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Al cabo de ochocientos metros el riachuelo se ensanchó y el sol cayó sobre Wentik. Aunque árboles y lianas seguían sobresaliendo por encima del agua, había una sensación de espacio. Wentik sintió que podía confiar en hallar el río principal, el Aripuana, antes de que anocheciera. A partir de entonces ya no habría gran dificultad en llegar a la aldea o a la misión. Se relajó en la popa y se dejó llevar hacia la confluencia a una velocidad constante de ocho kilómetros por hora.

Ya no volvió a ver el cadáver. Debió de haber quedado atrás al cabo de unos pocos minutos de navegación, y lo más probable era que se hubiera hundido, o lo hubiesen devorado los habitantes del río, o se hubiera descompuesto hasta tal punto que el contacto con el agua hubiera provocado su desintegración total.

La fauna del río era menos abundante o menos evidente que la de tierra. Fuera cual fuese la razón, Wentik vio muy pocas cosas que pudieran amenazarlo realmente. En el pasado había leído sobre la piranha que se encontraba en todos los ríos de la región amazónica, y que un grupo de esos peces podía despellejar el cuerpo de un hombre en segundos. También había leído sobre los caimanes gigantes y las serpientes de agua que, bastante pacíficos si se los dejaba tranquilos, podían matar a un hombre sin esfuerzo si se los provocaba. Pero no vio nada de eso.

Por entonces la tarea de remar —limitada sobre todo a mantener la canoa en un curso recto y vigilar cuidadosamente de las obstrucciones que se presentaran— era suave. Eso le permitió volver a pensar, lo que no hacía desde que hubo dejado a Jexon.

El aspecto más reconfortante de su situación presente era, por supuesto, que por muy extraño que para él fuera el paisaje, estaba en su propia época. Que si de algún modo lograba volver a Inglaterra, la vería, excepto por la guerra, como siempre la había visto.

Resultaba difícil concebir la guerra. Con cataclismos importantes, es preciso más que un mero reportaje para convencer a alguien subjetivamente involucrado que el hecho ha ocurrido realmente. Wentik había leído sobre la guerra en los libros. Y Jexon le había hablado al respecto. Para los brasileños, los nuevos brasileños del siglo XXII, la guerra no sólo era un hecho, era historia.

Pero para Wentik, el conocimiento adquirido acerca de un hecho no lograba transmitirle por fuerza su significación total. Porque él estaba involucrado subjetivamente.

En Londres, su familia. En el norte de Inglaterra, sus padres. En Sussex, su universidad. En la zona oeste de Londres, las empresas para las que trabajaba. Pero todavía más que eso, toda una serie de recuerdos, impresiones e imágenes que continuaban conformado una identidad. Que Wentik aceptara la destrucción de todo lo anterior significaba que consentía la eliminación de una parte de sí mismo.

Su mundo proseguía inalterado...

Después de dos horas en el río llegó a la confluencia, y la navegación continuó por las aguas algo más turbulentas del Aripuana. Después de consultar sus mapas prefirió mantenerse sobre la orilla derecha, y en otras tres horas se topó con la misión católica romana.

Había un hidroavión mediano amarrado cerca de la orilla. Wentik lo contempló con deleite. Su búsqueda iba a ser más corta de lo que había previsto.

Veintidós

En su oficina de la universidad, Jexon había construido una maqueta sociomecanica simbólica de la estructura de la nueva sociedad brasileña. Descansaba en una mesa frente al escritorio del catedrático, con un aspecto de colección caprichosa de tubos y esferas de plástico de color; todos y cada uno representaban cierta sección de la sociedad. Para todo oficio, profesión o vocación había una esfera. Y para todo arte, servicio social, actividad comercial, administrativa, agrícola, estudiantil, los parados, los enfermos... Y donde las secciones se afectaban mutuamente había un tubo que simbolizaba el contacto y su anchura era representativa de la cuantía de la interacción.

En conjunto, la escultura semejaba con bastante fidelidad una aproximación plástica de la compleja molécula de un elemento pesado. Era la alegría de la vida de Jexon, y le había ocupado buena parte de sus horas de vela, de un modo u otro, desde que había recibido el doctorado.

