– Diez años.
– Lo siento -repetí y me di cuenta de que acababa de decirlo.
– Mi padre es Hugh Hennessy, el escritor -prosiguió Marlinchen, y me observó para ver si yo daba muestras de conocerlo-. El autor de El canal -añadió.
– Sí, me suena -asentí-, pero vayamos al grano. ¿Dónde está ahora tu padre?
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Me extraña que haya enviado a su hija de diecisiete años a la Oficina del Sheriff, en vez de presentarse él mismo -expliqué.
– Porque no sabe lo que le ha sucedido a Aidan -se apresuró a explicar la chica-. Está en el norte, en una cabaña que tiene cerca del lago Tait. Se encuentra en un lugar muy apartado y no tiene teléfono.
Reparé en el extraño brillo de sus ojos, de alarma tal vez, pero en ese momento no entendí a qué venía.
– Papá se refugia en la cabaña para escribir -prosiguió-. Cuando no le salen bien las cosas, necesita silencio y soledad, pero no empezó a ir hasta que yo fui mayor y pude cuidar de mis tres hermanos pequeños. Mi padre es muy responsable.
La joven había pasado a defender los métodos educativos de su padre sin que yo supiera por qué. Intenté que no divagase más.
– Pero alguien puede ir a buscarlo, ¿no? -le pregunté-. Un vecino, un guarda forestal, yo que sé… Lo que quiero decir es que el padre de Aidan debería estar enterado de lo que sucede.
Aquel comentario no tuvo el efecto tranquilizador que yo había previsto.
– ¡No entiendo a qué viene tanto hablar de mi padre! -estalló Marlinchen-. Mi padre no es policía. Él no podrá encontrar a Aidan. ¡De eso debería ocuparse la policía y, a lo que parece, ustedes no están haciendo nada!
– Si ésta es la colaboración que has prestado a los agentes de Georgia, no me extraña que no se hayan movido. -Di unos golpes en la mesa con el extremo del lápiz.
– No debería haber venido -dijo Marlinchen de repente, poniéndose en pie.
– Espera -dije en un intento de aplacarla, pero la joven ya se marchaba a toda prisa. Todos los que trabajaban a mi alrededor levantaron la cabeza al verla pasar-.¡Espera! -repetí más fuerte, al tiempo que me levantaba de la silla. Pero la joven ya se había esfumado.
– ¡Se escapa del interrogatorio! ¡Se escapa del interrogatorio! -dijo un agente, imitando el acento de Minnesota de Francés McDormand en Fargo. Sus compañeros se echaron a reír.
– Gracias -dije-. Y ahora, ya que habéis disfrutado con el espectáculo, mi mono pasará el plato.
Como no tenía preparada una segunda parte para aquel clamoroso éxito, tomé el coche y me dirigí hacia la zona sur de Mineápolis para encontrarme con mi primera confidente y preguntarle por el falso médico de Prewitt.
Cuando lo aceptaron en la academia del FBI y dejó la policía de Mineápolis, Shiloh hizo una especie de liquidación por rebajas y me dio algunos números de teléfono útiles, que abarcaban desde contactos con las agencias federales hasta confidentes de la calle. Era el caso de Lydia Neely, a quien conocía de cuando había trabajado en Narcóticos. A Lydia la habían detenido cruzando la frontera del condado llevando un alijo de marihuana de la Columbia Británica en el maletero del coche. En la detención habían participado varios agentes, como es habitual en Narcóticos, pero fue Shiloh quien se preocupó por la situación de la chica. Averiguó que no tenía antecedentes y que transportaba la droga para su novio, uno de los que suponen que, a las mujeres, los de Narcóticos las paran menos. Y habría estado en lo cierto, si alguien no la hubiese delatado.
Shiloh, con su típica compasión por los desafortunados, hizo cuanto estaba en su mano para interceder por ella y conseguir que no fuese a la cárcel. Lidya había cumplido parte de la condena en trabajos sociales y luego le habían asignado un agente de libertad provisional. También se había convertido en confidente de Shiloh y, cuando éste dejó el departamento, heredé su nombre y su teléfono.
Llevaba tiempo sin ver a Lydia, sobre todo porque ya no era una confidente útil. Había conseguido un buen empleo en un salón de belleza de la zona sur de Mineápolis y tiempo después se había casado. La intervención de Shiloh tenía como objetivo conseguir esta clase de rehabilitación pero, a raíz de ella, Lydia había dejado de relacionarse con delincuentes y ya no poseía ningún tipo de información interesante. I lay una gran verdad que el público prefiere no saber: los ciudadanos honrados no son buenos confidentes, y los buenos confidentes son indispensables para el trabajo policial.
