Выбрать главу

Jexon asintió.

—Existe. En un sentido ejecutivo. Considere por ejemplo la decisión de traerle a Brasil. Fue totalmente mía. Discutí todo el proyecto con Musgrove antes de que empezáramos, pero fue mi autoridad la que puso las cosas en marcha. Tuve acceso a lo que creí que era la información completa sobre usted, y actué dentro del campo de mi experiencia.

—Y las cosas fallaron —dijo Wentik— ¿No le da a entender esto, como sociólogo, que hay vacíos en el sistema?

—Quizá —convino Jexon— Pero esta serie de circunstancias fue más bien especial. La única imperfección real que existe, y no preocupa a mucha gente, dicho sea de paso, es que algunas veces la mano derecha no sabe qué está haciendo la izquierda. Típico de ello es lo sucedido cuando usted llegó a Sao Paulo. No sólo lo llevaron al hospital por error, sino que el pobre Musgrove fue retenido por la policía hasta que descubrimos el fallo.

Jexon se detuvo y meditó.

—La vida en Brasil —prosiguió— es mucho menos opresiva, creo, que el tipo de existencia al que usted está acostumbrado. Las inhibiciones que usted daría por supuestas, como las sexuales o personales, simplemente no existen.

—Suena demasiado bueno para ser cierto —dijo Wentik tranquilamente, pensando en Karena.

—Tal vez sí, a sus oídos. Pero da resultado, como probará cuando volvamos.

Wentik miró por la portilla, y distinguió en la creciente oscuridad las luces de una ciudad costera a unos quince kilómetros hacia el este. Una parte de África, desconocida e imposiblemente remota. Se preguntó si iba a quedarse en Brasil. Para Jexon, atrapado en el esotérico mundo científico de las teorías y conceptos abstractos, quizá la sociedad fuera fuente de placer constante. Mas para Wentik, tal cosa nunca podría ser más que una huida. Un refugio que las circunstancias le abrían; un modo de evitar una muerte segura a causa de explosión nuclear o precipitación radiactiva. Volvió a observar a Jexon y vio un anciano orgulloso con ojos henchidos de ardiente inteligencia..., ¿o era otro tipo, más fanático, de brillo? Esta gente y sus padres habían sobrevivido al holocausto, y la civilización humana se estaba recuperando. ¿Iba él, Elías Wentik, a tomar parte en ello?

Veintiséis

Inglaterra desde el aire, para la vista crítica de Wentik, había cambiado de manera trágica en doscientos años.

Poco después de despertarse, él y Jexon contemplaron la costa que se deslizaba debajo. El tiempo era pardusco y gris, con una base nubosa de seiscientos metros. A solicitud de Wentik, el piloto hizo que el avión volara lentamente a lo largo de la línea costera a una altura de ciento cincuenta metros. Por todas partes, una desordenada vegetación de árboles y arbustos contribuía a ocultar las ruinas de los edificios. Pasaron sobre lo que otrora había sido una gran ciudad —Wentik creyó que podía tratarse de Bournemouth, pero no tuvo la certeza— y no vieron movimiento en ningún lugar.

Al cabo de diez minutos volaron tierra adentro, Wentik, deprimido contra toda expectativa ante la visión de la familiar campiña. ¿Pero era tan familiar? La Inglaterra que él conocía estaba poblada, congestionada, se cuidaban de ella. Este lugar...

El camarero apareció en la puerta del camarote-salón.

—El índice de radiación gamma de fondo es elevado, señor —dijo a Jexon—. Pero no letal.

—Gracias.

Jexon estaba observando el mapa de esa parte de Inglaterra. Un mapa viejo, notó Wentik, un mapa que tenía ciudades y carreteras señaladas en él. Jexon le acercó la hoja y le dijo:

—Creo que aquí, el punto que he marcado. Es el límite oriental de la llanura de Salisbury, cerca de Amesbury.

—¿Ha de ser tan lejos de Londres? —preguntó Wentik.

—Me temo que sí. Ha de recordar que la Inglaterra de su época se encuentra en medio de una guerra. Y no habría forma de saber qué sucedería si nuestra nave apareciera de improviso en el centro de una zona muy poblada. Creo que esto es lo más cerca de Londres que podemos llegar, con cierto margen de seguridad.

