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Fuera de la cárcel, el helicóptero seguía estacionado. Pero las piezas rotoras, advirtió Wentik, habían sido finalmente quitadas y no se las veía por ninguna parte.

Al llegar al prado, Wentik no fue derecho hacia la mesa, sino que caminó hacia los otros hombres, que parecieron sorprendidos de que él los abordara directamente. Varios de ellos retrocedieron o se desplazaron hacia los lados, buscando la protección de los árboles.

Wentik fue hacia el más próximo, un hombre de cabello negro corto con la cabeza llena de caspa que lo miró con aprensión.

—¿Quién es usted? —dijo directamente Wentik.

—¿Yo? Soy Johns. Cabo Alien Johns, señor —señaló a los otros— Y esos son Wilkes, Mesker, Wallis...

Wentik se alejó de su interlocutor, circundó al grupo y fue poniéndose detrás de cada uno de ellos. Ociosamente, recogió una de las tablillas sujetapapeles que yacían en el suelo. La hoja de papel había sido dividida en dos amplios márgenes, con el encabezamiento REACTIVO y PROGRESIVO. Había varias ecuaciones minúsculas garabateadas en la hoja sin hacer caso alguno de las columnas, como hechas en un momento de distracción. En la parte inferior, en la columna PROGRESIVO, alguien había escrito:

Astourde

Wentik

Astourde

Musgrove (?)

El tercer nombre estaba subrayado con un trazo muy grueso.

El hombre que se llamaba Johns dijo de repente:

—¿Por qué no deja de oponerle resistencia, señor?

Wentik, que todavía rumiaba el significado de las notas, contestó distraídamente:

—¿A quién? ¿A Astourde?

—Claro. Todos podremos regresar entonces.

Wentik, sin entender nada, se apartó del grupo y caminó hacia la esquina más cercana del prado. Se sentó al abrigo de una de las hayas y estudió los jeroglíficos de la tablilla. Johns lo siguió y se acuclilló a su lado. De pronto una ardilla saltó por el prado y por encima de sus cabezas. Los dos hombres se sorprendieron.

El chillido del animal flotó en el confinado espacio.

Wentik miró la mesa del césped, en la que Astourde seguía sentado. El hombre contemplaba inexpresivo la mano del centro.

—¿Qué espera conseguir Astourde con sus preguntas? —dijo Wentik—. Son las mismas, una y otra vez. Ya ni siquiera importa como yo las conteste...

Johns lo miró de un modo penetrante.

—Tal vez sea culpa del interrogador más que de las preguntas.

—¿Y eso significa...?

El hombre se levantó y se alejó.

—No lo sé —apretujó la mano en el bolsillo de su bata blanca, y rio para sus adentros—. Se supone que tenemos que copiar todas sus respuestas y entregarlas a Musgrove. Solíamos hacer chistes por la noche, sobre lo que Musgrove hace con las respuestas.

—¿Musgrove? —preguntó Wentik con repentino interés— ¿Dónde está?

—En una de las celdas, creo.

—¿Cree?

—No lo he visto últimamente. Creo que sigue aquí. Ya no nos molestamos en llevarles nuestras notas.

Johns dejó a Wentik con la tablilla en las manos y siguió alejándose. El científico volvió a examinar las notas pero no pudo extraerles nada que tuviera algún sentido para él. Finalmente la dejó caer al suelo y observó a los otros hombres.

Johns se había reunido con el grupo, y algunos de los individuos miraban a Wentik con indiferencia, como si fuera de importancia secundaria con respecto a algo que aún estaba por suceder.

Astourde estaba solo ante la mesa en el centro del prado.

Pacientemente, Wentik tomó asiento bajo su árbol a esperar lo que iba a ocurrir. El sol era ardiente de nuevo, provocaba fluctuaciones en el horizonte, pero hacia el sudoeste las nubes ensombrecían el cielo.

Nadie se movía, aunque de vez en cuando Wentik observaba a alguien que pasaba junto a la ventana del bloque de la cárcel. El silencio era intenso, roto una sola vez por un jet que atravesó el cielo a gran altura y con gran velocidad.

