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El decimoséptimo día, Wentik fue despertado groseramente por dos vigilantes que irrumpieron en su celda y que prácticamente lo arrastraron por el corredor.

Insensibles a sus protestas, los guardianes tiraron de Wentik para bajar algunos toscos escalones de piedra y lo sacaron al aire libre. A trescientos metros de la cárcel había una cabaña de ruda construcción, con todos los hombres, salvo Astourde y Musgrove, afuera y armados con rifles. Wentik fue arrojado adentro a través de una puerta, y se encontró en oscuridad total.

Durante horas se arrastró por el interior de la choza. Descubrió que se trataba al parecer de una construcción basada en un interminable laberinto de túneles de techo bajo, mientras oía que afuera los hombres disparaban cartuchos de fogueo al aire. Cuando por fin encontró una salida, otra vez fue arrojado dentro.

Al acabar el segundo período de encierro Wentik fue arrastrado otra vez hasta su celda y abandonado allí.

Al día siguiente volvieron a sacarlo de la cárcel, pero esta vez lo llevaron a una porción de terreno desnudo a cierta distancia de la cabaña. Ahí le entregaron un largo bastón metálico y una careta de soldador, y le dijeron que hiciera explotar cinco minas terrestres diseminadas en las inmediaciones.

Los guardianes permanecieron en torno al perímetro y cargaron sus rifles con cartuchos. Wentik, todavía muy estremecido por su experiencia en la choza el día anterior, obedeció con vacilaciones.

Le costó una hora descubrir la primera mina. Actuó metódica y pacientemente, pinchando el suelo con el bastón, muy nervioso, y después dando un paso adelante. Al explotar la mina, un gran chorro de tierra y guijarros manó hacia lo alto con un rugido que mareó a Wentik con su brusquedad. Arrojado hacia atrás por la explosión y ensordecido por ella, aunque también ileso, el científico tuvo dificultades para recobrar el equilibrio antes de proseguir.

Pasó una hora y media antes de que encontrara la segunda mina. Cuando el chorro de llamas y tierra hizo erupción, a sólo dos metros de distancia, Wentik cayó de espaldas con el corazón desbocado y la respiración desgarrándole la garganta.

Las dos minas siguientes aparecieron con bastante rapidez una tras otra, y por entonces ya había logrado controlarse.

La quinta mina... Durante tres horas más pinchó y aguijó el suelo, y cada minuto que pasaba anticipaba que la inminente explosión sería más terrible.

Una fuerte lluvia cayó mientras rebuscaba, y convirtió el terreno en un barro pegajoso que se aferraba a los zapatos de Wentik. Su búsqueda se hizo desesperada y actuó con más celeridad, sabiendo que sería cuestión de suerte si hacía detonar la mina con el bastón o con los pies.

En ese momento uno de los guardianes atravesó el barro y cogió la careta de soldador. Sólo había cuatro minas, dijo. La quinta no estaba ahí.

El día siguiente, decimonoveno desde su llegada, Wentik volvió a ver a Astourde.

Dejado a solas, el científico pasó parte de la mañana errando por el pasillo de su celda. Intentaba ajustar lo que le estaba ocurriendo a una cierta apariencia de lógica. Se había topado con una puerta que antes había encontrado cerrada, había descubierto una escalera —que ascendía detrás de la puerta, y encontrado una habitación en el piso siguiente.

En el interior, Astourde estaba sentado ante un escritorio. Y el interrogatorio había comenzado.

Aquella noche, el rayo-lápiz de luz y la música espantosa fueron usados por primera vez. Pese a que Wentik había cambiado de celda dos veces desde entonces, o bien el dispositivo era trasladado para seguirle, o formaba parte del equipamiento de todas las celdas.

Se había preguntado con frecuencia por qué el rayo de luz era capaz de seguir sus ojos con tanta precisión, y mientras permanecía sentado con el rayo cayendo sobre el puente de su nariz, la única explicación que podía ofrecerse era que de alguna manera la fuente demostraba sensibilidad a los reflejos de su retina, aunque la precisión con que el rayo lo seguía le hizo dudar incluso de eso.

