Investigó durante una hora antes de localizar la Concentración: lo único que se veía desde el aire era una serie de postes metálicos de poca altura, delineados en el hielo y menos de dos metros asomados sobre la superficie. Como el anillo externo de piedras en torno a un templo antiguo, los postes señalaban el contorno. A Wentik le agradó dar unas vueltas alrededor de los postes, y fijándose en uno de ellos hizo una estimación aproximada y rápida de la dirección del viento.
No había sol, pero una especie de crepúsculo congelado daba al hielo una clara luminiscencia propia. Era el final del invierno antártico. Unos días más, y la carencia de luz en esta zona inferior sería reemplazada por la diaria salida y puesta del sol, y unas cuantas semanas más tarde, el sol permanecería sobre el horizonte veinticuatro horas.
Wentik eligió lo que le pareció el trozo de hielo más liso, y efectuó unas cuantas pasadas de prueba por encima. Sólo dispondría de un intento...
Al final sintió que estaba preparado y giró por última vez. De este aterrizaje dependía mucho, pensó. Mentalmente, de un modo casi pedante, repasó de memoria la maniobra de aterrizaje, tal como le habían enseñado hacía muchos años sobre las praderas de Inglaterra.
Emprendió la última pasada, los delgados flotadores metálicos rasando el hielo y la nieve a sólo centímetros por encima. Redujo hasta que se movió a la velocidad más baja que la estabilidad le permitía, y a continuación soltó la palanca suavemente hacia adelante.
Los flotadores tocaron tierra.
Y el metal se contrajo, y el tren de aterrizaje se encorvó. Wentik abrió de golpe las válvulas de estrangulación, y los motores rugieron, pero el avión había perdido su velocidad de vuelo. El ala de babor cayó, y la punta patinó en el hielo. Al instante el ala de estribor se alzó, y la nariz se enterró en la nieve. Wentik se echó las manos a la cara mientras el tabique que había detrás se plegaba. La cabina se hizo añicos alrededor de Wentik, y los instrumentos se quebraron. Se produjo un ruido estrepitoso, de colisión, cuando el ala se desplomó sobre la parte superior del fuselaje, y el avión dio su última vuelta de campana. Y se deslizó hasta detenerse.
Un viento frío, salpicado de agudos cristales de hielo, sopló sobre los restos.
Veinticuatro
Wentik nunca pudo saber cuánto tiempo permaneció sin conocimiento. Advirtió bruscamente un frío intenso, y después se despertó por completo.
Yacía en una oscuridad casi total, las piernas más altas que el resto del cuerpo y la mayor parte de su peso soportado por los omoplatos. La cabeza le palpitaba de dolor y notó un líquido, presumiblemente sangre, en su cara. Con sumo cuidado, hizo flexiones con los músculos de su cuerpo para averiguar si algún hueso estaba roto. El único dolor auténtico que sentía provenía del brazo izquierdo, apresado entre dos fragmentos del destrozado avión. Su brazo derecho estaba libre.
La preocupación inmediata debía ser ponerse a cubierto. El frío ya lo rodeaba.
No parecía haber forma de salir de la arruinada cabina. El cuerpo de Wentik estaba retenido fírmemente en su embarazosa posición. Empujó con las piernas, pero entonces los hombros apretaron el metal con más fuerza; ninguna libertad de movimiento en esa dirección. Intentó mover las piernas, y descubrió que podía patear en el reducido espacio. Su mano derecha descansaba en una larga vara metálica, parte de los controles, al parecer. Daba la impresión de que estuviera libre. Apretó la mano.
El armazón de la aeronave estaba construida con madera, y era ésa la única esperanza. Wentik levantó la vara metálica y la hizo girar hacia arriba. Se produjo un ruido de algo que se astillaba. Repitió la operación de hacerla girar, y la madera se rompió más aún.
