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Astourde miró a un grupo de hombres que permanecían a cierta distancia vestidos con batas blancas, y los llamó por señas.

Cuando los hombres se acercaron, Astourde se apartó y Wentik observó los alrededores con sus ojos lacrimosos. Se encontraba agazapado en el borde de un pequeño prado rodeado por altas hayas. Lo recordó como el prado donde había visto a Astourde por primera vez al llegar a la cárcel. Entonces no había reparado demasiado en la disposición, pero ahora lo que más le sorprendía era lo inadecuado de su presencia allí.

El cielo era de un azul resplandeciente, y el sol era blanco y ardiente. Alargadas y delicadas estelas de vapor dividian el azul, pero no había otras nubes. La sombra de Wentik en la hierba estaba claramente impresa por el nítido sol.

Ardillas aladas chillaban y planeaban de un árbol en otro, y un enjambre de insectos revoloteaba bajo una rama de uno de los árboles mayores. En el centro del prado había una mesa de madera con dos sillas situadas en lados opuestos.

Wentik miró a su espalda, y vio la elevada faz de hormigón de la cárcel. La puerta por la que había salido vacilantemente se había cerrado, y un rostro le contemplaba tras una ventana cubierta de polvo a poca distancia de la salida.

Los dos hombres de bata blanca lo asieron por los brazos y lo arrastraron por el césped hacia la mesa. Caminaron con celeridad, sin permitirle volver a ponerse de pie. Le extrañó que vistieran batas blancas, y supuso que podía tratarse de científicos que realizaran algún tipo de prueba con él.

Astourde ya estaba sentado en una de las sillas, y los dos hombres echaron a Wentik en la otra; una silla con asiento de bejucos que se combó desagradablemente con el peso de Wentik.

Los dos hombres lo dejaron ahí y fueron a reunirse con los otros. Wentik los observó. Se hallaban a la sombra de uno de los árboles y cuando los dos primeros llegaron, todo el grupo se echó a reír en voz alta.

Wentik se irguió y se reclinó en la silla, casi hasta provocar el derrumbe. El sol resplandecía, y hacía mucho calor. Había insectos por todas partes, y el chillido de las ardillas resultaba fastidioso.

Y al otro lado de la mesa estaba sentado Astourde, tan paciente como siempre.

La razón volvió a Wentik con un escalofrío que momentáneamente alejó el calor del sol. Seguía siendo un prisionero, al fin y al cabo. Y lo iban a interrogar. (¿Acaso una diversión sutil para desorientarlo más?) Quizá con su infatigable inocencia estuviera formando lo que Astourde consideraría como un sólido bloque contra el interrogatorio anterior.

—Dígame su nombre, doctor Wentik —dijo Astourde.

Las mismas preguntas sin sentido de siempre. Astourde le miraba fija, imperturbablemente, y sonreía. Wentik devolvió la mirada al otro lado de la mesa.

Astourde vestía su uniforme completamente gris. Sus dos manos descansaban en la mesa. Su sonrisa se hizo más amplia, y una sensación de horror remeció a Wentik.

Había tres manos sobre la mesa.

Fijo la mirada..., y la sonrisa de Astourde aumentó aún más; los científicos se rieron y una ardilla chilló.

Una mano estaba brotando en el centro de la mesa. No descansaba en el mueble, como las de Astourde, sinó que brotaba. Wentik reparó en el lugar donde se unía con la lisa madera.

La mano lo señalaba a él.

Seis

—Su nombre, doctor Wentik. Déme su nombre —la voz de Astourde era insistente.

En lo alto del cielo, en algún lugar muy por encima del pequeño cuadrado de hierba, un jet rugió. Detrás de la cabeza de Astourde, lejos, sobre el horizonte, una pequeña colina se elevaba sobre el nivel de la llanura. En el centro de la ladera, Wentik distinguió un poste metálico que ascendía a una altura de cien metros por encima de la llanura.

Volvió a mirar la mano que brotaba de la mesa.

