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Hasta ese momento, hubiera jurado que había superado la muerte de Cicero Ruiz.

Me sorprendió descubrir el auténtico blanco de mi enojo. No estaba enfadada con Ghislaine, ni conmigo misma, aunque tenía motivos para estarlo. La verdad es que estaba enfadada con Cicero. Era él quien me había puesto en una situación insostenible: o lo entregaba a mi teniente, o le dejaba continuar la actividad que había conducido a su muerte violenta y prematura.

He apuntado que el error fatal de Cicero fue la compasión, pero en realidad fue el orgullo. Me habría dado cuenta antes si no hubiera tenido tanta necesidad de una figura en cuya sabiduría e incorruptibilidad creer tácitamente. Tanto había querido convencerme a mí misma de que Cicero sólo era un buen hombre destruido por las circunstancias, tanto lo había deseado, que no había sabido ver que la suya, desde que perdiera la licencia, había sido una existencia altruista en el sentido más literal del término. Estaba claro que, incluso después de su descrédito profesional, Cicero debía de haber tenido mejores alternativas de trabajo que bajar a una mina, pero no las había aprovechado. El reverso del orgullo es la vergüenza y, después de su desliz ético, Cicero se había castigado a sí mismo más de lo que habría hecho el propio sistema. Era esto, junto con su necesidad de continuar con la profesión de su vida, aunque fuera desde un bloque de viviendas sociales, lo que había desencadenado su muerte.

Por supuesto, ésta no se habría producido si yo lo hubiera detenido, como era mi deber, o si Ghislaine no hubiera estado desesperada por seguir junto a un joven venal y brutal al que, inexplicablemente, seguía queriendo; ¿quién puede explicar con certeza por qué una persona encuentra una muerte prematura y otra se salva? Si Cicero hubiera estado en el piso del fondo del pasillo con sus amigos cuando Mark había llamado a su puerta, ¿habría regresado su asesino cualquier otro día? ¿O se habría marchado, frustrado, a dar otro golpe y lo habría abatido a tiros el dueño de la tienda atracada, sin que Cicero llegara a enterarse nunca de lo cerca que había estado de acabar en el depósito de cadáveres? Los factores que habían intervenido en su muerte eran, tomados uno por uno, tan impredecibles como las corrientes en aguas abiertas y mi culpabilidad era apenas una pequeña cantidad de sangre derramada en esas aguas. Los átomos individuales de esta sangre no desaparecerían nunca, pero se diluirían, igual que mi responsabilidad quedaba rebajada ante la constatación de cuántas circunstancias menores confluyen en una muerte.

A esta constatación siguió una sensación de fría paz. No hice el menor gesto para recoger la puerta caída, ni pasé al interior; me limité a sentarme en el escalón.

Un tren de mercancías retumbó al otro lado del pequeño patio trasero y la quietud que dejó a su paso fue tan rígida como el silencio.

Allí estaba la soledad de la que había huido todo el verano llenando mis horas con los Hennessy, con Cicero, incluso con desconocidos como Special K. Había buscado cien problemas para distraerme de los que me acosaban desde que Shiloh fuera a Blue Earth. No había sido selectiva. Me había valido de los de cualquiera, siempre que no fueran los míos, con tal de que me permitieran mantener ocultos y aherrojados mis propios sentimientos.

Que hubiera permanecido ciega al orgullo y al sentimiento de culpa que movían a Cicero Ruiz se debía, probablemente, a mi mucha práctica en resistirme a ver las cosas.

Los impulsos de Cicero eran idénticos a los que motivaban a mi marido. Era el orgullo lo que había impulsado a Shiloli en su intento de vengar la muerte de Kamareia, cuando los tribunales habían sido incapaces de hacer justicia. No sólo eso, sino que había creído que podría llevar a cabo su acción protegiéndome a mí de cualquier complicidad, o incluso de cualquier conocimiento de sus planes. Frustrado su empeño, se había negado a alegar atenuantes que le valieran una sentencia menor y esto lo había llevado a la cárcel. Ahora, me parecía entender mejor por qué seguía guardando silencio tras los muros de aquella prisión. Lo hacía por vergüenza; Shiloh consideraba sus actos como una lacra en la existencia recta y honrada que yo trataba de llevar en Mineápolis.

Tampoco en esto me hallaba yo libre de culpa. No había intentado acercarme a Shiloh, pues temía ser la primera en romper nuestro mutuo silencio y, posiblemente, ser rechazada. No había sido capaz de reconocer cuánto me irritaba la pérdida obligada de mi marido, una pérdida que yo había tenido tantísimo cuidado en considerar meramente circunstancial, y no un abandono o una traición.

Aquella noche me acosté temprano y eran cerca de las dos de la madrugada cuando me desperté de golpe y con la cabeza muy despejada. Supe que no volvería a dormir y me levanté. Me lavé la cara, me vestí y eché unas piezas de ropa y algo de dinero en mi bolsa de viaje. Por último, abrí la mesilla de noche, saqué el anillo de bodas de cobre y me lo puse.

De camino hacia el este, rumbo a Wisconsin, el aire era cálido como en verano y olía a clorofila. No me sentía cansada en absoluto. Al amanecer, llegaría a la prisión. Delante de mí, al sudeste, a poca altura y sobrenaturalmente grande y pálido por su proximidad con el horizonte, Orion se extendía sobre mi destino como un santo patrón.

Jodi Compton

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