Capítulo 3
Aquella noche, una pequeña tormenta cruzó el condado de Hennepin en dirección a Wisconsin. No me enteré de los truenos, pero desperté de repente antes de que amaneciera. Sufrí un breve momento de desorientación («¿dónde está Shiloh?») mientras me ubicaba y entonces advertí que sonaba el teléfono.
– Diga -respondí con la voz pastosa de sueño.
– Soy yo.
– ¿Gen? ¿Pero qué…? -Mi voz cobró seguridad, pero también sonó más irritada-. Son las cinco de la…
– Ya sé qué hora es en Mineápolis, pero esto es importante.
Una nota de desaliento en su voz me despertó por completo.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– Mira, esto es lo último que quería que sucediese y…
– Cuéntame, vamos.
– Creo que están investigándote por la muerte de Royce Stewart -explicó Genevieve.
– ¿Ah, eso? -Me sentí aliviada-. Ya lo sabía, pero no te preocupes. Creo que el caso no va a ninguna parte. Desde que me interrogaron hace seis meses, no ha venido por aquí nadie de Blue Earth.
– ¿Seis meses? -La voz de Gen, muy clara pese a estar en el otro extremo del mundo, sonaba incrédula-. ¿Hace seis meses que lo sabes y no me lo habías comentado?
– No te enfades, pero lo sé desde antes incluso de que te marcharas a Francia -precisé-. Alguien me delató, pero no te conté nada porque sabía que reaccionarías así. De una manera exagerada, quiero decir.
– ¿Quién te delató? -La curiosidad diluyó su alarma unos instantes.
– Christian Kilander. Ya lo conoces, se entera de todo.
– ¿Y te ha comentado algo, últimamente? -inquirió.
– ¿Últimamente? ¿Qué quieres decir?
– Ayer se presentó un hombre en casa de Doug y Deb, haciendo preguntas. Me lo ha contado mi hermana.
– ¿Ayer? -Me senté en la cama y las sábanas quedaron arrugadas alrededor de mi cintura.
Después de la muerte de su hija, Gen había vivido con su hermana y el marido de ésta en su granja de Mankato, donde nos habíamos presentado, a altas horas de la noche, después de la muerte de Stewart. Era normal que hubieran despertado el interés de un investigador.
– Le he preguntado a Deb cómo se llama, pero no lo recuerda. -Esperó a que yo dijese algo-. ¿Estás ahí?
– Sí, te escucho -respondí-. Mira, no te preocupes, no sucederá nada. No pueden culparme de la muerte de Stewart. Yo no lo maté.
– Esa clase de lógica no funciona, y tú lo sabes -objetó.
– Deja que yo me ocupe de esto -la tranquilicé-. Prométeme que no te preocuparás.
– Eso no puedo prometerlo. Es que…
– Gen -insistí-, no voy a seguir discutiéndolo.
El silencio al otro lado del hilo daba a entender que mi ex compañera contenía un suspiro o una palabra dura.
– Tienes la voz ronca -señaló finalmente-, ¿No habrás pillado un resfriado?
– Nunca me pongo enferma. Es que acabo de despertarme y… ¡Oh, espera!
De repente me acordé del día anterior, del rato que había pasado temblando en el aire frío de la madrugada, completamente empapada.
– ¿Qué? -espetó.
Le conté el desgraciado accidente en el canal y cuando terminé, me regañó.
– ¿Pero en qué estabas pensando? Eres como un perro, siempre con ese impulso a lanzarse de cabeza a rescatar a alguien…
Sonreí porque volvía a ser la hermana mayor y la maestra que había sido en nuestros tiempos de patrullar juntas.
– No es cierto -repliqué, adoptando yo también mi papel-. Me tiré de pie.
– Vuelve a dormirte -dijo Gen cariñosamente-. Y llámame cuando tengas un rato libre.
– Lo haré -le aseguré.
Aquella noche hice la calle de una manera muy convincente, pálida y malhumorada. Tenía la garganta irritada y comprendí que Gen había acertado con su diagnóstico sobre mi salud. Sin embargo, mi mal humor tuvo un efecto afrodisíaco en los hombres. Si no hubiera hecho una pausa de media hora para acudir a la cita con Ghislaine Morris, habría batido mi récord de arrestos.
Mientras iba a encontrarme con la muchacha, intenté recordar lo que Shiloh me había contado de ella. Me acordé de que había dudado a la hora de darme su teléfono.
– ¿Por qué no? -le había preguntado yo-. ¿Ya no es útil?
– Todo lo contrario, Gish es una esponja -había respondido Shiloh-. Se entera de todo.
– Entonces, ¿qué ocurre?
– Nada -respondió, encogiéndose de hombros-. Hay algo en ella que no me gusta, aunque no sé qué es.
Lo presioné para que se explicara, pero por ahí no conseguí nada. Cuando Shiloh no quiere hablar de algo, todo intento es en vano.
Así pues, al cabo de un par de meses tuve un encuentro cara a cara con Ghislaine. No sé qué esperaba encontrarme, pero la imagen que me había hecho de ella no se correspondía en absoluto con la muchacha que.se presentó.
Ghislaine Morris tenía veintidós años. No era delgada, pero tampoco gorda. Tenía la cara redonda y dulce, y unas caderas generosas. Su cabello era rubio y lo llevaba muy corto, como un chico, y sus ojos castaños brillaban amistosamente. Empujaba un carrito con un bebé que a la sazón tenía seis meses, un niño con el cabello castaño y rizado, la piel color canela y unos ojos enormes que absorbían el mundo como cámaras de un documental.
Comimos juntas en un restaurante económico y me contó su vida. Me habló del padre de Shadrick, que ya no estaba «entre nosotros», y de sus padres en Dearborn, Michigan, que la echaron de casa cuando se enteraron de que se había quedado embarazada de un negro. Entonces, Ghislaine se mudó a Minnesota, en casa de una amiga. La habían detenido una vez por robar en una tienda pero le habían concedido la libertad condicional. También me dijo que quería volver a estudiar tan pronto pudiera.
Fue un encuentro que me dejó un tanto perpleja. No tenía ni la más remota idea de por qué había recelado Shiloh de ella. Mi marido era hijo de un predicador y si tenía algún defecto, eran los prejuicios. Tal vez no había superado el puritanismo que lo llevaba a despreciar a una madre soltera tan joven. Por mi parte, su cháchara me pareció tan contagiosa como palpable la devoción que sentía por su hijo. Aunque su ambición de volver a estudiar y «convertirse en una persona de provecho» fuese un tanto abstracta, ¿quién era yo para juzgarla?
En esta ocasión, Ghislaine llegaba tarde a la cita que tenía conmigo en un pequeño y discreto restaurante. Pedí una infusión y tomé una cucharada de jarabe de eucalipto para la tos. Había empezado a dolerme la garganta cuando tragaba saliva.
– ¡Joder! -exclamó cuando se presentó por fin. Traía al niño en el cochecito-. ¡Pero si no te había reconocido…!
Se sentó frente a mí, al otro lado del reservado, poniendo unos ojos como platos.
– Conque éste es tu aspecto cuando haces un trabajo encubierto… -Cuando habíamos hablado por teléfono, ya la había advertido de que estaba colaborando con la brigada anti vicio.
– Trabajo encubierto son palabras mayores -dije-. Lo que hago es arrestar a hombres que abordan a prostitutas. No es una operación policial complicada.
– ¡Caray! -exclamó, al tiempo que abría el menú.
La camarera, que calzaba zapatos de suelas de crepe, dejó una tetera delante de mí.
– ¿Ya sabes lo que quieres, guapa? -preguntó a Ghislaine.