De un modo y de otro: sus teorías sociológicas se habían resuelto sólo en los últimos años en algo cercano a imágenes concretas, haciendo así practicable la construcción de su maqueta.

E incluso ahora no estaba completa. Ni lo estaría, temía Jexon, en toda su vida. Hasta sus estudiantes tendrían dificultades en proseguir su trabajo. Sólo alguien con un cerebro como el suyo, alguien capaz de visualizar la sociedad tan coherentemente como él, podría tomar el relevo.

En la mesa donde yacía, la maqueta estaba rodeada de otras esferas más: secciones minúsculas, irrelevantes, de su sociedad que Jexon aún tenía que encajar en el contexto.

Eran esas esferas, no más de un par de docenas, las que se interponían entre él y la conclusión de la maqueta.

Al regresar de la cárcel de Planalto, Jexon se consumió de irritación en su oficina; intentaba concentrar sus pensamientos en el trabajo, volver a captar la placidez y orden de su progreso antes de que Wentik apareciera de modo tan inesperado.

Envió un avión y una tripulación de vuelta a la cárcel para aguardar el regreso de Wentik, después trató una vez más de concentrarse.

Poner sólo una esfera más en el esquema... Ello significaría, tal vez, remodelar casi la mitad de la obra que ya había hecho. No era un problema de limitarse a añadir al azar las esferas restantes en la estructura; todas tenían que tener su lugar apropiado, de tal forma que reaccionaran solas y mutuamente.

Musgrove debería estar allí...

Pero estaba en el hospital, le había decepcionado mucho con Wentik. En un momento dado, Jexon telefoneó al hospital para comprobar cuándo Musgrove podría regresar a su tarea, y le informaron que el hombre seguía bajo un tratamiento de rehabilitación intensiva.

Jexon trabajó durante dos días. Vio un modo de encajar en la estructura la esfera que representaba organizaciones de seguridad civil, observando que precisaba el desmontaje y reconstrucción de casi el cuarenta por ciento de las esferas ya colocadas, y volver a situar otras veinte, como mínimo, en la parte no directamente afectada.

La frente de Jexon se contrajo de una manera característica, y se inclinó sobre la maqueta, intentando disipar una duda insistente en lo más profundo de su mente. Estaba relacionada con Wentik, y Jexon lo sabía...

El tercer día, su concentración se perturbó por completo. Al entrar en su despacho por la mañana se sentó ante el escritorio y miró la maqueta con malhumor. Veía, sin dejarse absorber, las sutilezas de su construcción.

Era el dolor de cabeza de Wentik el detalle que estaba en la base del asunto. Wentik había respirado el gas perturbador en la cárcel, creyendo que era inmune, pero sin embargo lo había afectado. Y ahora se hallaba a doscientos años en el pasado, solo en la jungla como Musgrove antes que él.

Pero era preciso... Un día, el modelo simbólico de su sociedad sería puro y simétrico, todas las partes coherentes en su lugar. Pero mientras se permitiera que el gas perturbador continuara en la atmósfera, nada podría hacer perfecta su sociedad. Era un factor aleatorio. Y Wentik era el hombre que podía eliminar esa cualidad aleatoria. Wentik, o el individuo que él afirma que más sabe al respecto.

Tenían que estar ahí para reparar las cosas. Todo dependía de eso.

Algo no encajaba...

Era como si Wentik no hubiera entendido la guerra, y cómo él se estaba escapando de ella. Pero Wentik había leído los relatos, ¿no? Sin duda comprendería que un regreso a su vieja vida sería imposible ahora (?).

Mientras Jexon estaba sentado frente al escritorio, observando la maqueta que tenía delante, se preguntó si Wentik apreciaría o no la importancia que había ocupado ya en el moldeo de esa sociedad, o el trabajo que aún podía hacer ahí. Lo que se debía hacer era quizá trivial, pero el gas perturbador existía incuestionablemente y constituía una contribución palpable a la vida.