Выбрать главу

Mas todavía quedaba un par de cabos sueltos. En particular, la afirmación de Wentik de que su trabajo no estaba concluido, que ese ayudante suyo había hecho el trabajo.

¿Pero sería así? Si Wentik encontraba al tipo, N'Goko, lo traía al presente, alguien tenía que proseguir la tarea aparte de él. O de otro modo el gas perturbador y la sociedad que había contribuido a formar, esta sociedad, dejaría de existir súbitamente. También podría ser que no fuera N'Goko el autor del trabajo, sino otra persona. Tal vez un científico que trabajara en otro sitio y en otra época... O incluso para el otro bando...

Quizá la búsqueda de Wentik, que ahora lo llevaba a su antiguo laboratorio, estuviera condenada de por sí.

Y no obstante... Wentik parecía ser la clave de todo. Conocía ciertamente el gas, cómo actuaba, los efectos que tenía en la práctica. Si Wentik no podía hacer nada, sería capaz de hallar algún medio de contrarrestar los efectos sobre la vida del Brasil actual.

De repente, Jexon comprendió claramente que aunque sucediera cualquier otra cosa, Wentik tendría que ser conducido otra vez ahí, tanto en compañía del otro hombre o sin él. Igual que algunos años antes, Jexon volvió a darse cuenta de que era Wentik y sólo Wentik el que podía ayudarle a llevar su trabajo hasta el final. Ninguna otra cosa importaba. Si Wentik llegaba a comprender, como el mismo Jexon había comprendido, que regresar a buscar a una persona que hubiera completado su investigación era algo que no iba a dar resultado, entonces quizá prefiriera no volver a su época de ninguna manera.

Dos cosas eran incontrovertibles. Primera, que el gas perturbador existía. Y segunda, que Wentik sería capaz de hacer algo al respecto, teniendo oportunidad e incentivo.

Jexon meditó cuidadosamente otra hora, después levantó el comunicador, y efectuó la primera de varias llamadas. Cuando salió de su despacho un día más tarde y se dirigió al aeropuerto donde lo aguardaba su avión personal, dejó abandonada en la mesa una incompleta maqueta de plástico rodeada por las esferas que, hasta el momento, había sido incapaz de encajar en su lugar.

Veintitrés

Wentik pasó la noche en el hospital de la misión, solo y trastornado. La guerra era un hecho, la radioemisora de Manaus no hablaba de otra cosa. En la misión había un ambiente de profunda tristeza y pesar. En la pequeña capilla blanca erigida lejos del río en un amplio prado, los padres con vestiduras negras oficiaron misa a medianoche; un réquiem solemne por la muerte del mundo que estremeció la envoltura externa de Wentik y aportó auténtica aflicción a su existencia por primera vez.

Más tarde, a solas en la húmeda oscuridad de la sala del hospital, exhausto y sin embargo incapaz de dormir, Wentik se vio atormentado por imágenes de su esposa. Las implicaciones de su relación con la enfermera, Karena, se volvieron excesivamente reales de pronto, subrayadas por el comportamiento solemne de la misión. Tal vez era por estar en soledad, o tal vez el efecto del gas perturbador que seguía debilitando su voluntad de resistirse a la influencia.

Era posible que mientras él yacía allí en Brasil, Jean continuara con vida. Y en tal caso, la habría traicionado.

La doctrina católica, que sonaba en el claro junto al río de silencioso curso, una melancólica afirmación de confianza en Dios y el espíritu del hombre, no tenía dos puntos de vista respecto al adulterio. Wentik, de ningún modo un hombre religioso, se encontró simpatizando con la creencia, y cuando se echó a llorar en la cama esa noche no fue por él o por los muertos lamentados por los sacerdotes, sino por Jean.

Por la mañana habló del avión con uno de los padres.

El sacerdote se mostró distraído, vago.

—Lo usamos para ayudar a los enfermos —dijo—. Sin él careceríamos de transporte en la jungla. Podemos utilizar barcos en el río, pero no hay otro medio...

Wentik pensó con celeridad. Esto era algo que Jexon no había previsto. Había varios aviones en esa parte del Brasil, y el dinero que tenía podía pagarlos de sobras. Pero los aviones eran parte vital de la existencia en el lugar.

—Hay algún otro avión del que pueda disponer?

El sacerdote se encogió de hombros; su atención estaba en otra parte.

—Hay una plantación de Manicoré —dijo— Pero está a cientos de kilómetros.

—¿Podrían llevarme hasta allá por aire?

—Necesitamos el avión. Si la guerra llega a Brasil habrá muchos enfermos. No podemos estar sin el avión.

Cómo asegurarle que la guerra no llegaría, que lo peor que iba a suceder era la precipitación radiactiva, y que para eso aún faltaban varias semanas...

Una idea surgió en su mente. Si Jexon podía hacer eso...

—Padre —dijo—. ¿Puedo pedir prestado el avión? Sólo lo necesitaré algunos días. Después se lo devolveré. Puede quedarse con casi todo mi dinero, y les daremos un segundo avión como obsequio unas cuantas semanas más tarde.

El sacerdote miró fijamente río abajo.

—¿Es por la guerra que lo desea?

—No —dijo Wentik— No es por la guerra. En todo caso, lo que puedo hacer acortará la guerra.

—¿Acortará la guerra?

Wentik asintió. Durante la noche había elaborado una especie de plan provisorio: usar el avión para volver de alguna manera a Inglaterra. La búsqueda de Jexon le pareció trivial comparada con sus nuevos sentimientos. Pero frente a la severidad simple, absorta, del sacerdote, sabía que debía seguir adelante.

—Yo puedo pilotarlo hasta... hasta hallar a un hombre que trabaja para los norteamericanos. Si logro detener su trabajo, la guerra será menos rigurosa.

—¿Usted no es norteamericano?

—No. Soy británico.

—Y ese hombre... ¿Dice que es norteamericano?

—Es nigeriano.

El sacerdote asintió lentamente.

—Yo soy Belgique. De Bélgica. ¿Son los norteamericanos muyperversos?

—No —dijo Wentik—. Esta guerra no es culpa de nadie. Es inevitable— (... del mismo modo que el tiempo es inexorable, y así es la sucesión de los hechos).

El sacerdote dijo de repente:

—Aguarde aquí.

Se precipitó hacia la misión, y desapareció en el interior. Wentik quedó solo diez minutos en el prado que descendía hacia el río, contemplando el avión azul y blanco que subía y bajaba ante su amarra en el río.

El padre volvió y dijo:

—¿Nos devolverá el avión en una semana?

—Sí.

—¿Y hará que tengamos otro?

—Sí.

—Entonces cójalo. No deseamos dinero.

—Pero puedo darles treinta mil dólares.

El sacerdote negó con la cabeza resueltamente.

—Es dinero norteamericano.

—No —dijo Wentik, imaginando el dinero yaciendo en las bóvedas de un arruinado banco de Washington doscientos años antes de que los brasileños lo encontraran—. Es de Brasil. Fue convertido en... dólares, porque pensamos que sería aceptable.

El sacerdote pareció dudar.

—Cójalo —insistió Wentik—. Construirá otro hospital, quizá.

—¿Por qué desea dárnoslo?

—Estoy desesperado —dijo Wentik—. Necesito el avión, y ustedes pueden usar el dinero; acéptenlo, por favor —cogió la bolsa de su espalda y la dejó caer en el prado. Sacó el dinero y lo expuso en la hierba en una pila perfecta. Otro hombre había salido de la misión y se hallaba de pie con el padre.