Volvió a gatear hasta la segunda puerta, y descubrió que había girado y daba ahora a un corredor que se ramificaba a la izquierda de la puerta.
Wentik iluminó de un lado a otro, intentando observar algún boquete en la estructura de los túneles. Deseaba salir y tratar de pensar en el laberinto de un modo objetivo. Pero en lugar de eso, estaba atrapado en su interior.
Tranquilidad. No era una trampa. Había una salida, pero debía salir adelante para encontrarla.
Se sentó unos momentos, intentando visualizar el laberinto tal como lo había contemplado desde arriba. Si todas las puertas estaban engoznadas triangularmente, y si siempre había tres pasajes en todas y cada una de las intersecciones, eso significaba que todos los túneles describían un lado de un exágono regular. Además de esto, al abrir la puerta que bloqueaba el corredor situado al frente, se cerraba la puerta trasera, y tal vez varias más. Quizás todas las puertas del laberinto estaban unidas entre ellas, de modo que el movimiento de una provocaba el movimiento del resto.
Ingenioso. Pero terrible.
El sudor goteó de la axila de Wentik y cayó por el costado. Nerviosamente, lo enjugó con la tela de la camisa y miró a su alrededor.
Se arrastró otra vez hasta la puerta que imaginaba como la segunda y la cruzó. Al final del corto corredor había otra puerta. La empujó y la cruzó..., con la otra moviéndose y cerrando el camino hacia atrás. Llegó a la siguiente puerta, la cruzó. Y a la siguiente.
Durante media hora avanzó a toda prisa por entre el laberinto, haciendo pausas momentáneas para inspeccionar la construcción de los túneles. Por lo que pudo deducir del sonido producido por los golpes a las paredes, eran de madera de pino. Su transcurso por los túneles fue haciéndose cada vez más desagradable conforme iba subiendo la temperatura, y en ocasiones sintió el aviso de la claustrofobia. Al adentrarse en el laberinto descubrió que no había una norma constante; algunas de las puertas giraban a la derecha, y otras a la izquierda. En ocasiones las puertas ya estaban abiertas cuando Wentik llegaba a ellas, y las atravesaba directamente. Una vez cruzó tres puertas sucesivas sin tener que mover ninguna. Después de esto se encontró con otra puerta cerrada, la empujó, y oyó que las tres anteriores se cerraron a sus espaldas.
Cuando notó que la alarma crecía en su interior irremediablemente, le sirvió recordar que sólo un topólogo podría haber ideado y construido este laberinto. Su intelecto científico acababa por reconocerlo, y el susto pasaba.
En forma muy inesperada llegó a una puerta que se resistía a sus empujones. Alarmado al principio, se apoyó contra ella, hasta que se le ocurrió tirar de la puerta.
Se abrió y dio paso a un sol deslumbrante.
El truco final. Una puerta unidireccional que daba al exterior. Un hombre ofuscado que se topara con ella podría echarse atrás sin pensarlo, y regresar al laberinto.
El sol se estaba poniendo, y sus rayos brillaban casi directamente en el corredor.
Exhausto, Wentik se arrastró en los rastrojos y se recostó en la pared de madera de la cabaña.
Estuvo sentado durante un rato sin moverse, agradecido por el aire puro que pese a ser todavía cálido era más frío que dentro de la cabaña, y se maravilló de la inteligencia que había concebido el laberinto.
En ciertos aspectos, el detalle más sorprendente era que hubiera cuatro entradas al laberinto. Recordó que la primera vez había salido por el mismo lado por el que había entrado. ¿Eso sería siempre cierto?
En caso afirmativo, o había cuatro laberintos totalmente independientes unos de otros, o bien, más probablemente, cuatro recorridos por el interior, usando los mismos pasajes. A despecho de su destartalado aspecto y aparente construcción caprichosa, la cabaña-laberinto era un arma de tortura muy avanzada.