Sin embargo, por algún sitio tenía que empezar en la búsqueda del médico sin licencia que me había encargado Prewitt, y Lydia vivía en la zona.
Me iba de maravilla que trabajase en una peluquería porque allí podía visitarla sin levantar sospechas. Por razones obvias, cuando iba a ver a los confidentes, nunca me identificaba como policía. A la hora de visitar una peluquería de señoras, ser mujer era una evidente ventaja. Y más suerte aún tuve esta vez porque, cuando llegué, la encontré trabajando en la parte del fondo del local, donde se lavaba la cabeza a las clientes antes de pasar al salón. Allí no había nadie que pudiera oírnos.
– Hola, detective Pribek -me saludó Lydia, que estaba lavando unos rulos bajo el chorro de agua a presión, revolviéndolos en la pila.
– Sarah -la corregí, imponiéndome al estrépito del agua.
– ¿Te apetece una taza de café? -preguntó ella.
– No, gracias. -Su amabilidad me hacía sentir incómoda porque yo no había entablado ninguna relación personal con ella, más bien al contrario. Me dio la impresión de que sólo me toleraba porque Shiloh le caía bien-. No voy a entretenerte mucho rato -proseguí-. Sólo necesito saber si has oído hablar de algo.
Cuando le expuse el motivo de mi visita, noté un fugaz brillo en sus ojos.
– ¿Sabes de quién te hablo? -le pregunté.
– Ignoro su nombre -respondió Lydia-› pero sé a quién te refieres. Todo el mundo habla de él.
– ¿Y de qué va la cosa? -inquirí-. ¿Es un médico de verdad, un veterinario sin trabajo o qué?
– Lo siento, eso no lo sé -dijo Lydia, sacudiendo la cabeza. Luego, añadió-: Creo que Ghislaine sabe quién es.
– ¡Oh! -exclamé sorprendida-. No sabía que la conocieras.
Ghislaine Morris era otra de las confidentes de Shiloh. También me había dado su número, pero no había tenido la oportunidad de tratar con ella.
– Fuimos compañeras de piso -explicó Lydia-, antes de que me pillaran. -Se refería a su detención por tráfico de droga.
– Muy bien. Hablaré con Ghislaine.
Lydia guardó una jofaina de plástico transparente con los rulos en un armario, encima de los lavacabezas, y lo cerró. Me encaminé a la puerta, pero no salí.
– ¿Qué tal te sienta la vida de casada? -pregunté.
– Bien -respondió Lydia.
– ¿Estás contenta? -inquirí sin mucha convicción. «¡Pero si acaba de decírmelo, serás tonta!», me dije.
– Sí -respondió.
– Bueno, te dejo que sigas trabajando -añadí, al tiempo que me dirigía hacia la puerta.
– Detective Pribek -me llamó, vacilante.
Me volví hacia ella.
– He visto… Me he fijado en que ya no llevas la alianza de casada. No me gustaría que pensases que soy una entrometida…
– ¡Oh! -Con timidez, me toqué el dedo anular-. Estoy haciendo un trabajo en la calle que no me permite llevarla.
No mencioné que me hacía pasar por una prostituta, pero probablemente lo imaginó. Tal vez intuyó incluso más cosas.
– Shiloh está bien, ¿verdad? -preguntó.
¿Habría leído la prensa? ¿Se habría enterado de lo ocurrido en Blue Earth? Sus ojos negros eran insondables.
– La próxima vez que lo vea, le diré que has preguntado por él -respondí, evasiva.
«La próxima vez que lo vea…» No había vuelto a Wisconsin desde la corta visita que había hecho poco después de que a Shiloh lo llevaran allí. Nos separaba algo más que la simple distancia física. Blue Earth se interponía entre nosotros, igual que mi viaje al Oeste para conocer a su familia. Eran situaciones tan difíciles que resultaba imposible hablar de ellas. Incluso en los buenos tiempos, Shiloh se mostraba inquietantemente taciturno, y yo, por mi parte, nunca he sido muy hábil en eso de expresar los sentimientos. Supongo que era inevitable que, en los momentos difíciles, hubiésemos retomado nuestras viejas costumbres. Nos habíamos sumido en el silencio.