En unos segundos hizo un agujero considerable, y apretó los pies contra el entablado. Hubo un sonido de madera que se partía y lona que se desgarraba, y de repente entró una luz difusa. Wentik volvió a patear, pero se detuvo cuando los restos del fuselaje empezaron a crujir por encima y detrás de él.
Arrastró los pies hacia adelante, tirando del cuerpo con el movimiento de las piernas. Cuando puso la cintura en el agujero se vio forzado a parar. Su brazo izquierdo seguía atrapado, y le dolía. Tiró del miembro, y notó que la carne se ponía tirante sobre el metal mellado.
Si tan sólo lograra liberar el brazo, podría salir. Volvió a tirar de él, y sintió que la carne se desgarraba. El dolor estalló en su brazo y le hizo cerrar los ojos.
Por fin, desesperado, sacó bruscamente el brazo con un grito de dolor.
Se retorció en el agujero, y cayó encima del hielo. Soplaba un viento fuerte, amargamente frío.
Wentik examinó su brazo y vio una profunda herida en la carne. La sangre brotaba de la herida. Puso el brazo sobre el pecho y se agarró el hombro derecho.
Sobre el horizonte, una masa de nubes negras asomaba amenazadora, empañando toda visibilidad. Wentik contempló las nubes y se dio cuenta de que en cuestión de minutos la poca luz que allí había sería eliminada por la ventisca. Tenía que ponerse a cubierto...
Al intentar aterrizar había pretendido parar el avión tan cerca como pudiera de una de las entradas de la Concentración. Las entradas estaban indicadas por postes que eran calentados por medios eléctricos. Debajo de la superficie de hielo había una entrada a un pozo de acceso a los ascensores que bajaban hasta el complejo de túneles.
Había quedado a doscientos metros del poste más cercano. Wentik se precipitó hacia allá tan rápido como pudo desplazarse sobre la nieve helada. Comprendía que a menos que se pusiera a cubierto, pocos eran los minutos de vida que le quedarían. La sangre del rostro ya se había congelado, y la del brazo amenazaba con hacerlo. El frío era espantoso; todas las inspiraciones que Wentik hacía explotaban en sus pulmones.
En ese momento corría dando grandes pasos tambaleantes.
Cayó varias veces, maldiciendo el frío, el dolor y la torpeza de sus movimientos.
A cinco metros del poste resbaló hacia atrás. Extendió el brazo derecho hacia adelante en un intento de guardar el equilibrio, pero cayó desgarbadamente en una zanja profunda que un montón de nieve le había ocultado.
La entrada.
Se levantó de nuevo y observó el costado. Inmediatamente a su izquierda la zanja cubierta se convertía en un túnel bajo la capa de hielo. Penetró en el túnel, temblando de frío. Ahora que estaba libre del viento podía apreciar su furia total. Un vistazo hacia atrás le indicó que la ventisca comenzaba...
Después de recorrer diez metros, Wentik llegó a unos abruptos escalones y bajó por ellos. En la parte inferior, cubierta por una plancha de acero acanalada, había una plataforma de cemento. Delante de Wentik había una puerta metálica, con una placa identificatoria. El científico la apretó con la palma de su mano derecha, y en pocos instantes la puerta se deslizó hacia atrás. Al otro lado estaba el compartimiento del ascensor.
Entró, y tocó el botón para bajar.
El descenso duró tres minutos.
En ese tiempo, Wentik examinó la herida de su brazo y comprobó que, según su criterio, el corte era superficial. Al parecer no había arterias cortadas, ya que el flujo sanguíneo era más lento que cuando lo observó por primera vez.
En la base del pozo las puertas se abrieron, y Wentik se encontró en uno de los corredores de metal que en otro tiempo habían sido tan familiares para él.
Miró inmediatamente el plano de la Concentración que se hallaba en cada una de las intersecciones de los túneles. Tenía que hacer algo con su brazo...
A cincuenta metros por el corredor lateral aparecía indicada una sección de primeros auxilios. Wentik se dirigió hacia ella con paso rápido, abrió la puerta de un golpe y entró.