Wentik meditó un instante, después acabó accediendo.

Jexon apretó un botón semioculto, y en unos segundos el navegante regresó.

—¿Nos llevará aquí? —pidió Jexon, entregando el mapa al tripulante, que asintió y volvió a la sección de mandos del avión.

Pocos momentos después, la aeronave cambiaba de curso.

—El generador de campo de desplazamiento que tengo en esta nave es bastante más complejo que el de la cárcel —dijo Jexon—. Aquel era voluminoso porque servía también como generador de Poder Directo. El que tengo aquí posee la ventaja de ser muy portátil, y la zona del campo efectivo desplazado es ajustable hasta cierto punto. El único inconveniente es que el factor de distorsión es mayor.

—¿Tendrá alguna importancia eso?

—Yo diría que no. Tenemos mucha amplitud.

Wentik se encogió de hombros. El asunto parecía importar poco por el momento.

Al cabo de diez minutos, el tono de los motores del avión cambió otra vez, y dio la impresión de que el terreno subía lentamente flotando hacia ellos. Jexon se levantó.

—Vamos —dijo.

Se dirigió hacia la cola del avión, pasó junto a los pequeños pero lujosamente amueblados camarotes y entró en una cabina bastante utilitaria. Ahí, en medio de un largo panel de instrumentos, se hallaba el generador de campo.

Wentik descendió de la compuerta principal, y se quedó en la hierba. Estaba crecida, y el frío viento del suroeste de febrero la hacía susurrar en torno a los pies del científico. Ante él, esta pequeña sección de la llanura de Salisbury se prolongaba en la distancia. Doscientos metros por delante de Wentik, la llanura ascendía hasta una colina, repleta de arbustos y árboles. A ambos lados de la colina, la llanura proseguía en desorden hacia el horizonte. Jexon había fijado el campo en un diámetro de menos de ochocientos metros, pero desde donde Wentik se hallaba no distinguía una señal claramente visible del terminador.

Jexon estaba a su espalda, en la compuerta.

—¿Cuánto tiempo le hará falta? —preguntó.

Wentik lo consideró.

—Hasta mañana al atardecer. Tal vez más, pero no estoy seguro.

Jexon le entregó el mapa.

—Si camina en esa dirección —dijo, señalando la colina—, llegará a una de sus carreteras de primer orden al cabo de kilómetro y medio. Nosotros estamos aquí en el mapa. Esa carretera lo llevará a Londres.

Wentik asintió.

—¿Algo más?

—Creo que no.

Jexon extendió el brazo y los dos hombres se estrecharon las manos torpemente.

—Sea tan rápido como pueda —dijo Jexon—. Estamos expuestos aquí. No deseo llamar la atención inoportunamente —miró la verde vegetación, muy diferente de la brasileña—. Buena suerte, doctor Wentik.

Wentik asintió de nuevo. No había nada que decir. Dio media vuelta, y partió hacia la carretera principal.

Decidió subir a la cúspide de la misma colina. No era una cuesta empinada, y el esfuerzo de la ascensión sería más que recompensado por la amplia vista que Wentik obtendría desde la cumbre. Caminó con rapidez, la frustración inconsciente de los últimos dos días se manifestaba en prisa. Tenía que hacer algo, y cuanto antes lo terminara, tanto mejor.

Empezó a subir la colina, y en muy pocos minutos alcanzó la cumbre.

Los árboles habían echado hojas...

La pendiente opuesta de la colina estaba cubierta de matorrales y árboles, y en contraste con la parte de la llanura en que Wentik acababa de estar, se hallaba revestida de abundante verdor. Y hacía más calor... Mediados de agosto. Miró hacia atrás, y vio a Jexon de pie al lado del avión. Ese hombre está a doscientos años de distancia, pensó Wentik. Un anacronismo en la campiña inglesa. Bajó la mirada a las ropas que llevaba puestas; el gris tedioso del material de encaje ajustado. ¿O soy yo el que está fuera de lugar?