La carretera se dirigía al sur de Pôrto Velho, en una negra línea recta a lo largo de la llanura.
—¿A dónde lleva esta carretera? —preguntó Wentik.
—A Bolivia —respondió secamente Musgrove—. No la seguiremos mucho trecho.
Fueron cincuenta kilómetros los que recorrieron por ella, y después, por órdenes de Musgrove, el conductor giró a la izquierda para tomar una senda de grava de dirección única. Al instante, la marcha se hizo más arriesgada.
De vez en cuando atravesaban pequeños pueblos, donde niños semidesnudos corrían hacia el lateral de la calle y agitaban las manos. Incluso ahora, cerca ya de 1990, pensó Wentik, todavía existían lugares de la tierra donde un autocamión mecanizado era una novedad.
El día se hizo más caluroso y el aire que entraba por las ventanillas laterales no servía para aliviar el malestar creciente en la cabina. Hacia el mediodía se detuvieron para comer y beber un poco y luego prosiguieron su camino. Wentik fue comprendiendo de que se estaban alejando de la relativamente civilizada llanura en torno a Pôrto Velho y adentrándose en las estribaciones de la elevada meseta que formaba parte del Mato Grosso.
Al atardecer, Musgrove (que había pasado buena parte del caluroso día en un silencio caviloso) metió la mano en su bolsillo y entregó a Wentik un trozo de papel varias veces doblado. Estaba sucio, y exhibía las marcas de varias huellas dactilares.
Wentik abrió el papel y empezó a leerlo.
Elias Wentik:
Es probable que se sienta desconcertado en cuanto a la naturaleza de su viaje y la relación que pudiera tener con la fotografía que le mostré. Sólo puedo decirle que tenga paciencia por el momento. Buena parte de nuestro supuesto conocimiento sobre el distrito de Planalto es tremendamente especulativa, y buena parte de su índole se explica por símisma. La máquina de aquella fotografía procede del distrito de Planalto, yo mismo toméla foto en una visita anterior. Aparte de esto... Usted mismo lo descubrirácuando entre en el distrito.
No se alarme por el comportamiento de Musgrove. Puede parecer un poco irracional a veces, pero no le harádaño alguno. Además, le he encargado de que su tránsito no tenga problemas, por lo que le hago responsable a usted mismo de llegar sano y salvo.
Su atento servidor,
—¿Lo ha leído? —preguntó Wentik, alzando el papel.
Musgrove se echó a reír.
—Sí. Astourde lo había metido en un sobre cerrado al principio, creyendo que no lo abriría.
Wentik contempló de nuevo el trozo de papel. La desagradable formalidad de la última frase se grabó en su mente durante toda la noche. Había algo ridículo en el contexto, como si Astourde reconociera una creciente sumisión a las circunstancias por parte de Wentik.
Junto a él, Musgrove soltó una risita, que se sumó a los presentimientos de Wentik.
—¿A dónde vamos? —dijo repentinamente Wentik a Musgrove mientras estaban acuclillados a la luz de las lámparas de aceite suspendidas de las ramas por encima de sus cabezas. Los otros hombres habían partido en el camión hacia la cercana población de Sao Sebastiao después de montar las tiendas y volver a comer un poco. Musgrove estaba recostado en el tronco de un árbol, y escuchaba ociosamente la música que surgía de una vieja radio portátil que tenía a su lado.
—A Planalto —respondió.
—¿Está allá Astourde?
—Estará cuando lleguemos. Va en helicóptero.
Wentik sacó la carta del bolsillo y volvió a mirarla por décima vez ese día.
—¿Qué es el distrito de Planalto? —preguntó—. ¿Una especie de base del gobierno?
Musgrove sonrió con aire enigmático.
—Digamos que sí —contestó—. La única gente que encontrará allá estará trabajando para el gobierno.
—¿Y el avión?
—Astourde tomó esa fotografía la primera vez que vio el distrito. Pero ya podrá averiguar más al respecto...
