del cráneo, al estilo de los indios mohawk. Su aspecto podría haber parecido ridículo, pero no era así. No vi si vestía uniforme o iba de paisano, pero en ese momento esta cuestión carecía de importancia. Hay personas que aparecen en los momentos difíciles y no importa que no las conozcas de nada. Llevan escrito en la cara han acudido a ayudar. Aquel chico era una de ellas.

– ¡Eh! ¿Qué tal os va por ahí abajo? -preguntó.

– Bastante mal.

El muchacho asintió sin alterarse.

– Veamos… -dijo, estudiando el agua con tanta atención como si fuera un problema de física en un libro de texto-. Intentaré tiraros una tabla.

Y eso fue lo que hizo. Cuando tuve al muchacho sobre la madera, observé su pecho y su estómago, envueltos en el abrazo mojado de una empapada camiseta roja. Vi que su tórax bajaba y subía de nuevo. Respiraba. Se me pasó la angustia y mi cuerpo notó el alivio de haberse librado del peso del chico en el agua.

Una vez rescatada y a salvo en la calle, vi que el joven llevaba el mono azul de los enfermeros de emergencias sanitarias. Su compañero, aún más joven y rubio, se ocupaba del niño. El enfermero asiático los miró, vio que la situación estaba bajo control, y se sentó en el suelo a mi lado.

– Estoy bien -le dije.

– Ya lo veo -replicó.

Allí estábamos: un joven educado con un corte de pelo posmoderno y una detective del condado medio ahogada.

– Sarah Pribek -me presenté, tendiéndole la mano-. De la Oficina del Sheriff del condado de Hennepin.

– Soy Nate Shigawa -dijo al tiempo que me la estrechaba.

– Encantada de conocerte -añadí.

Oí un grito agudo detrás de él. La repartidora de periódicos había vuelto y no estaba sola. Con ella se encontraban el chico que había dado la voz de alarma y una mujer con un vestido estampado barato y los cabellos largos y negros recogidos bajo un pañuelo. Miró a su alrededor, no al hijo que estaba siendo atendido por el enfermero, sino hacia la parte trasera de la ambulancia, y luego a Shigawa y a mí. Nos habló atropelladamente, en la misma lengua eslava que su hijo.

Al ver que sus insistentes y apremiantes explicaciones sólo despertaban miradas de desconcierto, corrió hacia las bicicletas. Señaló una de ellas y luego al chaval que se hallaba de pie junto al Toyota, seco, sano y salvo. Luego, cogió la segunda bicicleta y señaló al chico tendido en la camilla. Después, tocó la barra de la segunda bicicleta como si quisiera indicar que allí montaba otro niño.

Shigawa y yo intercambiamos una mirada de preocupación. Acabábamos de comprender lo mismo: la mujer tenía tres hijos.

Nos acercamos a la barandilla, miramos el agua arremolinada del canal y no supimos localizar ninguna mano, pie ni objeto ningún tipo. Había transcurrido mucho tiempo, demasiado.

– Yo me meteré -aseguré-. Ya he estado dentro.

– No, no lo haga -me advirtió el compañero de Shigawa, que se había acercado a nosotros. Según su tarjeta de identificación, se llamaba Schiller.

– Alguien tiene que hacerlo -repliqué.

– Dentro de un par de horas entrará el turno de día -dijo Schiller-. El condado puede enviar buzos. Tienen la preparación y el material necesarios.

Estaba claro que Schiller era nuevo en el servicio de emergencias médicas. Yo conocía bien aquella expresión, una mirada dura y obstinada que utilizan los polis novatos cuando quieren disimular que el trabajo todavía no los ha encallecido y que aún no están hartos de la vida.

– No, esto no puede esperar -insistí.

– ¿Por qué no? -preguntó Schiller con cara de no comprender.

