Pero el amor volvía.
Del mismo modo, lo que Jexon le había dicho aquella tarde había calmado temporalmente su indagación sobre lo que le estaba ocurriendo. Pero ahora, en la paz de la soledad, Wentik observaba una gran ausencia de verdad.
El gas perturbador, la misteriosa sustancia por la que lo habían traído allí para que la destruyera, no podía ser suyo.
El trabajo que había estado haciendo, con toda certeza, conduciría finalmente a una sustancia cuyo efecto sobre el cerebro humano sería similar al descrito por Jexon.
Pero él no había terminado.
Astourde y Musgrove interrumpieron su investigación al alejarlo de su trabajo antes de concluirlo.
La muchacha en sus brazos se agitó en sueños, y apoyó la cabeza con más firmeza en el hueco del brazo del científico. Wentik apretó a Karena, su mano cayendo a lo largo del pecho de la mujer y cerrándose con suavidad sobre uno de sus senos.
¿En ese caso quién...? ¿Quién había continuado el trabajo en su ausencia? Sólo N'Goko disponía de sus notas.
Wentik se irguió bruscamente. Abu N'Goko.
Impaciente por la lentitud del progreso de la investigación, impaciente por ensayar la sustancia con voluntarios humanos, impaciente...
—¡N'Goko! —dijo en voz alta.
Y la mujer volvió a caer en los almohadones, enfurruñándose en la oscuridad antes del disturbio.
Tercera parte
LA CONCENTRACIÓN
Veinte
Novecientos metros por debajo de ellos, la jungla se extendía hacia ambos horizontes. Wentik estaba sentado en compañía de Jexon en la cabina del avión de despegue y aterrizaje vertical, y una docena de camisas de fuerza colgaban ominosamente de un perchero que tenían a la espalda.
Wentik sentía recelos en cuanto a lo que hallarían en la cárcel. Sólo después de partir comprendió la creciente intranquilidad que experimentaba por la muerte de Astourde. Si un hombre podía morir así, entonces era posible que otros murieran igual. Los hombres tenían muchas armas en la cárcel, entre ellas rifles y cuchillos, aunque Wentik no lograba entender los motivos de Astourde al tener consigo tales armas. Si los hombres tenían en la cabeza la idea de que los rifles habían sido traídos con la finalidad de luchar...
Echó un vistazo al anciano que estaba sentado a su lado, la espalda y la cabeza erguida con orgullo. Era como si él se negara a admitir incluso para sus adentros la presa gradual que la vejez estrechaba en su cuerpo. Wentik había leído el libro de Jexon, escrito durante los últimos dos años, y le había impresionado la vivida claridad del estilo, la precisión del vocabulario.
De pronto, Jexon le tocó un brazo y señaló hacia abajo por la portilla.
—Mire, estamos llegando a la región despejada.
Debajo de ellos la jungla se aclaraba poco a poco hasta la irregular tierra de maleza que Wentik había observado antes en el perímetro del distrito Planalto. El científico miró a lo lejos, pero la neblina pertinaz en esa región le impedía ver con claridad lo que había delante.
—Es hora de pensar en las máscaras, creo —dijo Jexon.
Extendió su brazo hacia atrás y acercó el equipo de oxígeno portátil. En tanto se evitara respirar el aire contaminado, era posible actuar con total libertad y sin otra protección en las zonas afectadas.
—Creo que yo no tengo que preocuparme —dijo Wentik—. He sobrevivido aquí antes.
—Lo que usted quiera —replicó Jexon—. Pero yo no iría por aquí sin una máscara.
—Usted no es inmune.
—No. Pero tampoco sabe usted cuánto tiempo lo será.
—Estaré bien.
Parte de la verdad era que Wentik aborrecía la sensación de la máscara de goma en su cara. Por más racionalmente que intentara considerarlo, su tendencia a un tipo peculiar de claustrofobia era más manifiesta si su respiración normal se alteraba de algún modo, aun cuando las máscaras de Jexon cubrían sólo la nariz y dejaban la boca libre para hablar. Hasta ese punto, su sensación de inmunidad al gas era sólo una excusa. Pero además, intuía que su inmunidad era permanente.
