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Wentik desenroscó la tapa de la cantimplora que llevaba consigo, y se llenó la boca con la tibia agua.

—Este campo de que habla —dijo por fin—, considero que es artificial.

Musgrove lo contempló fijamente.

—Exacto. Pero no creo que Astourde lo sepa. De todos modos, por lo que a usted respecta, lo único que le hace falta saber es que el distrito Planalto fue descubierto por la CIA, y está siendo estudiado por ella. Cómo se ha visto comprometido usted, es una explicación que creo dejaré a Astourde.

—¿A qué distancia estamos de la civilización?

—Depende de lo que se entienda por civilización —replicó Musgrove—. Esto es Brasil todavía. Ya ha visto lo que nos hemos apartado de Pôrto Velho, que es la población más cercana —se levantó y metió un brazo bajo la correa del talego de lona—. Vamos. Tenemos mucho que andar.

Wentik se puso igualmente en pie, y alzó la cantimplora.

Continuaron en la dirección en que habían estado andando antes de que se detuvieran. El sol descendía ahora hacia el horizonte de la izquierda. El calor no era menor que antes, y Wentik se encontró observando todo el cielo para descubrir alguna nube. Hasta la lluvia cálida y pegajosa habría sido preferible a caminar bajo aquel resplandor sin sombras. Continuaron la marcha, y entretanto ambos bebieron sin reservas de la cantimplora hasta que el sol se puso.

Al anochecer, la temperatura descendió notablemente, y se metieron entre las mantas. Wentik se revolvió sin cesar durante horas enteras. Trataba de encontrar una posición cómoda entre el duro rastrojal. Por fin, se durmió.

Wentik despertó y descubrió que estaba solo.

Las mantas de Musgrove yacían vacías a su lado, pero la cantimplora de agua había desaparecido. Se levantó y notó que soplaba un viento frío. El sol había salido, pero la temperatura aún no empezaba a subir.

Recogió las mantas y las apretujó en el talego que había llevado Musgrove.

Miró a todo su alrededor.

En la brillante rastrojera era imposible detectar una pista. Forzó la vista y escudrinó de nuevo la llanura que le rodeaba. A kilómetros de distancia, casi sobre el horizonte, logró distinguir un diminuto punto negro. Sin ninguna otra evidencia, Wentik se dirigió hacia allá.

A toda prisa, en un esfuerzo por alcanzar su destino antes de que el sol calentara demasiado, atravesó la distancia en dos horas. Cuando llegó, sudaba en abundancia.

Era un molino de viento, que se alzaba solitario en la inmensa llanura, las aspas girando lentamente al viento. Estaba construido en madera teñida de negro intenso para conservar las tablas que, según observó Wentik al acercarse más, estaban retorcidas y combadas.

Una piedra enorme pasó volando junto a su oreja. Luego otra, a más distancia. Se detuvo con la intención de ofrecer el más pequeño blanco que le fue posible ofrecer. Un guijarro flotó precisamente hacia él y le golpeó el hombro.

Era Musgrove. El hombre estaba agachado detrás del molino, recogiendo piedras y lanzándolas alocadamente contra Wentik.

El científico metió la mano en el talego y desplegó una de las mantas. La sostuvo delante de él, como escudo, y avanzó hacia el hombre. Mientras se acercaba, Musgrove se levantó de un salto, corrió como una flecha hacia Wentik, y acabó gateando. Balbuceaba como un mono. Se detuvo a una veintena de metros y se repantigó sobre sus posaderas de cara a Wentik.

Musgrove se puso a chillar.

Chillaba como los invisibles animales de la jungla en horas nocturnas.

Wentik, confundido y asustado, retrocedió, inseguro respecto a lo que debía hacer.

—¿Qué ocurre, Musgrove? —gritó.

—¡Aléjese de mí!   ¡Usted no es bueno!   ¡Ni usted ni los suyos! —se irguió de un salto y corrió hacia Wentik, Se detuvo únicamente para coger otra piedra.