No me apetecía sumergirme de nuevo en aquella agua sucia y turbia ni quería que volviera a entrarme en las orejas y en los ojos, pero tenía que hacerlo. En mi mente se había formado la imagen del cuerpo de un niño bajo las aguas nauseabundas, arrastrado por la corriente al fondo del canal, arrastrado tal vez contra una barrera natural o contra un muro, con el cabello flotando, rodando quizá como un tronco durante horas. No soportaba imaginar que lo dejaba allí, como un desecho, mientras todo el mundo se marchaba a ponerse ropa seca y a desayunar. Busqué palabras para expresar a Schiller lo que sentía, pero no fui capaz. Por otro lado, tampoco tenía por qué hacerlo.

– Si no entiendes por qué, ella no puede explicártelo -intervino Shigawa.

Schiller apartó los ojos de mí y miró a su compañero, tomando buena nota de aquella pequeña traición.

– Tampoco es necesario que te lo tomes tan a pecho, Nate -dijo antes de alejarse.

De nuevo, pasé una pierna por encima de la barandilla.

– Estaré aquí -dijo Shigawa.

– Lo sé -susurré-. Enseguida vuelvo.

Al final, la unidad de emergencias se completó con la llegada de un coche de bomberos y de una patrulla del Departamento de Policía de Mineápolis, que se sumaron a la ambulancia. Uno de los agentes del Departamento era Roz, una sargento de unos cincuenta años, con los cabellos cortos y canosos, que había sido adiestradora canina y de la que se rumoreaba que tenía en casa no menos de ocho perros. En aquel momento su misión era adiestrar a una agente novata, Lockhart, una chica de aire adolescente con uniforme de policía.

Detrás del personal de emergencia se había formado un semicírculo de vecinos. Tal vez los había despertado el ruido o quizá ya se habían levantado para comenzar la jornada cuando se había producido el suceso. Eran más de las cinco y el cielo empezaba a adquirir cierto tono azul eléctrico.

A las personas que aparecen en los escenarios de los accidentes se las suele calificar de morbosas, pero más de una vez han confirmado mi esperanza de que la intención de la gente, ante todo, es ayudar y ser solidaria. Una mujer, al verme empapada, fue a buscar una camiseta afelpada de manga larga y unos pantalones de su marido. Acepté la ropa agradecida y me cambié en el incómodo espacio de la cabina del coche de bomberos. Una vez vestida, me quedé sentada unos segundos, disfrutando de la calidez de las prendas secas y de su desconocido olor, antes de salir de nuevo a presenciar las secuelas de aquella terrible pequeña tragedia.

Había encontrado el cuerpo donde había imaginado. La intensidad de la lluvia primaveral había creado un tamiz vertical de ramas y tallos ante la boca del conducto por donde discurría bajo la calle. En la barrera había todo tipo de objetos atrapados: latas de cerveza, trozos de alquitrán, los aros de plástico que sujetan los paquetes de seis latas. Y en medio de todo ello, la carne blanda de un niño pequeño.

– Alguien tendría que cuidar de usted -dijo Shigawa, que se me había acercado-. ¿Por qué no viene con nosotros?

– No -dije-. Estoy bien.

– En esos canales, uno puede pillar infecciones -insistió Shigawa-. Tendría que verla un médico.

– No -repliqué con contundencia. No quería discutir con él, pero tampoco podía contarle la razón de mi negativa. Todos tenemos nuestros miedos secretos, y el mío es ir al médico.

– En realidad -intervino una nueva voz-, necesitamos a la detective Pribek para que preste declaración en la comisaría del centro.

Era Roz. No la conocía mucho, pero en aquellos momentos le estuve agradecida.

– Tiene razón -le dije a Shigawa. Y volviéndome a Roz, añadí-: Iré en mi coche. Está aquí cerca y así no tendrá que traerme luego de vuelta.

– De acuerdo -asintió Roz-. Lockhart, ¿por qué no vuelves a comisaría con la detective Pribek?