Estaba hecha a la perfección, como una escultura griega en piel y carne. Tenía el tamaño normal de una mano humana, pálida a la luz del sol, pero no exangüe. Diminutos pelos rubios reflejaban el sol en su dorso. Ocho centímetros de muñeca eran visibles antes de que el brazo desapareciera en la tabla de la mesa, se fundiera en la madera granulosa y con oscuras manchas.

De un modo increíble, los dedos de la mano empezaron a tamborilear, como el gesto de un hombre al que se hace aguardar para darle un encargo.

—¡Su nombre!

Wentik respiró.

—Me llamo Elías Wentik.

La mano cesó en su tamborileo, y descansó sobre la mesa.

—Ha cometido un crimen. ¿Cuál es?

—Yo...

Wentik vaciló. Su primer instinto fue pensar: Pero no hay crimen alguno. Soy inocente... Pero él y Astourde habían pasado por esto docenas de veces. De poco servía una protesta de inocencia.

La mano lo estaba señalando otra vez.

—No he cometido ningún crimen, como usted sabe perfectamente...

La mano se movió. Apuntaba directamente al corazón de Wentik sin cesar.

Astourde estampó su mano derecha contra la tabla de la mesa y empezó a levantarse. Wentik notó que sus sienes latían intensamente.

—¿Ningún crimen, doctor Wentik? ¡Su culpabilidad no admite dudas, y sin embargo no ha cometido crímenes! ¡Ahora la verdad!

En el centro de la mesa, la mano arraigada se puso a apuñalar el aire dirigida hacia Wentik.

—Compréndalo —dijo Astourde, que se sentó de nuevo—, no tengo duda alguna de que usted es culpable. Lo único que exijo es una admisión de su parte.

Wentik asintió.

—Empecemos otra vez desde el principio —dijo Astourde, con un tono de triunfo en su voz— ¿Qué hacía usted en la Concentración?

Wentik no le hizo caso. Estaba fascinado por la mano. Parecía actuar con total independencia, desconectada de cualquier control externo obvio. El impacto psicológico que producía había sido soslayado, de manera muy irónica, por Astourde. Ahora, el interés de Wentik era el propio de un científico, de un ingeniero. ¿Cómo funcionaba aquello?

Echó atrás la silla y se agachó apoyado en manos y rodillas. La hierba era cálida al tacto, y provocó un vivo destello de recuerdos de los tiempos en que él y su esposa habían estado tumbados en el césped de la universidad durante horas enteras en su último curso. El recuerdo cesó en segundos: formaba parte del mundo ahora perdido para Wentik.

Se arrastró bajo la mesa y examinó la parte inferior de la cubierta. Era completamente plana, no ofrecía pista alguna respecto al mecanismo de la mano. Las piernas de Astourde, que sobresalían bajo la mesa, estaban muy separadas y cubiertas con  unos  pantalones  militares  que  sentaban muy mal al hombre. Arriba, cerca de la entrepierna de Astourde, Wentik vio una pequeña brecha en la costura, deshecha por la tensión de su gesto.

Se arrastró para volver a salir, y se quedó detrás de Astourde. El individuo estaba inmóvil, apenas daba la impresión de respirar. En la mesa, la mano continuaba apuñalando el aire en dirección a la vacía silla del científico.

Los hombres que estaban junto a los árboles lo observaban con sumo cuidado. Dos de ellos escribían rápidamente sobre una tablilla sujetapapeles, y otro sostenía una especie de cronómetro.

A manera de experimento, Wentik se alejó de la mesa, paralelamente al elevado muro del edificio. Al borde del césped había una angosta franja de tierra pelada frente a la hilera de árboles. Al adentrarse bajo dos de las enormes hayas, Wentik notó que había molestado a una colonia de hormigas. Miles de diminutos insectos corrían sin rumbo fijo tras su paso.

Al otro lado de los árboles empezaba el rastrojal, extendido hasta donde la vista le alcanzaba. Una vez libre de la sombra de los árboles advirtió al momento todo el calor del sol. No había sombra en ninguna parte, y al avanzar entre los espinosos montones de rastrojos, Wentik admitió que no habría escapatoria para él por la interminable llanura.