Wentik levantó la manta, pero la piedra lo alcanzó dolorosamente en la mano izquierda. Musgrove pasó rápidamente junto al científico, empujado por su ímpetu. Al pasar a toda prisa a un lado de Wentik echaba aire por entre los dientes como un niño que hace ruidos de serpiente. Corrió varios metros, pero dio un traspié y cayó pesadamente en el duro terreno.

Se quedó inmóvil.

Frotándose la mano, Wentik se alejó del hombre y tomó asiento a la sombra del molino. La cantimplora estaba ahí, y Wentik bebió con mucho agrado.

Se quedó sentado durante dos horas, escuchando el crujir de las aspas del molino y sintiendo la brisa en la espalda. Entonces Musgrove se dio la vuelta y Wentik se levantó de un brinco en previsión de cualquier ataque.

Pero Musgrove se limitó a menear la cabeza, se puso en pie y se quitó el polvo de la ropa.

Fue hacia Wentik, sonriéndole.

—Eso le dio un buen susto, ¿eh?

Wentik guardó prudente distancia.

—¿Qué significa eso, Musgrove?

—Sólo un juego —el hombre se echó a reir—. No se alarme.

Alzó la cantimplora y bebió abundantemente. Luego vertió agua en su cara y brazos y enroscó la tapa. Echó la cantimplora a Wentik, que volvió a colgársela del hombro.

Musgrove observó el sol con los ojos entornados, después se agachó y recogió la bolsa de mantas.

—Vayamos a buscar a Astourde —dijo— Ya debe de estar en la cárcel —sacó otra brújula de su bolsillo, observó el sol una vez más, luego se alejó del molino.

Wentik lo dejó avanzar veinte metros y después lo siguió, guardando las distancias.

Cinco

La luz cayó sobre sus ojos cerrados, y Wentik los abrió. Al instante volvió a cerrarlos, pero ya era demasiado tarde.

Yacía en su celda, y la oscuridad era total. Pero por encima de la puerta metálica había un aparato que había proporcionado a Wentik largas horas de especulación respecto a su mecanismo y finalidad.

El efecto del aparato era muy sencillo. Consistía en una fuente luminosa de alta potencia que proyectaba un delgado rayo de luz en la celda. Ese rayo estaba guiado hacia uno de los ojos de Wentik por los vigilantes que había afuera, en el corredor, pero a partir de entonces podía seguir automáticamente al hombre a cualquier lugar que fuera. En los reducidos límites de la celda no había muchos lugares a donde pudiera trasladarse.

La única forma posible de apartar el rayo de sus ojos era volver la cabeza y mirar la pared opuesta. Si hacía eso, la música empezaba a bramar por un gran altavoz situado en lo alto de una de las paredes restantes. La música era rápida, fuerte y disonante, como si dos composiciones excepcionalmente broncas y de tonalidades alejadas estuvieran sonando simultáneamente.

Cuando Wentik se volvía de nuevo hacia el rayo de luz, la música continuaba hasta que el rayo se fijaba otra vez en él.

Wentik alternaba las dos incomodidades, a veces sufriendo gustosamente la baraúnda musical para descansar los ojos un rato, en otras ocasiones buscando y mirando el rayo, para apartarse del aterrador sonido.

Cerrar los párpados no desconectaba el rayo, pero permitía cierto alivio. Tras un largo proceso de experimentos, Wentik había descubierto que sentarse en la dura tarima de su lecho y hacer frente a la pared opuesta, de modo que el rayo cayera a lo largo del puente de su nariz y sobre su ojo derecho, era el máximo acomodo. La molestia del rayo quedaba minimizada, mas lo que fuera que Wentik disparaba al volver completamente la cabeza, no hacía que la música estallara.

Estaba en la celda un promedio de doce horas diarias, y el rayo se hallaba desconectado la mitad de ese tiempo. De vez en cuando, los vigilantes conectaban el mecanismo mientras él dormía (como habían hecho esa mañana) y Wentik se despertaba, bien por culpa del persistente deslumbramiento del rayo, bien por la música cuando él se daba la vuelta estando dormido para evitar la luz.