Con un impulso repentino, Wentik se puso en pie de un brinco y salió a la carretera por el prado en dirección a la cárcel. Alguien acababa de pasar junto a la ventana cerca de la puerta de madera de pino.

Abrió la puerta de una patada, y encontró a un sorprendido guardián que paseaba lentamente por el pasillo. Saltó sobre la espalda del guardián y dobló el brazo en torno al cuello del hombre en una presa estrangulante. El guardián alzó los brazos en un intento de defensa propia, pero Wentik lo tenía cogido en una llave irresistible.

Echó al suelo al guardián.

Satisfecho de que el hombre no pudiera zafarse, Wentik alivió ligeramente su presa para que pudiera hablar.

—¿Cómo se llama? —dijo al oído del guardián.

—Adams, señor. No me agarre así. No puedo respirar.

—Muy bien. Pero quiero información. ¿Qué demonios es esto?

—Estamos en el distrito Planalto.

—¿A qué se refiere? Sea concreto —apretó de nuevo a su presa. El guardián se retorció antes de obedecer y contestar:

—Estamos en Brasil. Fui enviado aquí. ¡No me culpe! Fue Astourde...

Wentik aumentó la presión, y el hombre quedó inmóvil, suspendido en los brazos de Wentik, con la boca abierta para poder respirar. Aprovechándose de que el individuo ya no se debatía, Wentik lo arrastró hasta la celda más próxima y lo tumbó en la litera.

—Ahora explíquese lentamente.

El guardián recuperó el aliento y empezó a hablar. El era sólo un soldado raso, dijo. Habían tenido problemas con él en su unidad de Alemania Occidental, cierta riña por una mujer, y lo habían asignado a una unidad especial de las Filipinas. Después lo mandaron a Río de Janeiro con Astourde por vía aérea y lo llevaron a la cárcel. Por lo que él sabía era una especie de castigo. Nadie se lo había explicado. El se limitaba a hacer lo que le ordenaban. No se trataba...

Wentik lo soltó y regresó al prado. El sol, ya cercano al cénit, le hizo daño en los ojos con su resplandor. Se quedó junto a la puerta y examinó el cuadrado de hierba.

Pensó en Musgrove, en alguna celda de la cárcel. Y en Astourde, atado severamente a la rutina del interrogatorio. Y pensó en el resto de los hombres: los vigilantes y los que llevaban batas blancas. Todos parecían cumplir con una rutina tan absurda para ellos como lo era para Wentik.

Cuando no hay escapatoria posible de una prisión, ¿quiénes son los prisioneros?

Se acercó a la mesa.

Astourde seguía en su silla. Al acercarse Wentik alzó la mirada.

—Siéntese, doctor Wentik —dijo.

En lugar de eso, Wentik siguió caminando alrededor de la mesa. En el centro, la mano reposaba ociosamente, apuntando en la dirección general de la vacía silla del científico. Observando un instante los árboles, vio que los hombres estaban alerta, como si los movimientos de Wentik fueran de gran interés otra vez. De repente, Wentik agarró la mesa y la hizo dar medio giro de manera que la mano quedara señalando a Astourde.

—¿Por qué estoy aquí, Astourde? ¡Dígamelo!

Dio un salto hasta quedar frente al hombre, agitando un puño amenazador. En el centro de la mesa, la mano había cobrado una brusca rigidez y estaba señalando.

Astourde cayó hacia atrás con la silla y rodó por la hierba. Trató de escabullirse serpeando, pero Wentik, todavía asiendo el borde de la mesa, la hizo girar de nuevo de modo que la puntería de la mano siguiera a Astourde. La mano se puso a dar pinchazos al aire.

—¡No la apunte hacia mí! —gritó Astourde.

Se arrastró hacia el grupo de hombres. Wentik soltó la mesa y corrió tras él. Lo cogió y tiró de él hasta ponerlo en pie.

—¿Por qué ha estado interrogándome? —exigió saber. Astourde lo miró fijamente.