En la cabina, los dos pilotos se pusieron rápidamente las máscaras y conectaron la provisión de oxígeno. Wentik reflexionó sobre la seriedad con que esas personas se tomaban los efectos del gas, y se preguntó qué suerte recaería sobre él si se hiciera público en Sao Paulo que era parcialmente responsable de su creación.
El avión estuvo sobre la cárcel menos de dos minutos después, e inició un lento y amplio periplo en torno al edificio. Los cuatro hombres a bordo se pusieron a examinar la superficie en busca de algún rastro de los hombres de Astourde, pero sin ningún resultado.
La señal negra donde los restos carbonizados de la cabaña laberinto rompían la uniformidad del verde oscuro del rastrojal trajo a Wentik un recuerdo punzante, desagradable, de la muerte de Astourde, y apartó la mirada bruscamente.
—¿Qué cree? —dijo a Jexon— ¿Están dentro de la cárcel, o es más probable que se hayan ido?
—¿Quién puede afirmarlo? —su voz era ligeramente nasal y amortiguada, a causa de la máscara—. No habrá norma alguna en sus actos.
Se inclinó y tocó el hombro del piloto.
—Quede en suspenso delante del edificio. Si están dentro saldrán a investigar.
El piloto asintió, e hizo que el avión girara hacia donde el helicóptero seguía aparcado. Al menos no han volado a ninguna parte, pensó Wentik.
El piloto suspendió el descenso a quince metros del suelo, y lo mantuvo estacionario. Los cohetes de suspensión en la panza del avión adoptaron un rugido agobiante que sacudió la nave entera y que debía producir un ruido ensordecedor audible en cualquier parte de la cárcel. Jexon y Wentik contemplaron la puerta principal.
Al cabo de cinco minutos la puerta se abrió, y los hombres aparecieron.
Salieron juntos, alzando los ojos cautelosamente hacia el avión!. Ni uno solo de ellos llevaba arma alguna de ningún tipo. Caminaron hasta situarse a veinticinco metros por debajo del avión, y allí se quedaron.
—¿Puede alcanzarlos desde aquí? —preguntó Jexon al piloto.
—Déjelo por mi cuenta —respondió el hombre.
Curioso por ver qué sucedería, Wentik observó a los individuos que estaban en tierra. Sin aviso, una nube de vapor amarillo fue emitida desde el costado del avión hacia abajo. Parte de la nube cayó en la poderosa corriente de salida de los motores y arrojada lejos del avión y en torno a los hombres. Unos cuantos intentaron retroceder, pero en pocos segundos el grupo estaba envuelto por el vapor, fuera de la vista.
—Aterrice —dijo Jexon al piloto.
Wentik tuvo la sensación de caer cuando la nave se inclinó de nariz. A diferencia de un helicóptero, que toma tierra en una postura de ligera elevación de la nariz, el avión de despegue y aterrizaje vertical adoptó un ángulo de inclinación en su proa. Mientras la nave se posaba en los rastrojos, el chorro de los cohetes expelió el resto del vapor. Wentik pudo ver que los hombres yacían inconscientes.
—Es casi instantáneo en su acción —dijo Jexon—, pero muy moderado. Cuando despierten ni siquiera tendrán un dolor de cabeza.
Wentik recordó que después de su experiencia con el vapor había podido consumir un tazón de sopa sazonada casi inmediatamente.
En cuanto los motores callaron, los cuatro hombres del avión se levantaron y bajaron a la compuerta. El piloto la abrió y saltaron al rastrojal.
Wentik contempló la cárcel, una forma negra que obstruía el sol. Era sólo un edificio; todo atributo de amenaza que Wentik sentía por ella procedía de su inconsciente, no de algún detalle de la arquitectura.