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La vista desde la cumbre de la colina se extendía varios kilómetros en todas direcciones. La nave de Jexon estaba al sur, y más allá el cielo brillaba con la luz del sol. La llanura era distinta a la otra a que tanto se había acostumbrado en Brasiclass="underline" ésta era arbolada y verde, y se ondulaba de manera irregular en una multitud de formas diferentes.

Se volvió y miró hacia donde Jexon le había dicho que estaría la carretera. Allí el terreno era más plano y descendía desde la colina con una pendiente bastante suave. Había un bosquecillo a ochocientos metros de la colina, luego una valla. Al otro lado de ésta, algunos campos de cultivo, y una línea recta de árboles que evidentemente crecían a lo largo de la cuneta de la carretera.

Wentik empezó a bajar hacia la carretera.

Era una suave, tranquila tarde inglesa. La guerra, Jexon y Brasil parecieron increíblemente remotos de golpe. Wentik había olvidado cuán fácil era andar.

Le costó menos de diez minutos llegar a la carretera. Saltó una valla de madera de poca altura, y bajó a gatas un peralte herboso hasta la cuneta de la carretera. A ambos lados de Wentik, la carretera se prolongaba a lo lejos, bordeada de elevados árboles en sus dos costados.

No había tráfico.

En la inesperada quietud, Wentik se quedó inmóvil un instante, inseguro de lo que debía hacer. Su plan había consistido en detener un vehículo que pasara y que le ayudaran a llegar a Londres. Buscó una solución durante unos segundos más, después empezó a caminar.

Casi al instante, oyó el ruido de un motor, y se detuvo. Un coche aparecía a su espalda, al oeste y dirigido hacia Londres. Wentik aguardó a que se hiciera bien visible, luego salió al centro de la carretera y agitó ambos brazos.

Era una camioneta blanca de gran tamaño, que circulaba por la carretera a cien kilómetros por hora o más. Cuando el Conductor vio a Wentik frenó al momento, y el coche se detuvo cerca de él.

En el interior había dos policías.

Los dos saltaron fuera, y se acercaron. Ante su repentina e indescriptible alarma Wentik comprobó que los policías llevaban pesados cascos metálicos en la cabeza, e iban armados.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó uno de ellos.

—Estoy intentando llegar a Londres.

—¿Para qué demonios?

Wentik miró a su alrededor desesperadamente. Algo había ido mal.

—He estado lejos. Quiero ir a casa.

—Veamos sus documentos.

—¿Qué documentos?

—Su identificación y permiso de viaje.

—Se lo juro. He estado fuera. No tengo documentos.

—¿Dónde ha estado?

Wentik pensó con rapidez.

—En Norteamérica —respondió.

Los dos policías se miraron mutuamente.

—Norteamérica ha sido bombardeada —dijo uno de ellos.

Wentik desvió la mirada otra vez. Había una terrible anormalidad en ese interrogatorio en la cuneta de una silenciosa carretera de la desierta campiña.

—Miren —dijo—, puedo explicarlo todo. Pero debo llegar a Londres inmediatamente. ¿Les es posible llevarme allá?

El policía negó con la cabeza lentamente.

—Londres fue evacuada. Todas las entradas están cenadas.

—¿Evacuada? —dijo con incredulidad—. Entonces, ¿dónde...

—Queda muy poca gente. Más que nada los relacionados con el gobierno. Y están en refugios.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Wentik.

—Veintidós de agosto —replicó el policía.

Existe una distorsión en el campo de desplazamiento...

—Pero el bombardeo... —dijo Wentik.

—Lo sabemos.

Hubo un súbito timbrazo dentro del coche de la policía, y uno de los hombres se acercó al vehículo. Extendió el brazo y sacó un ambicomunicador. Escuchó durante un momento el aparato, luego volvió a meterlo.

El otro individuo lo miró.

—¿Pueden decirme dónde está mi familia? —dijo Wentik.

—¿En qué parte de Londres vivían?

—Hampstead.

El policía sacó un folleto del bolsillo de su camisa y lo hojeó.

—Probablemente estarán en Hertfordshire. No puedo asegurar dónde. Todas las ciudades importantes de Gran Bretaña han sido evacuadas en la última semana.

El otro hombre había vuelto, se acercó a Wentik y lo cogió del brazo con fuerza.

—Eso fue la última alerta —dijo al primer policía—. Tenemos veinte minutos.

Wentik torció el brazo y se tiró atrás sobre el peralte herboso. El policía se lanzó hacia él, pero Wentik se movió bruscamente a un lado. Subió corriendo el peralte y se arrojó pesadamente sobre la valla. En la crecida hierba del otro lado dio varias vueltas, se levantó y se echó a correr. Los dos agentes treparon a gatas el peralte tras él, pero no hicieron intento alguno de saltar la valla.

Wentik corrió hasta llegar al extremo opuesto del campo, luego se detuvo y miró hacia atrás. Los dos hombres lo contemplaban. En cuanto vieron que se había detenido, desaparecieron de la vista peralte abajo. Pocos segundos después Wentik escuchó que el motor se ponía en marcha.

El vehículo se alejó acelerando, y en menos de medio minuto el ruido del motor dejó de oírse.

El día estaba silencioso en torno a Wentik.

Empezó a retroceder hacia la colina, caminando lentamente. Londres había sido evacuada, como las demás ciudades. Jean se hallaba en algún lugar de Hertfordshire, aguardando, con el resto de la población, una guerra que llegaría inevitablemente. Mientras tanto, el verano proseguía indiferente.

En la cumbre de la colina se detuvo, y miró hacia el norte a través de la campiña. Luego se volvió, y observó la aeronave plateada que le estaba aguardando.

Se quedó allí media hora, mientras los fríos vientos de febrero soplaban por la llanura, y el cálido sol de agosto caía sobre su cara y hombros. Y entonces se produjo un brillante destello luminoso en el horizonte sur, y otros dos más en rápida sucesión a izquierda y derecha del primero.

Un poco más tarde un ruido sordo profundamente gutural, como el trueno distante en una tarde de otoño, se propagó por el aire y durante un instante la campiña pareció paralizarse. El sonido se fue silenciando mientras Wentik contemplaba las nubes que se extendían en la distancia, negras y altas.

Wentik cerró los ojos, y prestó atención a más truenos.

Al llegar el atardecer, Wentik se afianzó contra el tronco de un árbol y observó el avión plateado que había más abajo. Sólo cuando el sol se estaba poniendo salió a la compuerta un hombre de capa verde limón y miró el cielo de un confín al otro, un cielo que entonces era de un azul intenso rayado de negro. El individuo permaneció mirándolo, luego volvió al interior.

Y medio minuto más tarde, la aeronave había desaparecido.

Nota del autor

Indoctrinario fue mi primera novela, y por tal razón estoy desmedidamente orgulloso de ella. Esto podría dar la impresión de que yo estuviera patrocinando mi ego juvenil, y quizá sí que lo esté, porque no han transcurrido demasiados años desde que escribí el libro en 1969. Pero creo que he progresado desde entonces.

Si tuviera que escribir de nuevo mi primera novela, no creo que sería otra vez Indoctrinario, pero pienso que podría ser un libro bastante similar. Hubo un cierto cálculo prudencial en su redacción, una conciencia de que los escritores, en especial los jóvenes, poseen un limitado fondo de experiencia interna al que recurrir. ¿Cuántas primeras novelas han sido un extravagante derroche de ese fondo, seguido de una depauperada segunda novela, o absolutamente ninguna segunda novela? Sabía, cuando empecé Indoctrinario, que había otras novelas que deseaba escribir.