– ¡Detective Pribek!
Tardé un momento en reconocer al estudiante que había gritado mi nombre. Liam Hennessy no había cambiado tanto en las ocho semanas transcurridas desde la última vez que lo había visto, pero parecía más mayor, todo un estudiante universitario, sobre todo porque su atuendo era muy informaclass="underline" vestía pantalón corto, una camiseta rojo pálido y sandalias. Sus cabellos, que nunca había llevado cortos, habían seguido creciendo y la exposición al sol los había aclarado, sobre todo en las puntas. Llevaba colgado en la garganta el familiar cordón de cuero con los tres ojos de tigre. Sólo las gafas de montura metálica eran las mismas.
– ¡Hola! -lo saludé, contenta de verlo, y me acerqué al árbol bajo cuya sombra estaba sentado-. ¿Te has saltado el último curso en el instituto?
– No -respondió Liam, sacudiendo la cabeza-. He venido para asistir a un seminario sobre la tragedia griega y romana.
– Vaya, un tema sumamente ameno -observé.
– Sí.
Permanecimos en silencio unos instantes. Luego, comenté:
– Me gusta el collar. Te queda muy bien. A él también le quedaba muy bien. -Por extraño que pareciera, era cierto. Físicamente, Liam Hennessy y su primo no se asemejaban en nada.
– Gracias -susurró Liam-. Hablamos sobre si debíamos enterrarlos a él y a Aidan con papá, pero pensamos que era mejor llevarlos con mamá -me contó-. Jacob la quería mucho.
– Lo sé -asentí-. ¿Cómo está Donal?
– Recibe tratamiento psicológico. -Una sombra cruzó el rostro delgado de Liam-. El incendio fue un accidente y él lo sabe, pero tardará un tiempo en aceptar lo que ha ocurrido.
– Me habría gustado más que nada en el mundo que las cosas salieran de otra manera.
Había expresado mal mis sentimientos. Las muertes de la primavera anterior eran terribles, pero el dolor que Jacob y Hugh habían sentido había terminado enseguida. Son los vivos los que sufren. Y afrontar una pregunta sin respuesta, como «¿qué habría sucedido si hubiese actuado diferente», eso es lo que duele más.
– J. D. todavía está por aquí, lo sabías, ¿verdad? -dijo Liam, cambiando de tema-. Nos ayudará a vender la finca. Demolerán la casa, pero el terreno nos supondrá una buena suma. Y también vamos a vender la cabaña del lago Tait.
– De ese modo, no tendréis problemas económicos durante una buena temporada -comenté.
– No -admitió Liam-. J. D. y yo estamos tratando de convencer a Marlinchen para que solicite plaza en alguna universidad. Dice que ahora mismo tiene demasiadas responsabilidades, pero le hemos aconsejado que estudie en una universidad local y así podremos seguir juntos. Creo que al final la persuadiremos.
– Eso espero -dije.
– Hola, Liam. -La muchacha que nos interrumpió tendría la edad de Marlinchen. Llevaba el cabello negro en una larga melena y, con su pantalón corto, lucía unas bonitas piernas. Se situó más cerca de Liam que de mí y su expresión indicaba que esperaba con toda cortesía que nuestra conversación terminara. Me di por aludida y me despedí:
– Ha sido un placer encontrarte.
– Lo mismo digo -asintió Aidan y, cuando ya me alejaba, me llamó de nuevo-: ¡Detective Pribek!
Me volví.
– Si alguna vez quiero escribir una novela policíaca, ¿podré hablar contigo para documentarme?
– Será todo un placer -le sonreí.
Al final, Aidan Hennessy y Jacob Candeleur, primos en la vida y hermanos en la muerte, yacerían bajo la misma lápida, en el umbroso y elegante cementerio donde había conocido a Campion.
Para Cicero Ruiz, las cosas fueron algo distintas. Mineápolis no tiene cementerio municipal para las personas sin recursos, pero varios cementerios reservan espacio para esas ceremonias y Cicero fue inhumado en uno de ellos, al otro lado de la arboleda septentrional, en una zona donde las sepulturas están señaladas con cruces de madera e incluso con pedazos de papel.