Wentik se quedó pensativo por un momento. A su alrededor, los ruidos de la oscura jungla brasileña recorrían su aterradora gama. En lo alto de los árboles, voces animales gemían, apagándose y creciendo, con un sonido extrañamente humano. No había nada parecido en la memoria de Wentik: un ulular constante de chillidos fantasmagóricos carentes de fuente. Musgrove le había explicado que los animales eran inofensivos. En la jungla había muchísimos seres arborícolas; especialmente monos, arañas y perezosos. En esa parte del mundo jamás se ve a los animales, sólo se los oye.
Wentik miró a su acompañante, la cara oculta a causa de las lámparas de los árboles, poco eficaces para exámenes detallados. La expresión de Musgrove era vacía, como la de un hombre reacio a divulgar más información de la que debe.
—¿Qué significa distrito Planalto? —preguntó Wentik.
—Es una región del Mato Grosso. Significa altiplano.
—¿Que tiene de especial?
—Ya lo verá —dijo Musgrove—. Es una parte del mundo donde es posible ver en una dirección, pero no en la otra. Un lugar al que se puede entrar, pero no salir.
Wentik se levantó y sin querer golpeó una de las lámparas. Las sombras giraron alrededor de los dos hombres en el claro. Agarrándose a una de las ramas bajas, Wentik quedó en posición descollante por encima de Musgrove.
—No lo entiendo.
Musgrove lo miró sin perturbarse y se puso a liar uno de sus cigarrillos de papel negro.
—Ya lo verá —repitió—, cuando lleguemos allá.
Súbitamente irritado, Wentik se alejó hacia su tienda. Musgrove se había mostrado reacio a cooperar e incomunicativo desde que lo conoció; pero ahora estaba siendo deliberadamente enigmático.
Siguieron adelante con el camión tres días más, subían y subían, y a medida que avanzaban encontraban peores condiciones de conducción.
La primera noche de Wentik bajo la lona había sido una experiencia de pesadilla. La jungla bullía de insectos y animales, y los chillidos no habían cesado hasta la madrugada. La cara del científico estaba moteada e hinchada por culpa de las picaduras de los insectos y las perneras de sus pantalones ya estaban deshilacliadas por la puntiaguda y densa maleza que había en todas partes.
Musgrove se deleitó señalando la fauna autóctona más horrenda. En una ocasión cruzaron una charca pululante de ranas de quince centímetros, y más. El paso del camión molestó a los reptiles, que soltaron un estruendo de gruñidos cuya magnitud y carácter repentino asombró a Wentik. Una columna de hormigas sauba cruzaba la senda, y Musgrove ordenó al conductor que parara para observarla. Cuando el río de insectos alcanzó su máxima anchura, Musgrove hizo un gesto con la cabeza y el camión arrancó, aplastando a las hormigas de tres centímetros con un crujido claramente audible. Después del paso de los hombres, la columna prosiguió, invariable, su marcha.
El segundo día la senda iba paralela a la uniforme orilla de un río amplio y amarillo. El bosque tropical que habían encontrado en las estribaciones montañosas ahora daba paso a una densa jungla tropical, y el cielo rara vez era visible por encima. Llovía sin parar durante horas todos los días; una lluvia cálida y turbia que sólo incrementaba la humedad general de la jungla y poco o nada hacía por bajar la temperatura. Todo era un verde mojado, sofocante. Los mismos árboles parecían piezas vaciadas, como si no creciera madera en sus troncos. Por todas partes, lianas parásitas se desparramaban a lo largo de ramas y troncos, como si quisieran arrastrar la jungla hacia el suelo inundado de humus en que crecía. En varios sitios, los bejucos habían crecido en la senda o caído en ella, y los hombres tuvieron que abrir camino con los afiladísimos machetes. Periquitos de brillantes colores volaban de árbol en árbol, un deslumbrante estallido de movimiento que parecía ajeno en aquellos entornos monocromos.