Y ahora se enfrentaba a la usual opción diaria. Las incomodidades de la celda o el aburrimiento del corredor. Eligió lo último, tal como había hecho durante casi treinta días.

Se levantó de la litera y dio los dos pasos hasta la puerta, con el rayo de luz en fiel persecusión de su ojo derecho. Empujó la puerta para abrirla y sacó la cabeza. No había rastros de los guardianes. Miró a un lado y otro del pasillo; la luz del sol perfilaba brillantes cuadrados en torno a las ventanas cerradas.

Caminó por el corredor, probando los cierres de las persianas como era usual. Para él tendría un gran significado poder mirar por las ventanas de nuevo. Pero estaban aseguradas, como siempre.

Al pasar junto a la puerta que conducía a las escaleras y al despacho de Astourde, Wentik tiró mentalmente la moneda como todos los días. ¿Aburrimiento en el pasillo o interrogatorio? Quizás Astourde ya estuviera arriba. Solía estar ahí temprano, sabedor de que Wentik acabaría por preferir hasta el interrogatorio a la soledad.

Lo que hacía tan marginal la elección era que el mismo interrogatorio constituía una parodia. En una absurda tentativa de intimidar a Wentik, Astourde había amueblado la sala con sillas de madera muy duras y lámparas brillantes, y poseía una diversidad de dispositivos hipnóticos cuyo uso correcto era evidente que desconocía. Lo que todavía resultaba más ridículo era que el fin obvio del interrogatorio era más bien impresionar que asustar a Wentik, como si el mismo Astourde estuviera inseguro del poder que allí ostentaba. El único gesto verdaderamente amilanante era la presencia de un guardia armado en la sala, pero en las diversas ocasiones en que Wentik se había cansado de la compañía de Astourde y abandonado la habitación, el guardia no había hecho nada para detenerlo.

Llegó al extremo del corredor y empujó las barras metálicas de la puerta que había ahí. Estaba cerrada. Dio media vuelta y retrocedió por el pasillo, pasando junto a su celda, hasta la primera esquina de la cárcel. Entre esta esquina y la siguiente, la del nordeste de la cárcel, había tres puertas. Llegó a la primera y estaba abierta. Igual que las otras dos.

Fue hasta la esquina, la dobló, y se encontró mirando el tramo de escalones de piedra con el que sus espinillas habían trabado un conocimiento tan profundo el día que lo arrastraron hasta la choza.

Bajó los escalones con mucho cuidado, y se detuvo en la parte inferior. A su izquierda había una puerta de madera de pino, sin pestillo y abierta. Igual que las ventanas del corredor, su contorno se hallaba delineado por cuatro deslumbrantes líneas de luz solar.

Wentik hizo una pausa.

¿Se trataba de una salida de la cárcel? No parecía que hubiera nadie alrededor, pero examinó el pasaje en que se hallaba en ese momento, casi esperando ver a dos de los hombres de Astourde aguardando en las sombras.

El día anterior, durante la breve sesión de interrogatorio, Astourde se había mostrado nervioso y frustrado. Las preguntas habían sido más inútiles y reiteradas que nunca, y Wentik se había ido al cabo de unos pocos minutos. Desde entonces no había visto a nadie excepto a los dos guardianes que le habían traído comida por la tarde.

Volvió a observar la puerta, y apretó la palma de la mano contra ella. La madera era cálida y la presión de su mano la movía fácilmente. Empujó y avanzó.

La luz era cegadora.

Wentik, deslumbrado por el brillo de la luz tras tantos días en los sombríos corredores, estornudó seca y dolorosamente y cayó de rodillas.

—Levántese, doctor Wentik. Tengo algunas preguntas que hacerle.

Wentik alzó los ojos hacia Astourde, de pie ante él, la cabeza aureolada por la luz solar. Los ojos de Wentik derramaban lágrimas, y estornudó de nuevo.