Transcurridos unos días de su entierro, Soleil y yo vaciamos el apartamento. Como no tenía herederos, separamos todos los objetos según la institución benéfica a la que íbamos a destinarlos. El contenido de las estanterías de la cocina fue a parar a una iglesia que preparaba comida para indigentes; los muebles, a una tienda de segunda mano, y los textos de medicina, a una biblioteca. A última hora de la tarde, una mujer alta y de pelo canoso llamó a la puerta. Se identificó como funcionaría del Departamento de Vivienda Pública y nos dio la llave del buzón de Cicero, pidiéndonos que lo vaciáramos. Le dijimos que lo haríamos.
Aquella noche, Soleil y yo trabajamos hasta muy tarde; ninguna de las dos quería dedicar un día más a aquella tétrica tarea. Lo último que hice fue bajar al buzón.
Como era de esperar, estaba lleno hasta los topes, y poca parte de la correspondencia era personal, por lo que metí casi todo el contenido en una bolsa de basura verde que Soleil y yo habíamos ido llenando a lo largo del día.
Entre todos los papeles, sólo destacaba un estilizado sobre con la dirección pulcramente escrita a máquina. Era de un bufete de abogados de Colorado.
La carta informaba a Cicero Ruiz de que los mineros habían ganado el pleito que habían interpuesto a su antigua empresa en el asunto del derrumbamiento de la mina. Como personado en la demanda colectiva, a Cicero le correspondían 820.000 dólares en concepto de indemnización.
Reí hasta que se me saltaron las lágrimas. Soleil sólo lloró.
Kilander, que tenía contactos para todo, me ofreció información privilegiada sobre Gray Diaz y los resultados de los análisis que había realizado al Nova. Era cierto que los técnicos habían encontrado sangre en la alfombra, pero estaba tan degradada por el paso del tiempo y la exposición al calor y a la luz que resultaba imposible practicar un análisis completo. Las pruebas confirmaron que se trataba de sangre, de sangre humana, pero más allá de eso no podía extraerse más información. Aquélla era la verdad que se ocultaba tras el último esfuerzo que había hecho Diaz para conseguir que confesara.
Como investigadora que soy, debería haberlo adivinado. En nuestra última entrevista, Diaz me había tuteado para crear una atmósfera de intimidad. Había insinuado que contaba con más pruebas de las que realmente tenía. Luego había subrayado nuestras similitudes como profesionales del cumplimiento de la ley y había asegurado que quería ayudarme. Había tenido en la mano cartas inútiles durante toda la partida, pero merecía la pena intentarlo.
Descubrí que lo admiraba. Como él había dicho, en otras circunstancias tal vez nos habríamos hecho amigos.
También lamenté que las últimas palabras que me había dirigido fuesen tan amargas. Lo que había dado a entender era obvio: creía que él había perdido y que yo había ganado. No tuve ocasión de explicarle que habíamos perdido los dos. Así, poco tiempo después, vi que Jason Stone hablaba con un novato y, con un gesto de inteligencia, me señalaba y comentaba algo. Enseguida adiviné qué chismorreo le estaba contando a su amigo.
Llegó el Día del Trabajo con su anuncio del otoño y terminé el verano más o menos como lo había comenzado: haciendo turnos extras o quedándome en el trabajo hasta muy tarde para mantenerme ocupada. Una tarde de principios de septiembre, Prewitt se detuvo junto a mi mesa y me dijo que la joven madre a la que yo había salvado en la licorería se había recuperado por completo y que iban a incluir una mención de honor en mi expediente por la acción que había emprendido para salvarla. Le di las gracias y, cuando se marchó, volví a bajar la vista para concentrarme en lo que tenía delante.
Transcurridas unas horas, ya en casa, la puerta mosquitera de la cocina se negó a abrirse lo suficiente para dejarme pasar y la arranqué de las bisagras.