Con su espíritu profesional excitado, Wentik dio la vuelta hasta una de las otras entradas y, desechando la fatiga, se metió dentro una vez más.
Cuando volvió a salir, tres cuartos de hora más tarde, Astourde lo estaba aguardando.
Nueve
Ambos hombres regresaron a la cárcel en silencio. La noche había caído mientras Wentik estaba dentro del laberinto, y en ese momento el ambiente era frío.
Llegaron al edificio de la prisión y Wentik dejó que Astourde fuera en cabeza por las estrechas escaleras que llevaban a su despacho; la habitación donde había tenido lugar el interrogatorio en las sesiones anteriores.
En la puerta, Astourde se detuvo.
—¿Le apetecería comer algo, Elías? —dijo—. He preparado un plato para usted.
Wentik, que experimentaba un creciente apetito, dijo:
—¿Dónde está?
—Aquí dentro.
Astourde empujó la puerta y la sostuvo para que Wentik entrara, pero de ese modo, el confuso gesto de su brazo obstruyó en parte la entrada.
Wentik entró.
La sala estaba a oscuras, con excepción del escritorio con su pequeña lámpara. El halo de luz caía más abundantemente sobre una dura silla de madera al lado de la mesa. En la penumbra, de pie y apartados de la mesa, había varios hombres de Astourde, cubiertos con sus correspondientes batas blancas.
Detrás de Wentik, Astourde cerró la puerta con suavidad y echó llave.
Wentik se volvió para encararse con el otro, que permanecía con las manos a la espalda. Sus hombros, que en las últimas veinticuatro horas habían estado caídos, entonces se irguieron.
El uniforme gris volvía a tener un aspecto militar en lugar de ser una prenda incómoda y mal acabada.
El efluvio de amenaza, que tanta influencia había ejercido sobre Wentik en su primera época de cárcel, estaba otra vez allí.
—Siéntese, doctor Wentik —dijo tranquilamente Astourde—. Todavía no hemos terminado con usted.
Wentik paseó la mirada por la habitación. La escena parecía parte de una mala película policial norteamericana. Tras la sofisticación mecánica del laberinto, la noción de Astourde sobre intimidación psicológica, despojada de su factor sorpresa, tenía la sutileza de una tira cómica. No obstante, Wentik ya estaba cansado de esos juegos. La dependencia de Astourde en el escenario y el ambiente se iba haciendo más y más transparente.
Y la cuestión de su autoridad sobre Wentik ya se había resuelto. Era preciso más que esto para intimidar al científico. Wentik miró a Astourde sin expresión.
—No.
Wentik notó una creciente tensión en la sala cuando pronunció la palabra. Los hombres de batas blancas, una troupe de comparsa, observaban a Astourde como si aguardaran instrucciones.
El hombrecillo caminó pomposamente hasta el escritorio y tomó asiento con gran ceremonia para dar la impresión de que los otros hombres esperaban su voluntad. Abrió la boca para decir algo.
—¡Fuera! ¡Todos ustedes! —dijo Wentik. Astourde se puso en pie de un salto.
—¡Quietos ahí!
Lanzó una mirada de furia a Wentik.
—¡Siéntese! —bramó, como si el tono sustituyera autoridad. Su semblante se llenó de manchas bajo la insuficiente luz de la lámpara.
Wentik paseó tranquilamente hasta la puerta e hizo girar la llave que Astourde, por descuido, había olvidado en la cerradura. Abrió, y vuelto hacia los hombres, dijo con voz firme:
—Desentiéndanse de ese individuo. No tiene autoridad sobre ustedes. Salgan ahora mismo.
El hombre más cercano a Wentik hizo un gesto de indiferencia y salió sin más. Los otros miraron a Astourde, luego a Wentik, y avanzaron hacia la puerta.
Wentik los observó atentamente conforme desfilaban delante de él. Se preguntaba dónde estaría Musgrove.
Cuando el último hombre estuvo en el pasillo, Wentik cerró la puerta, echó llave y se la metió en el bolsillo.